Reyes de la tierra salvaje (versión latinoamericana). Nicholas Eames. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Nicholas Eames
Издательство: Bookwire
Серия: La banda
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874793140
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rescatado a varias princesas. Y también habían matado a una docena de nigromantes. ¿Quién llevaba la cuenta de esas tonterías? Tampoco es que le importase mucho, porque no estaba de humor para contar historias. Ni para ponerse a desenterrar lo que tanto le había costado tapar y que luego se había esforzado aún más en olvidar.

      —Lo siento, chico —le dijo a Pip antes de terminar la cerveza—. Listo. La que te había prometido. —Le dejó unas monedas de cobre por la bebida y esbozó lo que esperaba que fuese un último adiós a Pecas y a Pelusa.

      Se abrió paso hasta la puerta y dio un largo suspiro cuando salió a la fría tranquilidad del exterior. Le dolía el cuerpo de estar sentado, por lo que estiró la espalda y el cuello y alzó la mirada hacia las primeras estrellas que empezaban a divisarse en el firmamento.

      Recordó que el cielo nocturno lo hacía sentirse pequeño. Insignificante. Y que por eso había intentado alcanzar la grandeza, con la idea de poder algún día mirar la vasta extensión de estrellas sin sentirse abrumado por su esplendor. Pero no había funcionado. Apartó la mirada del cielo del atardecer y empezó a caminar de regreso a casa.

      Intercambió unas palabras con los guardias de la puerta occidental. Les preguntó si sabían algo sobre ese centauro que alguien había visto cerca de la granja de los Tassel; también qué tal había ido esa batalla del oeste, y sobre esos pobres diablos que habían quedado atrapados en Castia. Cosas turbias. Muy turbias.

      Siguió el camino con cuidado de no torcerse el tobillo en los surcos. Los grillos cantaban en la hierba alta que crecía a ambos lados del sendero; la brisa soplaba en los árboles que se alzaban sobre él y su murmullo era como el de la marea. Se detuvo a un lado del camino, junto a una capilla dedicada al Señor del Estío del Verano y tiró una insulsa moneda de cobre a los pies de la estatua. Después de unos pasos más y de un momento de titubeo, volvió atrás y tiró otra. Fuera de la ciudad el ambiente estaba mucho más oscuro, y Clay reprimió las ganas de volver a mirar al cielo.

      “Será mejor que mantengas los pies en la tierra y dejes atrás el pasado”, pensó. “No te va mal y tienes lo que querías, ¿no es así, Cooper? Una hija, una esposa, una vida tranquila”. Llevaba una vida honrada. Una vida cómoda.

      Casi le pareció oír cómo Gabriel se burlaba de él. ¿Honrada? Las cosas honradas son aburridas, habría dicho su viejo amigo. La comodidad es anodina. Pero Gabriel se había casado mucho antes que él. Hasta había tenido una hija que a estas alturas ya sería toda una mujer.

      Y vio al fantasma de Gabe en un rincón de su mente, dedicándole una sonrisa con esa apariencia joven, fiera y gloriosa de antaño:

      —Fuimos grandes como gigantes —dijo—. Famosos. Y ahora...

      —Ahora no somos más que unos ancianos cansados —murmuró Clay a la soledad de la noche. ¿Qué tenía eso de malo? En su época se había topado con gigantes de verdad, y casi todos eran idiotas.

      A pesar del razonamiento anterior, el fantasma de Gabriel lo siguió durante la vuelta a casa, lo adelantó mientras le guiñaba un ojo, lo saludó al acercarse a la valla del vecino y se quedó agazapado como un mendigo a la entrada de su hogar. Pero el Gabriel que Clay veía ahora no tenía nada de joven, no parecía particularmente fiero y lucía tan glorioso como un viejo tablón de madera atravesado por un clavo oxidado. De hecho, tenía un aspecto terrible. Se levantó y sonrió al ver que él se acercaba. Clay nunca había visto a un hombre con el semblante tan triste en toda su vida.

      La aparición pronunció su nombre, un sonido que a Clay le resultó tan real como el canto de los grillos y como el susurro de la brisa agitando los árboles del camino. Y luego se le quebró la sonrisa y Gabriel —un Gabriel real y corpóreo— se derrumbó en sus brazos y empezó a llorarle en el hombro, mientras se aferraba a él como un niño que tiene miedo de la oscuridad.

      —Clay —dijo—. Necesito tu ayuda... Por favor.

      2

      Entraron después de que Gabriel se recuperara. Ginny se alejó de los fogones con los dientes muy apretados. Griff se acercó entre brincos, sin dejar de agitar su cola rechoncha. Le dedicó a Clay un olfateo somero y luego empezó a oler la pierna de Gabe como si fuese un árbol lleno de orín, algo que no estaba muy lejos de la realidad.

      Sin duda su viejo amigo se encontraba en un estado lamentable. El pelo y la barba eran una maraña y sus ropas, unos andrajos mugrientos. Tenía las botas llenas de agujeros, y del cuero estropeado de la parte delantera sobresalían unos dedos gordos y sucios. No dejaba de mover y retorcer las manos y de jalar abstraído del dobladillo de su túnica. Pero lo peor de todo eran sus ojos. Los tenía hundidos en un rostro macilento, impasible y turbado, como si, mirase donde mirase, solo viera cosas que no deseara ver.

      —Griff, ya basta —dijo Clay.

      Al oír su nombre, el perro alzó la negra cabeza de ojos ansiosos y lengua rosada y colgante. Griff no era la criatura más agraciada del mundo y servía para poco más que lamer comida de un plato. No sabía arrear un rebaño de ovejas ni hacer salir de su escondite a un urogallo, y era probable que si alguien irrumpía en la casa fuese más propenso a traerle las pantuflas que a echarlo. Pero Clay no podía evitar sonreír al verlo (sí, era así de adorable, el muy maldito) y eso era lo que importaba de verdad.

      —Gabriel —dijo Ginny al fin después de la sorpresa, aunque no se movió de donde estaba. Tampoco sonrió ni se acercó para darle un abrazo.

      Él nunca había llegado a importarle demasiado. Clay pensó que seguro que culpaba a su viejo compañero de banda de todas las malas costumbres (las apuestas, las peleas, el exceso de bebida) que ella había intentado hacerle olvidar durante los últimos diez años, y también de las otras malas costumbres (masticar con la boca abierta, olvidar lavarse las manos, estrangular a gente de vez en cuando) que aún no había conseguido quitarle.

      También recordaba las pocas veces que Gabe había ido a su casa en los años transcurridos desde que lo dejó su esposa. En esas ocasiones aparecía con un gran plan bajo el brazo, maquinaciones para volver a reunir a la vieja banda y recorrer otra vez los caminos en busca de fama, fortuna y aventuras sin duda imprudentes. Decía que al sur había un pueblo que necesitaba ayuda con un draco devastador, o que había que vaciar una madriguera de lobos en el Bosque de los Lamentos, o que una anciana de un lejano rincón del reino necesitaba ayuda para levantar la ropa limpia y que ¡solo los mismísimos Saga podían socorrerla!

      Clay no necesitaba sentir la mirada dura de Ginny clavada en su nuca para rechazar ese tipo de ofrecimientos ni para darse cuenta de que Gabriel echaba de menos cosas que nunca volvería a tener, como un anciano que se aferra a los recuerdos de los mejores años de su juventud. Eso era justo lo que pasaba, pero Clay sabía que la vida no funcionaba de esa manera. Sabía que no era un círculo que te obligaba a recorrer el mismo camino una y otra vez. Era más bien un arco con una trayectoria tan inexorable como la del sol al surcar los cielos, destinado a comenzar a caer justo cuando se encuentra en el momento álgido y más resplandeciente.

      Parpadeó al darse cuenta de que había empezado a divagar. Le pasaba a veces, y le habría gustado poder expresar mejor esos pensamientos. De saber hacerlo, habría parecido un bastardo inteligente, ¿verdad?

      En lugar de eso se quedó con rostro embobado, mientras el silencio entre Ginny y Gabriel se prolongaba de manera muy incómoda.

      —Pareces hambriento —dijo ella al fin.

      Gabriel asintió sin dejar de retorcerse las manos con ansiedad, y ella suspiró.

      Luego su amable, encantadora y maravillosa esposa le dedicó una sonrisa forzada y volvió a tomar la cuchara de la cacerola que había estado vigilando justo antes de que llegaran.

      —Siéntate —dijo por encima del hombro—. Te daré de comer. He preparado el plato favorito de Clay: estofado de conejo con champiñones.

      Gabriel parpadeó.

      —Él odia los champiñones.

      Clay se apresuró a responder