Ireneo acusa al gnóstico Valentín de plagiar las fábulas de Aristófanes en su Teogonía sobre la creación y el nacimiento de los dioses (II, 14,1). Los profundos e inenarrables misteriores gnósticos no hacen sino repetir con una jerga artificiosa lo dicho en los poemos de Hesíodo y Píndaro. “Los herejes no hacen más que repetir los dichos de los poetas y son de la misma raza y del mismo espíritu que ellos” (II, 21,2).
El descubrimiento de la biblioteca de Nag Hammadi nos ha puesto al alcance de la mano los mismos libros de los herejes que Ireneo tuvo en la suya, y cualquiera que esté un poco familiarizado con la lectura del Nuevo Testamento observará a primera vista la gran diferencia que existe entre los Evangelios canónicos y los apócrifos, en los que la persona histórica de Jesús de Nazaret no significa nada. Sorprende que se pueda afirmar con seriedad que la Iglesia primitiva manipuló una y otra vez los dichos de Jesús, mientras que los Evangelios gnósticos se encargaron de conservarlos (Marwin W. Meyer, Las enseñanzas secretas de Jesús, p. 17. Ed. Crítica, Barcelona 2000).
Es una ironía de la historia que los que más critican la contaminación del pensamiento filosófico en áreas tan puntuales como la Trinidad, la divinidad de Jesús, la inmortalidad del alma, son los primeros en dejarse arrastrar por corrientes de pensamiento contrarias a la enseñanza primitiva del cristianismo. Sorprende que conceptos como el “matrimonio celestial” reaparezca siglos después en sectas como la Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días.
Harnack llamó a los gnósticos los “primeros teólogos del cristianismo”, definición muy discutida y negada por los especialistas; más correcto me parece la comparación que hace de ellos Elémire Zolla con el zen: “Los gnósticos son a los cristianos lo que al budismo el zen” (Los místicos de Occidente, vol. I. Paidós, Barcelona 2000). No hay duda, como hizo notar R. Seeberg en su día, que los gnósticos manifiestan un evidente entusiasmo por las formas religiosas de Oriente. Más agudo, Hans Jonás compara el pathos gnóstico al nihilismo de Nietzsche y al existencialismo moderno (El principio vida, cap. “Gnosticismo, existencialismo y nihilismo”, Trotta, Madrid 2000).
Ireneo no se enfrenta a los gnósticos por el recurso que hacen a la enseñanza “secreta” de Jesús, verdadero cajón de sastre donde caben todas las cosas, sino porque esa enseñanza, secreta o manifiesta, no guarda ni el mínimo parecido con el testimonio apostólico, digno de mayor crédito en cuanto a cercanía a la persona de Jesús. Por el contrario, refleja una transvaloración de hechos y creencias empeñada en hacer creer que las cosas no son como fueron: Cristo y Jesús son dos personas distintas; no hubo pasión, muerte y resurrección del Salvador; todo en la vida de Jesús fue apariencia, hacer como si se cansara, llorara, ignorase… A la figura de Cristo Jesús se le somete a un proceso de mitologización anacrónico, ya llevaba años condenado a la muerte, mientras que el Jesús del escándalo y la locura de la cruz irrumpía como una promesa de vida nueva nunca antes conocida. De alguna forma los gnósticos intentaron salvar el odre decadente del paganismo mediante el vino nuevo del Evangelio, que rompió todas sus costuras. “La doctrina que introducen es nueva –escribe Ireneo–, en cuanto que ha sido elaborada ahora con un arte nuevo, pero es antigua e inservible, puesto que ha sido extraída de antiguas creencias que no exhalan más que ignorancia y negación de Dios” (Adv. haer. II, 14,2). Y cita a poetas y filósofos en cuyos textos se basan los gnósticos para elaborar sus teorías: Teófanes, Homero, Hesíodo, Tales de Mileto, Anaxágoras, Demócrito, Epicuro, Demócrito, Platón, Empédocles, Pitágoras, Aristóteles.
Los gnósticos son condenados, pues, por su paganización del cristianismo, por su desbocada fantasía, no porque representen una supuesta tradición más pura y auténtica del verdadero Jesús que supuestamente la jerarquía eclesial tenía interés en ocultar.
Uno de los efectos más lamentables del gnosticismo, como observa Frederick Copleston, fue suscitar una decidida batalla contra la filosofía helenística por parte de aquellos escritores cristianos que exageraban las conexiones entre gnosticismo y filosofía griega, a la que consideraban como el semillero de las herejías, sin querer distinguir las “vanas filosofías-gnosticismo”, de los escritos canónicos, de la auténtica filosofía (F. Copleston, Historia de la filosofía, vol. 2, p. 36. Ariel, Barcelona 2000, 4ª ed. Cf. A. Ropero, Filosofía y cristianismo, cap. 2, CLIE, Terrassa 1997).
Gnósticos versus jerarquía
En casi todos sus escritos, la profesora Elaine Pagels ha intentado demostrar con acopio de datos, partiendo de una base verosímil, que política y religión coinciden en el desarrollo del cristianismo, de modo que la insistencia ortodoxa en un solo Dios daba simultáneamente validez al sistema de gobierno en virtud del cual la Iglesia está regida por un solo obispo. Parece ser que el desarrollo del episcopado monárquico (literalmente “gobernante único”) fue una consecuencia primaria del conflicto con el gnosticismo y otros cismas. Así las cosas, ¿pudieron ciertos movimientos gnósticos representar la resistencia a dicho proceso? ¿Pudieron los gnósticos estar entre los críticos que se oponían al desarrollo de la jerarquía eclesiástica? La evidencia demuestra que así se vieron ellos mismos. El autor del Apocalipsis de Pedro dice: “Otros, ajenos a nuestro grupo, se llaman a sí mismos obispos y también diáconos, como si hubieran recibido su autoridad de Dios. Esta gente son canales sin agua” (Apocalipsis de Pedro, 79, 22-30).
Los seguidores de Valentín compartían una visión religiosa de la naturaleza de Dios lejana y no impositiva, ni coercitiva –negación del infierno y condenación eterna–, que para ellos resultaba incompatible con el gobierno de los obispos y diáconos de la Iglesia católica, organizados por distritos a semejanza de la división de la administración imperial, por lo cual opusieron resistencia al mismo. “A la inversa, las convicciones religiosas de Ireneo coincidían con la estructura de la Iglesia a la que defendía” (E. Pagels, Los evangelios gnósticos, p. 89. Ed. Crítica, Barcelona 1972). Esto confirma el análisis de la profesora Margaret Macdonald cuando dice que el combate contra la falsa doctrina no fue puramente doctrinal, sino que encerraba complejidad de factores sociales relacionados con la posición de la Iglesia en el contexto grecorromano. Qué duda cabe que el conflicto provocó la formación de estructuras estabilizadoras de la vida de la comunidad, reforzando la autoridad de los responsables (cf. M. Y. Macdonald, Las comunidades paulinas, p. 328. Sígueme, Salamanca 1984).
El desarrollo histórico del cristianismo muestra sin lugar a dudas que la evolución del gobierno eclesial desde los tiempos apostólicos es requerido por la verdad misma que está llamado a conservar y transmitir en la unidad de la fe (2 Ti. 2:2). Las diferencias de opinión, las divisiones, las herejías y los cismas, exigen y crean indirectamente una autoridad jerárquica de gobierno y magisterio garante de la doctrina primitiva y de la unidad con los primeros testigos. La jerarquía, por decirlo así, no crea esta o aquella idea de Dios o de la salvación, sino que es creada por ella. De no haber existido un “depósito” (2 Ti. 1:14) que conservar, la “jerarquía” hubiera carecido de sentido. La preocupación última de Pablo, líder carismático donde los haya, es la transmisión incorrupta de la fe. Pablo es el primero, sin embargo, en angustiarse por la conservación del Evangelio, ya que la experiencia le dice que muchos desaprensivos, sin amor al pueblo, levantarán partidos y errores en beneficio propio. Es la existencia de estos personajes mentirosos y sin conciencia, tan presentes en muchas sectas actuales, lo que llevó a las primeras iglesias a cerrar filas en torno a sus pastores. He aquí las palabras de Pablo: “Mirad por vosotros y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la Iglesia del Señor, la cual ganó por su sangre. Porque yo sé que después de mi partida entrarán en medio de vosotros lobos rapaces, que no perdonarán al rebaño; y de vosotros mismos se levantarán hombres que hablen cosas perversas, para llevar discípulos tras sí” (Hch. 20:28-30). En la temprana carta de Ignacio a los Esmirnenses, pide que observen bien “a los que sostienen doctrina extraña respecto a la gracia de Jesucristo que vino a