Esa banca también tiene algo que me marcó para siempre y no alcancé a pedirte perdón. En esa época en que uno se cree grande, la embarré. No quise hacerte daño, pero lo hice. Tus ojos se llenaron de lágrimas al oír mis duras palabras, pero esbozaste una leve sonrisa, tal vez de desconcierto. Fue un arrebato y nunca me lo perdonaré. Quizás, ni siquiera te acuerdas de esto, pero yo lo he cargado desde entonces.
Como todas las tardes en esa banca. me esperabas a que yo llegara del colegio. Un día no llegué sola y me dio vergüenza que me estuvieses esperando como si yo fuera una niña, aunque ahora sé que sí, era tú niña. Te miré enojada y te dije con una voz golpeada: “¡Ya no soy una niña! No tiene que esperarme acá afuera todos los días”. Me di la media vuelta y me fui. Perdóname. Me recrimino cada vez que me acuerdo de eso por haberlo hecho.
Me entregaste todo siempre con mucha paciencia y sabiduría. Y lo vi recién cuando partiste, cuando era tarde, muy tarde. Hoy atesoro los recuerdos porque es lo único que me queda y aunque mi mayor miedo era olvidarte, cada año que pasa voy recordando nuevas cosas.
Eras mi abuelo en el árbol genealógico, pero en verdad siempre fuiste y serás mi único padre. El que me crió, el que estuvo y el que me enseñó muchísimas cosas. La enfermedad que finalmente arrebató tu vida tenía que ver con tu corazón. El doctor siempre dijo que tu corazón crecía sin parar y era muy grande. Y sí, tu manera incondicional de amar sólo podía provenir de un corazón tan grande como el tuyo. Te amo, papito Arturo.
Mi persona favorita
Por Daniela Jofré Pezoa
A lo lejos se escuchaba un tango y una voz ronca y carrasposa interpretando la canción. Me quedaba con los ojos cerrados, pero atenta a la voz que se acercaba cada vez más hasta que la escuchaba en mi oído. Me hacía la dormida, esperaba el beso en la frente para que él me despertara. Sus manos grandes comenzaban a sacarme carcajadas con un cosquilleo cariñoso.
– Buenos días. ¿Cómo amaneció mi niñita?
Lo abrazaba fuerte y le decía: “Súper bien” con una sonrisa de oreja a oreja. Eran mis días favoritos, mis días más felices. “¡Ya! A levantarse, que nos vamos a la feria”, me decía él. Ahí toda la pereza desaparecía y me levantaba de un salto.
Mientras me metía al baño, seguía el tango y él lo seguía cantando. Lo escuchaba bailar y reírse. El ruido de los platos de cocina. El chirrear del aceite esperando los huevos que mi abuela preparaba. El olor a pan tostado traspasaba las delgadas paredes para despertar mi hambre. Una leche con naranja me esperaba en la mesa. Era la favorita de los dos.
Y comenzaba la conversa sobre qué se debía comprar. Sacaba su lápiz del bolsillo derecho de su camisa y una hoja toda arrugada para hacer la lista. Bromeaba con mi abuela y yo me reía. Ellos eran muy felices, ellos realmente se amaban.
Antes de partir, comenzaba el ritual. Mi abuela buscaba el carro de la feria, de esos metálicos, con una bolsa de tela de cebolla cuadrillé. Mientras, él se peinaba los 6 o 7 pelos que le quedaban frente al espejo. Yo lo miraba desde la puerta del baño y él me hacía muecas. Limpiaba sus lentes, se arreglaba la camisa, se apretaba bien el cinturón y se rociaba con la típica colonia Agua de Pino. Yo lo miraba y pensaba: “Por qué se arregla tanto si sólo vamos a la feria”. Pero él era vanidoso, siempre andaba muy bien cuidado.
Se despedía de mi abuela con un beso y un abrazo apretado y partíamos a la feria. Nos subíamos al auto. El era taxista y tenía un Lada que yo amaba porque era el único auto al que podía subirme libremente y lo encontraba enorme. Era como el auto familiar: siempre nos llevaba a todas, a mi abuela, a mi mamá y a nosotras cuatro. Siempre estaba limpio y con olor a pino. Ahora me doy cuenta que era fanático de ese olor.
Partíamos la ruta y siempre, pero siempre, había alguien a quien había que “tirar por ahí”. Que la vecina, que el amigo, que el conocido. Era increíblemente sociable, conocía a todo el mundo. Siempre le tocaba la bocina a “alguien” que iba por ahí, o sacaba medio cuerpo por la ventana para saludar a “otro” alguien. Era querendón, amigo de sus amigos, siempre voluntarioso y solidario. Bueno para la conversa y para la risa.
Llegábamos a la feria, y lo primero que hacía era comprarme un helado de frutilla en cono. Como conocía al heladero, siempre me daba una bolita adicional. Y comenzaba la caminata. Me agarraba de la mano y no me la soltaba nunca. Sentía que con él nada podía pasarme. Me sentía libre de miedos. Era tan alto y tan fuerte que en realidad estaba protegida.
Paseábamos por la feria, comprando todo lo que mi abuelita nos había indicado. Y caminábamos y nos reíamos porque molestaba a la gente. A veces sus “caseros” le tiraban tallas y él se las respondía a todo grito, eso me daba mucha risa. Y me conversaba de todo un poco. A veces se ponía serio y me hablaba sobre la vida, sobre lo importante que era estudiar. Me hacía ejercicios mentales de matemáticas mientras caminábamos. Me decía que era muy inteligente y que nada debía impedirme llegar a la Universidad, menos los “pololos”. Ese día me compró un cuaderno. Era uno topísimo y yo estaba feliz. Era de tamaño oficio con tapa dura y doble espiral, nunca había tenido uno de esos. Me dijo que ese cuaderno debía ocuparlo en la Universidad. Yo tenía solo 10 años.
Aun tengo el cuaderno. Lo encontré cuando estaba embalando mis cosas para irme a vivir sola por primera vez. Era de esas personas que todo el mundo quiere. Mi abuela siempre me cuenta que tenía millones de amigos y que le gustaba mucho la parranda. Les gustaba disfrutar de la música y compartir con la gente. Me dice que él era mágico, que siempre tenía la solución para que todo se arreglara. Era alegre, esforzado, muy trabajador y tremendamente cariñoso. Era el abuelo más bacán de la vida. Me enseñó sobre el amor, la bondad, lo importante que es vivir la vida desde la vereda del positivismo. Siempre decía que todo iba a estar bien. Siempre nos cuidó y nos acompañó hasta el final. Mis meses más felices fueron cuando viví con él.
Siempre está en mis recuerdos. Siempre me acompaña. A veces siento que me toma de la mano, como cuando íbamos a la feria. A veces siento su olor cuando escucho tango. Es hasta ahora mi persona favorita.
Elsa Luz
Por Karen Fernández
Su ausencia fue cada vez más notoria. Primero la aisló su sordera que en principio trató de disimular, pero que después de un par de años se hizo tan evidente que la dejó aislada muchas veces de las conversaciones.
Después fue su cabeza. Cada día estaba más perdida con quién era y dónde estaba. Olvidaba lo que había hecho a corto y largo plazo y confundía a sus dos hijas cada cierto tiempo.
Recordarla jovial y trabajadora me remonta a esos años en los que la acompañaba todas las tardes a tomar el té con sus amigas, a participar de sus reuniones en Cema Chile, a la misa de los domingos y a los paseos donde mi bisabuela en Convento Viejo. Ahí en pleno campo, con esos baños de cajón que quedaban como a un kilómetro de la casa, fui completa y absolutamente libre y feliz.
Chimbarongo fue el pueblo donde crecí, donde pasé los veranos más entretenidos de mi infancia. Salía a andar en bici con los amigos, iba a pasear a la plaza todas las tardes, a comer un helado o palomitas y cada verano mi abuela materna me enseñaba el olor a mermelada casera, hecha en un ollón de aluminio en el patio sobre un gran fuego. Recuerdo el olor del pan recién salido del horno, a dulces, a leche recién ordeñada de la vaca. Aquí aprendí a lavar en la artesa, a moler el choclo para las humitas y a encaramarme arriba de los árboles para sacar la fruta. Aquí aprendí a vivir mi infancia, la que en Santiago estaba reducida al colegio y a un pequeño departamento donde vivía con mis papás, un encierro citadino, solitario y muy gris.
Fui la regalona todos los veranos, ansiaba que llegara diciembre para partir y no regresar