En la Iglesia, por contra, abundan los carismas y el interés por el bienestar ajeno, los “discípulos auténticos, en nombre de Cristo, después de haber recibido de Él la gracia, obran en provecho de los demás hombres, según el don que cada uno ha recibido. Unos arrojan con firmeza y verdad a los demonios de manera que a menudo aquellos mismos que han sido purificados de los espíritus malignos abrazan la fe y entran en la Iglesia; en cambio otros tienen un conocimiento anticipado del porvenir, visiones y palabras proféticas; otros, en fin, por medio de la imposición de manos curan a los que sufren alguna enfermedad y les devuelven la salud; e incluso, como hemos referido ya, han resucitado algunos muertos que han permanecido con nosotros durante muchos años. ¿Y qué más? No es posible contar el número de carismas que a través del mundo entero la Iglesia ha recibido de Dios y que, en nombre de Jesucristo crucificado bajo Poncio Pilato, pone en acción cada día para el provecho de los gentiles, no engañando ni reclamando ningún dinero de nadie, porque tal como ha recibido ella gratuitamente de Dios, así distribuye también gratuitamente lo que ha recibido” (II, 32,4). “En la Iglesia actúan para bien de los hombres la misericordia, la piedad, la fortaleza y la verdad; y todo ello se realiza no solo sin recompensa y gratuitamente, sino que nosotros mismos damos nuestros bienes para la salvación de los hombres y a veces los enfermos, porque carecen de ello, reciben de nosotros lo que necesitan. En realidad el comportamiento mismo de los herejes prueba que son completamente extraños a la naturaleza divina, a la bondad de Dios y al poder espiritual; están en cambio repletos de toda clase de falsedad, de espíritu de apostasía, de actividad demoníaca y de engaño idolátrico” (II, 31,3).
Hemos empleado el término jerarquía (literalmente “gobierno sagrado”), por seguir el formalismo vigente, pero aplicada a Ireneo y a los primeros siglos del cristianismo hay que precisar que en ellos el episcopado no es esencialmente la Iglesia, sino el portador de la verdad histórica; toda la congregación creyente recibe el Espíritu Santo (Adv. haer. V, 32,2; IV, 36,2; III, 3,2) y pasa a ser el nuevo pueblo santo de reyes y sacerdotes para Dios (V, 34,3; IV, 8,3).
Para Ireneo la Iglesia es el nuevo paraíso en la tierra: La Iglesia ha sido plantada como un huerto en este mundo, donde se ofrece la fruta inmaculada de la Palabra de Dios, complementada con su amor al prójimo y cuidado desinteresado de los necesitados. “Comeréis de todo árbol del jardín, dice el Espíritu de Dios, es decir: Comed de toda Escritura del Señor, pero no comáis del árbol de la autosuficiencia, ni toquéis para nada la disensión de los herejes” (Adv. haer. V, 20,2), pues ellos hacen “violencia a las bellas palabras de las Escrituras, para adaptarlas a sus invenciones criminales y maltratan las Escrituras” (I, 9,3). Y “no contentos con no decirnos nada sano, profieren extravagancias” (I, 30,6). Es decir, la lucha encarnizada entre herejes y ortodoxos no es por el control del poder eclesiástico, sino por la interpretación correcta de la Escritura, sin caer en la fantasía sin fundamento de aquellos que buscan su promoción personal, con la enfermiza pretensión de haber descubierto secretos nunca antes a nadie revelados. ¿No nos suena esto hoy extrañamente familiar?
Marción y el rechazo del Antiguo Testamento
Marción no es propiamente un gnóstico. No hay en él nada de la especulación de Valentín, Basílides u otros. Según los marcionitas la salvación se obtiene por la fe, no por la gnosis. Marción es cristiano, no un pagano con ideas cristianas. Quiere ser un seguidor del Evangelio de Jesucristo y tan radical que al encontrar discrepancias entre la ética del Antiguo y del Nuevo Testamento cree su obligación romper con el judaísmo, porque en su manera de ver el Dios hebreo es un Dios malo, crea al hombre débil y deja que el diablo le tiente y esclavice, para entregarle al pecado y a la muerte. Este Dios envía a los hombres toda clase de desgracias; es celoso, justiciero, vengativo, cruel e injusto, que castiga las faltas de los padres en sus hijos; permite a los judíos saquear, robar y asesinar a sus enemigos. Es un Dios sanguinario y el cristiano hará bien en romper con él.
Pero Marción no se detiene ahí y también se cree obligado a romper con parte del Nuevo Testamento para quedarse solo con el Evangelio de Lucas y diez cartas de Pablo. Marción escribió un complicado tratado titulado Antitheses, en el cual presentaba las discrepancias entre las palabras de Jesús y las de los profetas. Las Antitheses empezaban con una proclamación de carácter absolutamente único del Evangelio: “Oh milagro tras milagro, éxtaxis, poder, y maravilla tal, que uno nada puede decir acerca de ello, ni pensar en ello, ni compararlo con nada”. No cabía compararlo con el Antiguo Testamento. Jesús no era hijo de José ni de María; hablaba de su “madre” para referirse a los que “oyen la palabara de Dios y la siguen” (Lc. 8:21). Jesús enseñó contra la ley y los profetas (Lc. 4:22) y al tocar a un leproso quebrantó la ley (Lc. 4:40).
Según Hipólito, mientras Marción se hallaba en Roma recibió la influencia de un maestro gnóstico llamado Cerdón –de aquí su clasificación entre los gnósticos–, que enseñaba que el dios justo proclamado por la ley y los profetas no era el buen Padre de Jesús, aunque es probable que Marción ya sostuviera estas ideas por sí mismo.
Su mensaje tuvo un éxito increíble, llegó a formar una verdadera iglesia paralela con sus obispos y mártires. También tuvo sus herejías y sectas, aunque con el paso del tiempo terminó por extinguirse. La refutación más contundente y significativa por parte ortodoxa fue la de Tertuliano, Adversus Marcionem. También Ireneo, Orígenes y el resto de los autores contemporáneos.
La afirmación de dos dioses no podía conjugarse con el monoteísmo cristiano, la contraposición del Dios del Antiguo con el Nuevo Testamento no resistía la exégesis de los mismos textos aceptados por Marción ni la lógica de la historia de la salvación presente en ambos testamentos. Ireneo demuestra hasta la saciedad la unidad de Dios en todas las economías o dispensaciones que van de la creación a la consumación o recapitulación del mundo gracias a la obra redentora de Cristo. “Todas las Escrituras, tanto proféticas como evangélicas –que pueden escucharlas todos igualmente, aunque no las crean todos de la misma manera– proclaman claramente y sin ambigüedad que un solo y único Dios, con exclusión de cualquier otro, ha hecho todas las cosas por medio de su Verbo, las visibles e invisibles, las celestes y las terrestres, las que viven en las aguas y las que se arrastran bajo tierra. Como hemos demostrado por las palabras mismas de las Escrituras; por su parte el mundo mismo donde estamos, por lo que nos ofrece a nuestras miradas, atestigua también que es uno solo Aquel que lo ha hecho y lo gobierna. Cuán estúpidas aparecerán las gentes que, en presencia de una manifestación tan clara, se ciegan y no quieren ver la luz de la predicación (II, 27,2).
El gran error de Marción fue no querer hacer justicia a la unidad de Dios en ambos Testamentos, haciéndose fuerte en textos ciertamente llamativos y escandalosos desde el punto de vista ético, cerrando los ojos a la visión de conjunto del plan salvífico de Dios que recorre todos los tiempos o economías como hará Ireneo. Resulta difícil de comprender que Marción cayera en un error tan elemental para la fe cristiana como es la unidad de Dios. “Los discípulos de Marción blasfeman ya de entrada contra su Creador, diciendo que es el autor del mal; su tesis básica es tanto más intolerable cuanto que afirman que existen dos dioses separados entre sí por naturaleza, del tal manera que el uno es bueno, y el otro es malo) (III, 12,12). En este sentido, Marción es plenamente gnóstico, y su solución a la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento; el Dios de los judíos y el Padre de Cristo, es absurda. Porque, como hace notar Ireneo, si “el progreso consiste en imaginar falsamente a otro Padre diferente del que fue anunciado desde el principio, este progreso será lo mismo que imaginar un tercer Padre, después del que uno cree haber hallado en segundo lugar, luego un cuarto, después del tercero, y luego otro y otro” (IV, 9,3).
Por su parte, los escritores ortodoxos apenas si tocaron los temas concretos de la polémica suscitada