¿Morirme yo? No, gracias. Joan Carles Trallero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joan Carles Trallero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416372904
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tabú, la prohibición, solo es un modo de hablar, una metáfora. Es obvio que no está prohibido morirse. O sí, a veces lo parece, a veces da la sensación de que efectivamente está prohibido morir, está prohibido sufrir, está prohibido enfermar, está prohibido envejecer… Cuando alguien se salta una prohibición, recibe una advertencia, o es castigado. ¿No es eso lo que hacemos? Nuestras advertencias y castigos vienen meticulosamente disfrazados de modo que no son reconocibles, y a menudo están revestidos de una sincera buena intención, e incluso de mucho amor. Pero acaban convirtiéndose en una penalización para quien ha osado romper la fantasía de que todo va bien y debe seguir yendo bien.

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      ¿De dónde procede esa negación? Entender por qué nos pasa lo que nos pasa puede ser de gran ayuda no solo para reconocer un problema e identificarlo, sino para ser mucho más comprensivos con nosotros mismos y con los demás, y al mismo tiempo empezar a trabajar una solución para salir del bloqueo en el que estamos inmersos, un bloqueo que a su vez será negado por muchos, porque hay muchas negaciones concatenadas dentro de la gran negación.

      Desde un punto de vista que abarque siglos de historia de la humanidad, el fenómeno es relativamente reciente, aunque no es de hace cuatro días. Es evidente que no siempre la hemos negado, que no siempre nos hemos comportado como ahora lo hacemos, y también que probablemente nunca la hemos temido tanto. Pero todo tiene su razón de ser, nuestra actitud ante la muerte ha evolucionado respondiendo a la propia evolución de la sociedad humana, y al estudiarlo comprendemos que todo tiene su lógica. Hagamos un rápido recorrido por la historia.

      Situémonos unos cuantos siglos atrás, en la época antigua hasta entrada la Edad Media, aunque los cambios en las actitudes nunca fueron bruscos y definitivos, y las diferentes visiones se entremezclaron y convivieron durante largos periodos. Imaginemos una sociedad en la que la media de supervivencia a duras penas alcanzaba los treinta años y en la que las familias solían tener numerosos hijos de los cuales la mayoría no llegaban a adultos. Las enfermedades infecciosas, y la mano del hombre (que siempre ha causado más muertes que la propia muerte), se ocupaban de que morir fuera algo habitual, que formaba parte de la cotidianeidad. En una sociedad en la que lo natural y lo sobrenatural convivían sin que hubiera unos límites claros entre ambos, la muerte no era una extraña a la que se hace el vacío, sino que cuando se presentaba era esperada y reconocida, y no era negada en absoluto (lo que no significa que se aceptara estoicamente). Era un acontecimiento comunitario y público, que se vivía con sencillez, y salvo que se produjera de manera súbita (por entonces la muerte más temida y vergonzante, ahora la más deseada), el hecho de reconocerla permitía la despedida y la toma de disposiciones. El hombre se sabía mortal, lo que constituía un destino común para todos, y como tal se vivía. Siglos más tarde, incluso el más célebre de los locos, Alonso Quijano, Don Quijote, la ve venir y muestra ante ella mayor clarividencia que la que había mostrado en vida.

      Avanzada la Edad Media, en una sociedad en la que el peso de la religión es abrumador y condiciona el día a día de todos, desde el siervo más miserable hasta el noble más poderoso, y en medio de un férreo orden establecido, la muerte empieza a ser considerada como algo no tan colectivo sino más personal. La conciencia de un juicio final en el que el hombre se jugará su destino eterno añade trascendencia y dramatismo al hecho de morir y a lo hecho en vida. La individualización de la muerte, primer paso hacia la soledad del morir, empieza a tomar protagonismo. Y también se hace su espacio el miedo, aunque sea a la condenación hasta el fin de los tiempos. Por otra parte, la contemplación del muerto ya empieza a resultar intolerable, por lo que se oculta a la visión. Y la tumba igualmente individualizada comienza a adquirir significación.

      El romanticismo (a partir de finales del siglo XVIII) abre un paréntesis en que la muerte llega a considerarse bella, hasta poética y deseable, como punto final a los sufrimientos. Pero esta belleza no deja de ser una ilusión, una máscara tras la que se pretende ocultar la realidad, en un nuevo avance hacia la negación. Paralelamente, el sentimiento que predomina y se impone a todos los demás es el dolor por la separación, que se traduce en una exacerbada expresión de las emociones. La muerte adquiere todo su dramatismo, la pérdida (la muerte del otro) resulta intolerable, y quienes sufren y sienten la pérdida, es decir, el entorno del moribundo, le roban a este el papel principal. El raudal emocional gira alrededor de los que se quedan, que sufren y no aceptan la muerte de su ser querido. Es la antesala de la gran negación.

      Será en la segunda mitad del siglo XIX cuando se da un paso decisivo hacia la fantasía. El dolor que produce la idea de la muerte del otro lleva a dar por hecho que al otro le producirá el mismo horror cuando se trate de su propia muerte, y por tanto lo más conveniente será ocultárselo, mentirle, y mantenerlo en la ignorancia. Todos sienten como su obligación moral escatimar la verdad al enfermo grave y que se encamina hacia su final. Ya no importa que se prepare, porque en la sociedad ya no pesan tanto las creencias religiosas, que se someten a los miedos, hasta el punto de no administrar la extremaunción hasta que el moribundo esté inconsciente. Es el germen de la llamada conspiración de silencio, admirablemente descrita por Tolstói en La muerte de Iván Ilich.

      La muerte ya no es pública, ni es esperada, ni es bella, ni es tolerada, sino que se ha convertido en algo que debe ocultarse para no ofender a los vivos. Y en ese contexto, la sociedad de principios del siglo XX atisba algo llamado bienestar, asociado a los diversos progresos que ha conllevado la transformación de la economía. La medicina entra en una nueva aurora, y con el descubrimiento de los primeros antibióticos como avance estrella, las cifras de mortalidad ahora sí pueden iniciar un vertiginoso descenso, solo interrumpido por la barbarie de las dos grandes guerras.

      Y en medio de esa fiebre por el bienestar y esa obsesión por pasarlo en grande, todo lo que suene a muerte o a algo que se le parezca no encaja, estorba, y debe ser relegado. Con el progreso de la medicina los hospitales ya no son meros morideros o depositarios de enfermos, sino que son lugares que ofrecen esperanza y posibilidades de tratamiento. Y las camas de sus hogares dejan de ser la ubicación normal de los enfermos, que son enviados a los hospitales para que se haga con ellos todo lo posible, y en caso contrario para que al menos se ocupen de ellos hasta el final. La medicina recibe el encargo no escrito de procurar que la muerte transcurra de un modo aceptable para los vivos, sin emociones, sin aspavientos, sin ruido, y por supuesto sin sufrimiento de ninguna clase, para nadie. La muerte ya no pertenece al moribundo, sino que ha sido entregada al sistema para que se haga responsable de ella y se convierte más en un fenómeno técnico que en un acontecimiento humano. La desmesurada confianza en la ciencia médica y en su presunta capacidad para cambiar el destino de los hombres y mujeres, aireada a bombo y platillo desde todos los medios y foros, hizo el resto.

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      La negación tiene diversas caras, como lo es el negarse a aceptar que una vida se acaba (y actuar en consecuencia), como lo es el escatimar la verdad o parte de la verdad al enfermo, como lo es empecinarse en una lucha a veces tan estéril como absurda, como lo es negarle al moribundo la posibilidad de prepararse, como lo es que en los tanatorios la mayor parte del tiempo uno no diría que está precisamente en un tanatorio, o como lo es que el duelo se convierta en una auténtica odisea para el doliente, recordatorio viviente para el resto de algo que les resulta desagradable y que tratan de finiquitar cuanto antes.

      La negación vino hace muchos años y lo hizo para quedarse, está firmemente instalada en nuestra sociedad en la que ha echado profundas raíces, y no va a ser nada sencillo sacarla de ahí. Además, tiene infinidad de defensores acérrimos, que harán lo imposible para que siga en su sitio, facilitando que sus vidas sean vivibles (o eso creen), y señalando como pájaros de mal agüero a quienes intentan abrir (y abrirles) los ojos. Y cuenta con poderosos aliados, como lo son el miedo al cambio, el miedo a la incertidumbre y, por supuesto, el miedo a la muerte.

      Quien niega no lo hace por mala fe. Quien miente no pretende hacer daño alguno, sino todo lo contrario. Quien protege (o se protege) hace lo que ha aprendido o lo que le han enseñado o lo que intuitivamente da por sentado que es lo correcto. Pero todos ellos están a un lado del muro, al otro lado las cosas se ven de distinta forma. Asomarse al muro puede dar respeto, es comprensible, pero ¿y si quienes se han asomado, porque la vida allí los ha conducido sin pedirles permiso, o porque