La idea de la tierra plana y centro del universo, que se tenía hace muchos años, hacía pensar al ser humano que si llegaba al borde caería a un vacío desconocido y temible. Copérnico, Giordano Bruno, Galileo Galilei fueron víctimas del poder de los temerosos a que el mundo no fuera como estaba preestablecido. El descubrimiento de que el sol era el centro del universo y no la tierra fue más temible aún, ya que descentraba el concepto de la humanidad como centro de la creación divina y encima descubrieron que la tierra se movía y giraba. Esto superaba la capacidad de soportar de algunos. El hecho de que el ser humano esté en “movimiento” y que no sea la creación central de Dios en este mundo, sino algo más parecido a un error de la naturaleza, fue demasiado para el aparato psíquico de la época. Los remolones que resisten a las transformaciones, o sea los “conservadores” de viejas ideas, se resistían al descubrimiento y la solución que encontraron fue condenar al descubridor. Copérnico zafó por sus vínculos con la iglesia. A Giordano Bruno lo quemaron en la hoguera por hereje. A Galileo lo condenaron a prisión perpetua y lo obligaron a decir que la tierra no se movía. La inquisición de la época, impartiendo justicia. Las cosas no podían “ser” así.
Es difícil localizar el origen del gen conservador. Estos remolones, que niegan otras posibles perspectivas transformadoras, se resistían a modificar la mirada construida sobre cómo se pensaba la realidad. Se resistían a que las cosas fueran diferentes de lo preestablecido. Algunos siglos después de aquella época, la publicidad dirá: “Satisfacción garantizada, o le devolvemos el dinero”. Quizás esta sea la más vieja oferta, de nuestra mirada construida por otros, sobre la realidad. Pero la tierra se mueve, de todos modos.
Intentaremos dar cuenta, desde nuestro punto de vista, de la conexión entre los conservadores de la sociedad y lo conservador de la subjetividad.
Según Freud, el principio de placer es el equilibrio homeostático del aparato psíquico. Haciendo la primera traducción, diremos que es el equilibrio energético. Cuando el sistema es sobreexcitado por estímulos externos, luego se produce una descarga de energía. Al equilibrio que hay entre estímulo y descarga lo llama “principio de placer”. Haciendo una segunda traducción, diremos que el principio de placer es no hacer. Se suele escuchar que, luego de un año exigente de mucho trabajo y agotamiento, se desean fuertemente 15 días de vacaciones, para hacer nada. Finalmente esos 15 días son más cansadores, porque se sobrecargan de actividades que no tuvieron oportunidad de realizarse durante el resto del año. Esto, entonces, va más allá del principio de placer.
La demanda pulsional no se toma vacaciones, siempre empuja. El “Yo” produce esfuerzos vanos para reprimir esa demanda pulsional, y sostener infructuosamente la homeostasis. Podríamos interpretar, entonces, que ese difícil trabajo yoico de conservar ese equilibrio energético nos conduce a la corta paz de recostarnos en una reposera, o a la eterna paz de los cementerios. Podríamos decir, entonces, que lo conservador de la subjetividad evita vivir todo el tiempo en una montaña rusa. Sin embargo, la cola para comprar un ticket cada vez es más larga. Así, nos conducimos a la idea de que lo conservador está en permanente tensión con una demanda permanente. La experiencia histórica y la clínica enseñan que, más tarde o más temprano, el destino de lo conservador es una segura derrota, frente a la demanda.
Si el mundo establecido por las altas clases, o clases altas, basado en la defensa de la propiedad privada, se vio espantado en la Revolución francesa, a comienzos del siglo XX reeditó aquel espanto en una feroz amenaza del avance del comunismo sobre Occidente. Hasta en la ficción construyeron una idea de invasión extraterrestre de un planeta rojo, en su representación. Parecía más terrible la amenaza del avance de la sombra roja que la guillotina de Robespierre. El comunismo, los rojos, representaban todo lo malo. Eran el demonio. La mejor idea de eliminar a este demonio fue la de construir otro demonio que lo enfrente. Podríamos considerar que la creación del nazismo, en ciernes hasta el momento, sería el terror que lo detenga. Un terror y un contraterror. El poder real queda excluido de la escena, oculto, pudiendo interactuar en el momento que quiera y para el bando que se le ocurra a conveniencia, habiendo logrado, al menos, la detención del avance de aquella vieja amenaza de transformación.
De esta interpretación de la teoría de los dos demonios destacamos el lugar de la terceridad. El lugar del poder oculto, del que mueve los hilos y del que nunca nada sabemos. Sin embargo, no es necesario saber todo, puede haber una ligera sospecha. Algunos pensarán en la intuición, otros en el inconsciente. Es la contradicción posible de la existencia, de un “saber no sabido”.
Como la palabra inconsciente se define, es una instancia que está fuera de lo consciente. Es imposible dar cuenta de él desde el saber de la consciencia. Solo podemos pesquisarlo a través de sus efectos. Se trata de una instancia psíquica que nos gobierna y que para nosotros es ingobernable. Mucho se ha escrito con relación a la terceridad, desde la semiología hasta el psicoanálisis. El filósofo Charles Peirce, considerado el padre de la semiótica moderna, se diferencia de Saussure, que planteaba que el signo estaba compuesto por dos elementos: significado y significante, introduciendo un tercero. El filósofo afirma que el signo implica una relación triádica irreductible, cuyos componentes son el representamen, el objeto y el interpretante. Lacan en referencia a este, en el Seminario 23, El Sinthome, dirá: “Yo sigo completamente el mismo camino, salvo que llamo a las cosas por su nombre: simbólico, imaginario y real”.
La perspectiva que nos interesa, y a la que estamos arribando, de ese lugar tercero es la propiedad que tiene como instancia reguladora entre los otros dos lugares. Regula la relación entre dos partes, una relación social. Interviene cuando se requiere para separar las dos partes, para que no se fundan en una sola y también se desplaza para que la relación sea posible. Un claro ejemplo de lo dicho se observa en el boxeo, donde podemos observar a tres en el ring. Dos son protagonistas y el tercero es casi invisible, el árbitro. Este interviene con sus manos para separar a los dos cuerpos, cuando se están por fundir en uno solo, y después se desplaza. Le devuelve a la relación una distancia posible entre la satisfacción y el placer. Cumple la función de regular ese vínculo. También sucede en un partido de fútbol, en el que de manera casi oculta interviene el referí para que no se produzca una batalla campal.
Esta terceridad es la introducción de la Ley en una relación entre dos. Es un modo de legalidad, que a veces se emparenta con la justicia y otras es más bien una prima lejana. Desde la perspectiva del psicoanálisis, la introducción de la Ley está dada por la función paterna. Distinguimos al Padre Real de la función que cumple (que puede no estar enterado de los efectos que produce). No siempre hay un padre. El portador de la función lo podría encarnar un abuelo, un tío, o incluso una profesión.
Sin embargo, para ser un poco más específicos, se trata de otro objeto de deseo de la madre, que no sea el niño y que le permita correr su mirada hacia otro lado. El objeto de deseo de la madre, que permite ceder tanta atención sobre el niño, desde una lógica patriarcal, religiosa o familiera, lo suponemos representado en el padre. Pero, conceptualmente, puede haber función paterna sin que haya padre. Ese objeto de deseo de la madre intercede en la relación entre ella y el infans, produciendo una momentánea separación, como lo hace el árbitro, cuando interviene en la relación entre los boxeadores. El objeto, el tercero en discordia, representa la legalidad. Una terceridad que regula, ordena, la relación entre dos.
El “Yo”, como instancia psíquica, se constituye en el primer año de vida, o algo más. Para que esto suceda, Freud dice, en “Introducción del Narcisismo”, que previamente debe producirse un nuevo acto psíquico, de manera que se pueda lograr la unificación de una imagen del cuerpo, para recién poder decir “Yo soy…”.
Lacan, en “Escritos 1”, nombra a ese nuevo acto psíquico como “El estadio del espejo”. Representado como el momento en que la madre pone al bebé frente al espejo y le dice, por ejemplo: “ese