¿Morirme yo? No, gracias. Joan Carles Trallero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joan Carles Trallero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416372904
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teme soltar la tabla de salvación en el mar nos llevara en realidad hacia una liberación? ¿Y si abrirnos a cambiar nuestras ideas preconcebidas pudiera resultar útil para vivir nuestras vidas con mayor plenitud y serenidad? Yo estoy convencido de que es así.

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      Cualquier adicción se caracteriza por la necesidad de consumir algo de lo que no se puede prescindir, y esa necesidad empuja a comportamientos que pueden resultar no solo inapropiados sino incluso nocivos o claramente perjudiciales, tanto para el individuo y como para la comunidad en la que vive. El consumo incesante de bienestar es una de las adicciones preferidas de nuestra sociedad occidental. No solo eso, se considera un derecho que nos hemos ganado (habría que ver a costa de qué y de quiénes), y que por lo tanto nadie nos puede arrebatar. Ni siquiera la vida. Ni siquiera el ciclo de la vida. Y ese anhelo de bienestar no entiende de límites, ni entiende de calendarios, ni de circunstancias. No tiene caducidad. Y como se considera un derecho, el sistema tiene la obligación de seguirlo suministrando.

      La salud se relaciona con el bienestar. La falta de salud, con la ausencia de bienestar, o con la presencia de malestar. Esa falta de salud en cualquiera de sus formas puede conllevar algún tipo de sufrimiento, y eso en general no estamos dispuestos a aceptarlo. El sufrimiento no tiene cabida, lo consideramos inútil, un atraso, algo inaceptable en una sociedad científica avanzada como la nuestra. Aspiramos (y asombrosamente nos lo creemos) al control total del sufrimiento, al sufrimiento cero. Pedimos (o exigimos) solución para cualquier tipo de problema de salud (o que atribuimos equivocadamente a la salud desde el punto de vista biológico), porque nos sentimos con derecho a ello, y porque nos hemos vuelto absolutamente intolerantes con la adversidad o el sufrimiento. No soportamos ver sufrir a nuestros seres queridos, o ni tan siquiera imaginar que puedan sufrir. La simple idea nos genera tal desazón que acudimos al servicio de urgencias más próximo en busca de ayuda. Así educamos a nuestros hijos, tratando (inútilmente) de protegerlos y preservarlos de cualquier contrariedad que pueda causarles (supuestamente) sufrimiento. Y eso nos convierte en individuos frágiles y extremadamente vulnerables, de los que el miedo se apodera con facilidad.

      Pensar en la ausencia permanente de sufrimiento como ideal a perseguir y creer de verdad que eso es posible es una doble tragedia. En primer lugar, porque sencillamente no es posible. Y, en segundo lugar, porque eso va a determinar unas decisiones y una forma o filosofía de vida en la que el temor a perder lo que se tiene, incluida la salud, va a estar siempre presente y no contribuirá precisamente a que seamos más libres, ni más felices.

      Hace unos años, en el acto inaugural de un congreso nacional de cuidados paliativos, y ante una audiencia de más de mil profesionales, escuché estupefacto cómo uno de los ponentes, periodista invitado para más señas, nos echaba en cara haber fracasado como disciplina porque no habíamos logrado eliminar el sufrimiento al cien por cien. Y se quedó tan ancho. Al margen de que eso es en mi opinión una majadería, y de la inoportunidad de ofender a la mayor parte de los presentes, lo peor es que refleja una corriente de pensamiento existente entre nosotros: la de que el sufrimiento que se atiende en cuidados paliativos se puede eliminar del todo.

      Sin embargo, el sufrimiento es inherente a la condición humana. Nos guste o no, forma parte de nuestra vida. No se trata de buscarlo, ni de desearlo, ni de permitirlo cuando es controlable y reversible, pero de ahí a pretender que lo podamos eliminar siempre y del todo, hay un abismo. No es real. Suena a totalitario. Y atribuye a los profesionales de la sanidad un poder que no tienen, ni les corresponde.

      La enfermedad y la posibilidad de morir se convierten en monstruos informes frente a los que nos sentimos totalmente indefensos. Imágenes tétricas se instalan en nuestra atormentada mente, y nos bloquean e impiden analizar con un mínimo de serenidad la realidad. Y esa realidad con mucha frecuencia, sobre todo si las cosas se hacen bien, resulta ser considerablemente más llevadera. El miedo ancestral que llevamos pegado a la piel desde hace cientos de años es vulnerable al conocimiento y al acompañamiento, como la oscuridad se diluye con la luz. Pero hay que tener voluntad de encender una luz o dejar que otros la enciendan.

      Cuando a los familiares de V. se les informó de la inminente alta hospitalaria, y de que podían volver a casa, sus caras y sus palabras expresaron todos los temores que se les venían encima. La enfermedad de V. entraba en su recta definitiva, quedaba cuidarlo y acompañarlo hasta el final, que no se demoraría mucho tiempo. Lo que no entraba en sus previsiones era que eso pudiera suceder en su propio hogar. ¿Cómo iban a hacerlo? Necesitaría cuidados especializados, atención permanente, podían ocurrir muchas complicaciones, ellos no sabían, ellos no podrían, él iba a sufrir mucho y no habría un timbre que pulsar para que acudiera el personal de la planta.

      Se les explicó que no iban a estar solos, que un equipo de cuidados paliativos velaría por V. y por ellos, que dispondrían de un teléfono de contacto permanente y que siempre quedaba la posibilidad de volver al hospital. No del todo convencidos, aceptaron, aunque arrancando a los profesionales el compromiso de que el fallecimiento no debía producirse en casa bajo ningún concepto, y que por tanto cuando intuyeran que se acercaba el momento ingresarían a V. de nuevo en el hospital.

      Durante las semanas que V. fue atendido en su casa todo transcurrió en un progresivo clima de serenidad y confianza, se solventaron los problemas que aparecieron y se acercaron sin casi darse cuenta a aquel umbral que tanto temían. Y llegada la hora de tomar una decisión, y pensando ya de forma más liberada en lo que V. hubiera deseado, accedieron a quedarse en casa, donde V. murió, en su cama, acompañado de los suyos, y con los síntomas bien controlados por los profesionales que le atendían.

      Poco después, los mismos familiares que tanto se habían resistido a vivir el final de la vida de V. en casa reconocían que nunca hubieran imaginado que eso fuera posible, y que se sentían agradecidos y satisfechos por haberlo podido hacer.

      Vaya por delante que no siempre será posible que las cosas transcurran así, porque intervienen otras muchas variables que pueden hacerlo inviable por muy buena disposición que tenga la familia. El objetivo no es hacer apología de un modelo, sino poner de manifiesto cómo el miedo anticipado condiciona las decisiones. Y lo que es un hecho es que sí sería posible en un porcentaje muy superior al que evidencian las estadísticas si hubiera más soportes (de toda clase) que ayudaran a poner luz sobre ese miedo.

      Ninguno de nosotros es consciente de lo que es capaz de hacer hasta que se atreve o se ve obligado a hacerlo. Las familias desconocen su propia capacidad cuidadora hasta que se atreven a ponerla en práctica. Las familias desconocen hasta qué punto acompañar desde el amor y el afecto, allí donde el enfermo se encuentre, modifica la vivencia del tramo final de la vida de aquella persona a la que aman. A las familias les cuesta creer que lo que más necesita el enfermo no está al otro lado del timbre, sino que lo llevan ellos a cuestas, y solo se trata de dejarlo salir. Pero para ello hay que reconocer e identificar el propio miedo, dejarlo a un lado (lo que no significa no tener miedo), y aceptar humildemente que no es tiempo de cambiar la historia y los resultados sino de saber estar.

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      “No actúes como quien va a vivir diez mil años”, decía Marco Aurelio en sus Meditaciones hace unos cuantos siglos. Efectivamente, vivimos como si nunca fuéramos a morir, no lo contemplamos como una posibilidad real, ni siquiera como quien mira de reojo algo que está ahí, aunque no nos guste. La negación es eso. La muerte no está. Tarjeta roja. Expulsión y fuera del terreno de juego. Pero la muerte no