Clay se apartó el pelo de la frente sudorosa. El enfrentamiento había sido breve, pero lo había dejado agotado.
—Es complicado —respondió.
Moog se sentó en la cama y colocó las manos sobre las rodillas:
—La hija de Gabe está atrapada en Castia. Vamos a ir a rescatarla y nos gustaría que nos acompañaras.
—Es un buen resumen —dijo Clay, encogiéndose de hombros.
Matrick se puso pálido.
—¿Castia? ¿Qué hacía Rosa en Castia?
—Bueno, eso ya es más difícil de explicar... —empezó a decir Clay.
—Está en una banda —respondió Gabriel. Había comenzado a retorcerse las manos otra vez, como un indigente frente a las puertas de una capilla—. Marchó hacia allí cuando la República pidió ayuda para combatir a la Horda.
—Bien, sí —convino Clay—. Se podía resumir así sin problema.
—¡Estamos reuniendo a la banda! —exclamó Moog—. ¡Piénsalo, Matty! ¡Como en los viejos tiempos! ¡Los cinco reunidos y de camino al Corazón de la Tierra Salvaje!
Matrick gruñó y se frotó los ojos con la palma de las manos. A pesar de todos los años que había pasado rodeado de lujos, el tiempo no había sido benévolo con el rey de Agria. Su pelo negro tenía mechones blancos y empezaba a ralear, y las canas de su bigote adornaban un rostro rechoncho. Parecía cansado, pero Clay supuso que se debía a que se encontraba dormido cuando cuatro hombres aparecieron de repente en su dormitorio a través de un espejo mágico y comenzaron a golpearse con escudos, mazas y unas erecciones absurdamente incoherentes.
—¿Matty? ¿Qué te parece el plan, amigo? —Moog parecía muy desconcertado por la falta de entusiasmo del rey.
—No... no puedo hacerlo, Moog. No puedo. Lo siento.
El mago parecía completamente abatido. Clay pensó que Matrick era el único de los antiguos integrantes de Saga que había demostrado algo de sentido común, pero luego empezó a sentir una fría punzada que se extendía por sus entrañas: decepción.
Se dio cuenta de que esperaba que Matrick dijera que sí. Una parte de él había creído (sin tener mucha razón para afirmarlo) que si Gabriel lo había convencido a él para acompañarlo en aquella misión suicida a Castia, entre los dos sin duda podían convencer al resto de la banda. Tenía sus dudas sobre Ganelon, claro, pero no sobre Matrick, que quería a Gabe como a un hermano y en el pasado había sido el más audaz de todos.
El rey se dirigió a Gabriel:
—Lo siento mucho, Gabe, pero estoy ocupadísimo. Tengo que preocuparme de Lilith y de los niños, ya sabes. Eso sin tener en cuenta el reino que tengo que gobernar, una guerra en la frontera que parece inevitable y un maldito concilio que tendrá lugar mañana. Si no fuera así...
—¿El Concilio de los Reinos es mañana? —preguntó Gabe, que de pronto se había puesto alerta.
Matrick se pasó la mano por el pelo ralo.
—Sí, mañana. En Lindmoor. Y ese desgraciado de Obolon Han estará presente. Estuvimos a punto de llegar a las manos la última vez que nos vimos, y las tensiones con Cartea no han dejado de aumentar desde entonces. Miren, ese “Duque de los Confines” ha elegido un momento terrible para... para lo que sea que pretenda con este maldito concilio.
Gabriel lo escuchaba sin dejar de mordisquearse un nudillo con inquietud y con la mirada perdida. Cuando el rey terminó de hablar, preguntó:
—¿Podemos ir? Me gustaría ver a ese duque con mis propios ojos. Quizá pueda convencerlo de que deje escapar de Castia a los mercenarios de Grandual.
—Pues... sí, claro —respondió Matrick—. No veo por qué no. Bueno, primero tengo que comentárselo a Lilith, eso sí.
En ese momento entró en la habitación la reina de Agria, como un espíritu malévolo que hubiese acudido al oír su nombre. Solo llevaba puesto un camisón y, aunque había envejecido varios años y dado a luz a muchos hijos desde la última vez que Clay la había visto, nada había sido capaz de arrebatarle su imponente (y severa) belleza. Ni siquiera el hecho de que la situación con la que acababa de encontrarse estaba muy lejos de parecerle agradable. La seguía un hombre muy musculoso que, por alguna extraña razón, no llevaba camisa, aunque sí traía consigo un gesto protector en el rostro y una espada muy grande en la mano.
—En el nombre de Vail, ¿qué pasa aquí? —exclamó Lilith.
—¡Lilith! —Matrick dio un paso hacia su esposa, pero se detuvo cuando el guardia sin camisa se interpuso entre ellos—. Había un asesino, pero los chicos... Recuerdas a los chicos, ¿no?
Dedicó una mirada fría a los tres hombres que habían arriesgado sus vidas para rescatarla hacía ya unos veinticinco años.
—¿Qué hacen aquí?
El rey se retorció las manos de la misma manera que Gabe lo había hecho hacía unos instantes.
—Bueno, pues lo cierto es que llegaron a través de ese espejo de ahí. —Su voz era una mezcla de súplica y calma. Clay se imaginó que era el mismo que usaría un perro parlante para explicarle a su amo por qué había cagado en la alfombra.
—No te pregunté cómo han llegado, cariño —dijo Lilith, con voz dulce como la miel envenenada—. Te pregunté qué hacen aquí.
—Claro, sí. Bueno, han pasado porque están de camino a Castia.
—¿Castia? —articuló la palabra como si le diera asco—. ¿Por qué?
—Pues... porque... —El rey miró a Clay con nerviosismo.
—Es complicado —respondió Clay.
***
En el bar de Coverdale había un plato llamado Desayuno del Rey. Consistía en unos huevos semicrudos pegados al fondo de una sartén de hierro fundido, aderezados con mucha pimienta negra y una salsa roja y espesa que Shep llamaba sangre de tomate. Lo servían con una hogaza de pan bien tostada y, si uno tenía suerte, unas pocas rodajas de pera más estropeadas que el ego de un bardo mediocre.
No les sorprendió nada comprobar que el verdadero desayuno de un rey quedaba muy lejos de lo que creía Shep. Entre los platos más destacados que había en la mesa de Matrick a la mañana siguiente figuraban varias columnas tambaleantes de esponjosos y doraditos hot cakes empapados de diversos jarabes, unas hogazas humeantes de un pan que hacía la boca agua, todo acompañado de unos platos de porcelana fina llenos de mantequilla con sal, unas tostadas perfectas servidas con todo tipo de mermeladas: de arándanos, fresas, frambuesas, moras, albaricoques, uvas, higos y algo más, que Moog no era capaz de pronunciar sin que le asomase una risita entre los labios. También había trozos de panceta, salchichas jugosas y huevos tan grandes y frescos que Clay creía haber oído a las gallinas que acababan de ponerlos detrás de la puerta de la cocina.
De beber habían servido jugo recién exprimido —de manzana, naranja o arándano rojo— y también un vino blanco seco, té de aromas florales, agua fresca con sabor a lima y hasta un café fantrano que Matrick bebía como si fuese el antídoto de un veneno que le ardiera en las venas.
Clay lo consideraba uno de los mejores desayunos de su vida, al menos hasta que Lilith, que se había sentado frente al rey en el otro extremo de la mesa, anunció que estaba embarazada.
La noticia tomó al rey por sorpresa mientras tenía la boca llena, y Clay se preguntó si la reina había elegido a propósito ese momento para anunciarlo. Por toda la mesa, las bebidas se quedaron a medio camino de los labios a los que se dirigían y el ruido de los cubiertos se apagó, excepto por los cinco hijos de Matrick, que siguieron comiendo y hablando entre ellos, como hacen los niños cuando los adultos hablan.
En el salón había más personas además de Clay y sus compañeros