En la tribuna, el presidium se sentó en largas mesas, detrás, el Soviet de Petrogrado en pleno y, en el piso principal y las galerías, los delegados. Casi todos los líderes revolucionarios estaban presentes y había representantes de los soviets de soldados y obreros de toda Rusia, los soviets de campesinos de toda Rusia, los delegados provisionales de los soviets de soldados y campesinos, los sindicatos, los comités del ejército en el frente, las cooperativas de obreros y campesinos, los empleados del ferrocarril, los empleados de correos y telégrafos, los empleados del comercio, las profesiones liberales (doctores, abogados, etc.), los zemstvos, los cosacos, la prensa y las organizaciones nacionalistas, incluyendo a ucranianos, polacos, judíos, letones, lituanos, etc. Nunca en Rusia se había reunido un organismo como ése.
Los palcos que antes pertenecían exclusivamente a miembros de la familia del zar estaban ocupados por diplomáticos extranjeros y otros visitantes distinguidos. Flamantes mantas revolucionarias colgaban de estos palcos. Las armas reales y otras insignias imperiales habían sido arrancadas de las paredes dejando sorprendentes parches grises en la decoración oro, marfil y carmesí. Apenas tuvimos tiempo para echar unas miradas rápidas antes de que el presidente Tcheidze inaugurara formalmente el congreso; después, Kerenski se adelantó para iniciar su discurso. Todo el día habían circulado rumores en Petrogrado en el sentido de que no estaría presente, ya que desaprobaba el congreso. En todas partes del auditorio se sentía cómo la agitación había desaparecido a raíz de su presencia. Sólo personas con fuerte carácter pueden lograr que un auditorio contenga la respiración de la manera en que lo hizo Kerenski cuando atravesó rápidamente el escenario. Vestía un traje color café de soldado raso, sin siquiera un botón de bronce o una charretera que lo señalara como Comandante en Jefe del Ejército y la Armada Rusos, así como Ministro Presidente de la República Rusa. De algún modo, toda esa sencillez acentuaba la dignidad de su posición. De manera característica, ignoró la tribuna del exponente y caminó directamente hasta la pista que iba del piso principal a la tribuna. Esto produjo un efecto de intimidad poco usual entre el orador y su auditorio.
“En la conferencia de Moscú —empezó— formaba parte de una comisión oficial y mis posibilidades de maniobra eran limitadas, pero aquí estoy, camaradas. Hay gente aquí que me conecta con ese acontecimiento terrible...” (se refería a la contrarrevolución de Kornilov).
Lo interrumpieron unos gritos: “Sí, aquí hay gente que lo piensa”.
Kerenski dio un paso atrás, como si hubiera recibido un golpe, y todo el entusiasmo se fue de su rostro. Le chocaba a uno la extrema vulnerabilidad de ese hombre, después de tantos años de lucha revolucionaria. Profundamente consciente de la frialdad, incluso la hostilidad de su auditorio, lo manipuló con destreza, con elocuencia, argumentos, y una extraña, constante energía interna. Su rostro, su voz y sus palabras se volvieron trágicos y desolados, cambiaron lentamente y se volvieron fuego radiante, triunfante; su magnífico registro de emociones barrió finalmente toda oposición...
“Después de todo, no importa lo que piensen de mí; lo único importante es la revolución. ¡Aquí estamos para hacer otra cosa que lanzarnos recriminaciones personales unos a otros!”
Sí, era la verdad y todo el mundo en el auditorio lo sintió durante el tiempo que estuvo hablando. Cuando terminó, los asistentes estallaron en una tremenda ovación.
Se alejó dramáticamente de la tribuna, atravesó el largo pasillo en el centro del teatro, subió hasta el mismo palco del zar y, levantando la mano derecha como si brindara, volvió a hablar: “¡Vivan la República Democrática y el Ejército Revolucionario!” La muchedumbre gritó en respuesta: “¡Viva Kerenski!”
Ésta fue la última ovación que recibió Kerenski. Si los rusos tuvieran el temperamento de los italianos o los franceses, pienso que hubieran adorado a Kerenski; pero a los rusos nunca se les convence por medio de palabras y no idolatran a los héroes. El discurso de Kerenski los decepcionó. Fue encantador, pero no les había dicho nada. Quedaban muchas dudas acerca del asunto Kornilov que querían esclarecer; también querían desesperadamente saber qué se había hecho a propósito de la conferencia con los Aliados para discutir los objetivos de la guerra, y ni siquiera la había mencionado. Una hora después de que se fuera, su influencia había desaparecido y se lanzaron al combate para tomar decisiones respecto a los problemas por los cuales habían venido.
Cientos de delegados hablaron durante el Congreso Democrático. Tenían mucho que decir, ¡cuánto tiempo habían soportado el silencio! En un principio, el moderador intentaba limitar sus discursos, pero el auditorio lanzó un fuerte griterío. “Déjalos decir todo lo que quieran”.
Era sorprendente ver cómo lograban hacerlo. Recuerdo las palabras de su compatriota Tshaadaev: “Las grandes hazañas siempre han surgido del desierto”. Era frecuente que un campesino que nunca en su vida había pronunciado un discurso, diera una arenga ininterrumpida durante una hora y mantuviera viva la atención de su auditorio. Ningún orador tenía miedo al público. Pocos usaban apuntes y muchos eran poetas. Dijeron las cosas más bellas y más sencillas; sabían en lo más profundo de su corazón qué querían y cómo obtenerlo. El mayor problema era el de establecer un programa general que satisficiera sus deseos, a menudo divergentes. Cada vez que el moderador anunciaba un descanso, nos precipitábamos todos hacia los pasillos para comer sandwiches y tomar té. Muchas veces la sesión se prolongaba hasta las cuatro de la mañana, pero nunca disminuyeron ni la sed de verdad ni el deseo de acabar con las dificultades. Se buscaban las soluciones con la misma seriedad, tanto en el gris amanecer como en la resplandeciente puesta del sol...
Algunos eventos y algunas personalidades se destacaron claramente a lo largo de aquellos largos días de oratoria, cuando los representantes de más de 50 razas y 180 millones de personas expresaron todo lo que tenían en el corazón. Recuerdo a un cosaco, alto y guapo, que de pie ante la Asamblea y rojo de vergüenza gritó: “¡Los cosacos estamos cansados de ser policías! ¿Por qué siempre tenemos que arreglar los pleitos de los demás?”
Recuerdo al atractivo georgiano moreno que regañó al orador que lo precedió porque deseaba la independencia de su pequeña nación respecto de Rusia. “Nosotros no pedimos una independencia particular —dijo—, ¡cuando Rusia sea libre, Georgia también lo será!”
Ahí estaba un soldado campesino, de apariencia amable, que lanzó una advertencia solemne: “Fíjense bien en esto: ¡los campesinos nunca dejarán las armas hasta que reciban sus tierras!”
Y la enfermera que vino a describir la situación en el frente, la manera cómo se quebró y solamente pudo sollozar: “¡Ay, mis pobres soldados!”
Un pequeño delegado severo que se levantó y dijo: “Soy de Lettgalia”, se vio interrumpido por preguntas del tipo: “¿Dónde está eso?”, “¿Se encuentra en Rusia?”
Tenían una manera lenta y ridicula de contar los votos; perdían mucho tiempo. Hablé con uno de mis vecinos al respecto, diciéndole que en Estados Unidos teníamos métodos bastante sencillos para hacer esas cosas. “Oh, aquí el tiempo son rublos”, me contestó al hacer referencia al bajo tipo de cambio; los corresponsales se reían a carcajadas.
A medida que progresaba el Congreso, tenía uno tiempo para observar a algunos de los visitantes. La señora Kerenski, por ejemplo. Se sentó en la primera galería, vestida como siempre de negro, pálida y triste. Sólo una vez hizo un comentario audible, cuando un bolchevique estaba criticando con severidad al gobierno provisional. Casi involuntariamente exclamó: “Da volna” (¡Basta!).
En uno de los palcos estaba sentada la señora Lebedev, la hija del príncipe Kropotkin. Había vivido tanto tiempo en Londres que parecía más inglesa que rusa. Protestaba francamente contra todas las medidas radicales y poseía los únicos gemelos del Congreso democrático, lo que constituía el tema de muchas conversaciones y provocaba