Que no se malinterpreten estas palabras. Hay un tiempo para luchar y resistir, y hay un tiempo para dejar de hacerlo. Lo difícil es distinguir entre lo que es razonablemente reversible y por tanto puede otorgar sentido a la lucha, y lo que no lo es y puede convertirse en un sinsentido. Pero una vez el enfermo ha decidido, sobre todo cuando la decisión es meditada, coherente con su historia de vida y sus valores, y no es producto de un pronto, debe respetarse. Por parte de todos. Familiares, amistades, y profesionales. Sin ejercer presiones ni chantajes.
Cuando a N. le diagnosticaron una grave recaída de su enfermedad tumoral, y le propusieron volver a tratarla con quimioterapia, no dijo inicialmente nada, porque en la fragilidad que se experimenta en una cama de hospital, y limitada por las consecuencias de la nueva acometida de la enfermedad, no era cosa de reaccionar así por las buenas. Pero su mente revivió la dureza del tratamiento al que ya había sido sometida, con éxito, varios años atrás. Y tomó conciencia de que su edad era otra, que su estado físico era otro y que, aunque no se lo dijeran con claridad, sus posibilidades esta vez también eran otras. Unos días después, manifestó a su hermano, persona más cercana a ella, que no deseaba seguir tratamiento, que había sido feliz, había tenido una buena vida, y no se veía con ánimo de pasar por lo que ahora le proponían. Su hermano, desde el respeto y el amor, lo entendió, y lo aceptó. No encontró la misma complicidad en alguno de los médicos que la asistían, pues veían como lo más natural intentarlo. Como tantas veces, era para lo que habían sido entrenados, para tratar de combatir la enfermedad y alargar la supervivencia. Pero se impuso su voluntad y el sentido común y complicidad de otros profesionales. Unas semanas después, moría en su cama, en su casa, en la que pasó ese tiempo de la manera que ella quiso, en paz y bien acompañada.
Hay que ser muy valiente para tomar una decisión así. Hay que ser muy valiente para aguardar tranquilamente (o no tanto), sin empezar a dudar de lo decidido, a que tu vida se vaya apagando. Hay que ser muy valiente para llevar la contraria a los médicos, que a menudo no se lo toman muy bien. Y hay que ser muy valiente para saber acompañar esa decisión desde el respeto, sin plantearte si tú lo hubieras hecho así, y sin juzgar. De esa valentía hemos de hablar.
Decía uno de los testimonios del documental Los demás días, de Carlos Agulló, que ella no quería luchar, ella quería vivir. Más claro, agua. La pregunta es: ¿en qué quieres invertir las últimas semanas o los últimos meses de tu vida? Eso, siempre y cuando aceptes que efectivamente son los últimos meses, porque en caso contrario, si no hay aceptación, si nos seguimos agarrando al sueño de que todo acabará bien, entonces la pregunta deviene absurda. Aceptar que la batalla no la puedes ganar no implica renunciar a vivir. Justo al revés, te libera para vivir como te dé la gana ese tiempo que reste, que ahora eres consciente de que es finito, pero que siempre lo había sido, para ti y para todos, con la diferencia de que mantenemos el pensamiento a raya bajo tierra. Vivir en lugar de luchar, cuando no le ves sentido a la lucha, te permite sentirte vivo en lugar de sentirte enfermo. Y pone el foco en tu persona y no en la enfermedad que padeces.
Pensemos en ello. Acompañemos a quien debe tirar de resistencia y fuerza de voluntad para tratar de seguir adelante. Acompañemos en la euforia o en el desfallecimiento, en la esperanza y en la duda, en la serenidad y en la rabia. Nuestra presencia, sin necesidad de lanzar arengas ni bravatas, ya servirá para infundir ánimos suplementarios a quien gracias a nosotros no se siente solo en su periplo. Y acompañemos también a quien decida dejar de pelear, y hagámoslo desde el respeto, e incluso protegiéndole de quienes intentarán que cambie de opinión desde sus propios miedos. Llegados a este punto, no hay decisiones buenas o malas, hay decisiones, y siempre que se tomen reflexivamente y desde la coherencia con uno mismo (y no con lo que los demás desearían), son válidas, aunque a nosotros no nos gusten.
Hace unos años me encontraba una calurosa tarde de junio en una sala de espera de radioterapia como acompañante. Nadie va a radioterapia porque sí. Nadie va por algo banal. Todas las personas que llenaban la sala lo hacían con su particular carga de sufrimiento. La sala estaba llena porque una avería había paralizado las máquinas y había desbaratado la programación prevista. A eso había que sumar que el aire acondicionado tampoco funcionaba. Todos aguardábamos de mejor o peor humor a ver si se podían reanudar las sesiones o si nos teníamos que volver a casa. Había allí una mujer muy mayor, de no menos de 80 años, con evidentes dificultades de movilidad (necesitaba de un andador), que empezó a hacer comentarios en voz alta, buscando la complicidad de los que como ella esperaban y esperaban. Algunas de sus ocurrencias arrancaron tímidas sonrisas en los presentes. Pero no se quedó ahí, siguió hablando…
Ella cree que no debería estar aquí. Ella piensa que a su edad y con los problemas que tiene para ir a cualquier parte, acudir cada día a este tratamiento es una molestia que podría ahorrarse. Si tampoco la va a curar. Si ella ya es muy mayor. “Pero mi familia me obliga a hacer todo lo que digan los médicos, que usted nunca hace caso de nada, que usted aún ha de vivir muchos años. A mí, que nunca me ha gustado que me fuercen a nada, y ahora...”.6
Así se toman a veces las decisiones. El temor de otros, los prejuicios de otros, la fantasía de otros, se impone a la voluntad del protagonista, a quien posiblemente ni se le pregunta o no se le toma en serio si manifiesta oposición. Sin mala intención, por supuesto, pero con consecuencias, que deberían tenerse en cuenta.
Resulta difícil decidir desde la negación, desde la perspectiva de quien elude la realidad, pero eso desemboca en que en ocasiones se usurpa al enfermo el propio derecho a decidir lo que quiere o no quiere hacer, y eso ya no es inocuo. Las decisiones están muy condicionadas y mediatizadas por todo lo ya expuesto. La sombra del tabú disfrazado de expectativas desajustadas es muy alargada. Y sería importante tomar conciencia de ello. Para saber dónde estamos verdaderamente. Para no hablar de libertades al tiempo que recortamos las de nuestros familiares o las de nuestros pacientes. El miedo no debería ser la eterna excusa para todo.
Ese mismo miedo también nos atenaza la vida y el vivir. Sin embargo, podemos desprendernos de él, o al menos de parte de él. La gran paradoja es que la aceptación de la finitud, de la temporalidad de nuestra existencia en este mundo, nos libera, porque la aceptación es mágica. Integrar nuestra mortalidad como un hecho del que somos conscientes no desencadena el terror, sino todo lo contrario, nos da el permiso para deshacernos de ataduras y para aprovechar la vida como el regalo que es, y nos hace por ello más agradecidos y más capaces de adaptarnos a los cambios. Nos atrevemos a relajarnos frente al factor tiempo sin pretender controlarlo. Y ese dejarse ir, que no deja de ser un acto de humildad, es así mismo un gran acto de amor y de generosidad. Disponernos a aceptar lo que viene liberándonos de una vez por todas del estéril empeño por dirigirlo todo a nuestro gusto nos conduce a una actitud de apertura en lugar de al victimismo que culpa de nuestros males a quien sea. Hacerlo es una decisión. Desde la intuición, desde el aprendizaje y la maduración, o desde la sabiduría innata, pero es una decisión que nos enfilará en dirección contraria a la que sigue la mayoría.
El miedo no habrá desaparecido, pero en lugar de ser un veneno paralizante se convierte en un estímulo, en un catalizador que nos pone en camino hacia una transformación. La auténtica aceptación de la temporalidad y de la mortalidad, la nuestra y la de quienes amamos, transforma nuestro paso por la vida. El objetivo no es no tener miedo a morir (y no me creo mucho a quienes lo afirman), el objetivo es convivir con él sin cederle el mando, y descomprimir aquellas virtudes humanas como la compasión, la ternura, o el mismísimo amor, que a menudo no se manifiestan pese a encontrarse latentes porque el miedo las mantiene bajo tierra. Esa descompresión facilita la fuerza expansiva de lo que nos caracteriza como humanos y hace la vida digna de ser vivida. Y el miedo se rinde ante esa expansión amorosa.