La sociedad entera tiene una tarea pendiente con esa nefasta negación, alimentada a diario desde todos los ángulos. No es competencia exclusiva de los médicos, ni del resto de profesionales sanitarios; no es competencia exclusiva del enfermo que se ve en trance de muerte y de su familia; es competencia de todos. Porque solo si el pensamiento de la comunidad empieza a virar, el individuo no se sentirá tan solo e impotente cuando le llegue el turno. Cambiar el pensamiento colectivo, y hacerlo frente a una oposición tan poderosa como la que encabeza el miedo con mayúsculas, se erige en misión titánica. Pero puedo constatar que hoy en día las cosas no son como hace quince o veinte años. Aunque con enormes dificultades, la idea de que se puede hablar del morir sin que nos tiemblen las piernas y sin que salga corriendo todo el mundo y te tachen de agorero ya no resulta tan y tan chocante. Se habla más, se pregunta más, hay más curiosidad, y el tabú absoluto, al menos a niveles de diálogo y de docencia, empieza a presentar las primeras grietas. Eso resulta esperanzador. Aunque hay que reconocer que siguen predominando los grandes muros, defendidos con uñas y dientes.
3. Ensayos, de Michelle de Montaigne.
4. Sobre la muerte y los moribundos, de Elisabeth Kübler-Ross.
El miedo toma el control
Volví a maravillarme por la forma en que nos aferramos a la vida y me dije que habría mucho menos sufrimiento si no lo hiciéramos. La vida sin esperanza es tremendamente difícil, pero con cuánta facilidad consigue la esperanza volvernos necios a todos.
Henry Marsh
Del mismo modo que hemos devenido consumidores insaciables de bienestar, igualmente nos hemos convertido en adictos a la seguridad. Tal vez, como explica Zygmund Baumann, porque ese bienestar con el que nos gratificamos es solo superficial pero no genera bienestar a nivel espiritual, en lo que deberían ser nuestras raíces. Y a falta de ese arraigo al suelo mediante algo más profundo, lo sustituimos por el sucedáneo de la seguridad.
Buscamos la seguridad ante todo. A nivel particular y a nivel colectivo, a nivel personal y a nivel municipal o estatal. Normas y más normas. Advertencias y más advertencias. Pólizas y más pólizas de seguros. Un seguro de salud, si atendemos a lo que evoca su nombre, parece estar destinado a garantizar nuestra salud. Un seguro de vida, en un surrealista juego de palabras, sabemos sobradamente que no sirve para asegurar la vida, sino para garantizar un montante económico para los que se quedan tras nuestra muerte. La presunta seguridad es un dique de contención que levantamos frente a lo imprevisto, frente a los cambios, frente a la contingencia, frente a la incertidumbre. No soportamos la incertidumbre. Nos genera ansiedad, nos conecta con nuestros miedos, y por supuesto con nuestro temor a la adversidad, al sufrimiento, a la muerte. Y cuando algo hace saltar la alarma, cuando un acontecimiento de menor o mayor envergadura viene a perturbar esa balsa de aceite sobre la que soñamos estar flotando, corremos hacia alguien o algo que nos devuelva a la seguridad, al terreno de la certeza. Y ese alguien o ese algo, cuando sentimos amenazada nuestra integridad física, es el sistema sanitario.
Pedimos esa certeza, y la pedimos, la exigimos, con celeridad, no hay paciencia, no hay espera, porque no queremos vivir ni un minuto más del necesario en ese no saber, en ese peligroso y traicionero imaginar al que nos entregamos sin ninguna misericordia hacia nosotros mismos. Ante unas décimas de fiebre no pensamos en lo más probable, una virasis intrascendente; ¿y si fuera el comienzo de una meningitis, o de una sepsis, o de una infección por un virus letal? Y aunque este mecanismo de pensamiento ya existía antes de la pandemia por el coronavirus, la alarma institucionalizada ha legitimado el permanente estado de susto ante cualquier señal mínimamente sospechosa. No permitimos a nuestros síntomas responder a la lógica, o incluso a la estadística, porque por cualquier resquicio se cuela la duda, el y si…, por algo que nos suena o que hemos oído, o lo que es peor, porque hemos acudido a la red. Ansiamos la certeza de que estamos bien, de que nada malo nos va a ocurrir (a nosotros o a nuestro ser querido), queremos garantías, seguridades, para poder abandonarnos y dejar de preocuparnos. Pero no nos damos cuenta de cuán ridícula acaba siendo esa actitud, como calificaba Voltaire a la pretensión de obtener la certeza para superar la incómoda incertidumbre. Siempre habrá, al menos en medicina, una duda razonable con la que habrá que convivir, por muy molesta y desagradable que nos resulte, pero en eso consiste vivir. La vida planificada al milímetro, en la que todo está previsto y controlado, no existe, por fortuna, porque esos mundos ya los describieron autores como Huxley y no son como para desearlos, creo yo.
Por otra parte, es esa petición angustiosa de que nos devuelvan la seguridad que ha alterado una fiebre, un dolor, un malestar, unas crucecitas en un análisis, o una imagen dudosa en una prueba que nunca debió pedirse, la que lleva al profesional, o al sistema, a tratar de proporcionarla con más y más pruebas que aporten datos supuestamente objetivos que apoyen esa certeza de que no hay nada que temer. Procedimiento que no es en absoluto inocuo, por cierto. Y lo que no se dice es que el profesional es un ser humano que tolera igual de mal la incertidumbre, “la peor tortura para los médicos”5 en palabras del neurocirujano Henry Marsh. Y como aquel papelito pegajoso que nos traspasan y del que ahora somos nosotros los que no nos podemos desprender, el profesional se ve abocado a tratar de devolver la tranquilidad con los mínimos márgenes de duda a su paciente porque es lo que la mayoría esperan de él, y condenado a tragarse su propia incertidumbre, a no ser que caiga en la soberbia de creerse que efectivamente la ciencia y el conocimiento pueden acabar totalmente con ella.
La duda es dura y difícil para todos. Nos guste o no, hemos de convivir con la incertidumbre. Pero cómo nos cuesta. Entre otras cosas, porque es un fenómeno que anuncia la posibilidad de un cambio, y los cambios tampoco nos van. Mayoritariamente la sociedad bienestante prefiere que la vida transcurra dentro de unos cauces conocidos y previsibles, sin sobresaltos. Si conocemos bien el terreno que pisamos, nos sentimos más seguros, menos amenazados. Cuando se anuncia un cambio, de la índole que sea, ese terreno empieza a moverse, y tememos caernos, o no saber desenvolvernos en él. Invertimos grandes esfuerzos en eludir o evitar los cambios, resistiéndonos al flujo de la vida. Y si hace falta, recurrimos a la hostilidad, o a la defensa numantina para que todo siga igual.
Lo mismo ocurre en términos de salud. Nos resistimos a los cambios que puedan suponer pérdidas de salud y bienestar, y esa resistencia nos va a llevar a sufrir más, aunque no somos conscientes de ello. Nos abonaremos a la defensa mediante la negación (“no es cierto, no está sucediendo”) o mediante la confrontación, es decir, la lucha contra los acontecimientos, tanto si esa lucha tiene un sentido como si no lo tiene.
En el fondo, lo que traduce nuestra mala tolerancia al cambio y a la incertidumbre no es más que miedo. Miedo. Una palabra que aparecerá innumerables veces en este libro, porque está presente de un modo absolutamente determinante cuando hablamos de enfermedades y sus posibles consecuencias sobre nuestras vidas. Una palabra que ha sido capaz de paralizar al planeta entero en este último año.
El miedo es una fuerza poderosísima, como pocas. Se siembra (y se utiliza) con una pasmosa facilidad, anida en nuestras mentes como un virus invisible pero muy pernicioso que además es extremadamente contagioso y toma posesión de nosotros condicionando, y en qué medida, nuestras decisiones. ¿Cuántas de nuestras elecciones a lo largo del día, o de la semana, están subordinadas a alguno de nuestros múltiples temores, conscientes o inconscientes? Más de las que podemos suponer, y más de