Mi hermano está en la pieza jugando computador y mi papá, iluso, pensaba que tendría el carbón puesto. Rápidamente armamos el fuego. Mi mama hizo ensalada de fideos, que es la que más me gusta. Después de almuerzo mis papás se van a dormir y nos quedamos jugando con el Miguel, hace tiempo que queríamos hacer experimentos con una viga que tenemos para jugar. La vamos a poner en sobre una piedra y como él pesa más, va a saltar en un extremo para que yo salga volando. Lo vimos en los dibujos animados.
Decidimos que vamos a ir a Los Portales a comprar dulces. El Miguel tenía unas monedas guardadas y yo le robé unas de la camioneta al papá. Como somos chicos no nos dejan tener llaves de la casa, así que tenemos que saltar por el portón. Siempre salta el Miguel primero y después yo, para que me ataje si me caigo: me da miedo romperme los dientes. No le avisamos a la mamá porque de seguro no nos va a dar permiso y para qué, si debe creer que estamos en el patio de atrás.
Resulta que al Miguel se le ocurrió ir al Unimarc a comprar, y tuve que acompañarlo. Mi mamá siempre dice que tenemos que andar juntos. Cuando venimos de vuelta, vemos unos pies que se asomaban detrás de uno de los arbustos de las canchas de tenis. El señor del quiosco de la esquina nos para y nos dice que es un muerto. El Miguel quiere ir a ver al muerto, pero a mí me da miedo. ¿Y si se nos pega su espíritu y se queda en la casa? Me basta y me sobra vivir con el alma de la Quintrala.
Al final nos vamos corriendo, menos mal que el Miguel entendió que me da miedo. Nos saltamos la reja y el Beno, nuestro perro, nos está esperando. Nos sentamos los tres a compartir los dulces que trajimos. Ya se hace tarde, el experimento con la viga tendrá que ser mañana, después del colegio, si alcanzamos a volver con luz de día.
Antes de cerrar el convento, como dice mi mamá cuando cerramos los ventanales, me subo al techo. Casi había olvidado que tenía que ir a buscar material para mi cerámica de arte rupestre. El próximo fin de semana es el cumpleaños de mi mamá y en historia vimos unas cosas que de seguro van a ser fáciles de hacer. Necesito tierra de la que se junta en la canaleta, seguro que es la misma que usaban los indígenas: le voy a hacer un jarro pato a mi mamá. Espero que esta vez mis artesanías no se rompan.
Los domingos nos encerramos temprano. Antes que anochezca ya estamos con pijama y esperando en la cocina que mi mamá termine de calentar la carne que quedó del almuerzo. Hoy nos dieron permiso para quedarnos hasta tarde, porque en la tele vamos a ver Lo que el Viento Se Llevó. Terminamos de tomar once y empieza una de las partes que me encanta del día. Mi mamá ve mi cara de angustia y me deja ir corriendo a la pieza, abro la ventana y escucho cómo Don Vicente toca el piano y doña Eli canta con su voz de ángel. Como cada vez que los escucho cantar, me trepo por la reja de mi ventana y los saludo. Ellos siempre cantan, son tan fanáticos que mi mamá me contó que Don Vicente va a cantar a las misas vestido de huaso. Misa a la chilena le dicen, como la misa importante a la que va el Presidente.
Como vamos a ver los grandes eventos, mi papá nos dijo que nos iba a leer un cuento especial esta noche. Todas las noches nos cuenta un cuento de Edgar Allan Poe, pero hoy nos lee un cuento de terror de un tipo de nombre chino. Igual no me dio mucho miedo.
Nos acostamos todos en la Matadero Palma. El Oliver, el gato de la mamá, está a sus pies y al Beno, le dieron permiso para que se acostara en la entrada de la pieza. Un poco antes de que empiece la película nos preguntan si queremos ir a la playa el próximo fin de semana. Con el griterío y la emoción se rompe un larguero de la cama y quedamos en el suelo. Con el papá tenemos que ir a buscar unos ladrillos y mientras mi mamá llama a la tía María para decirle que vamos a ir a pasar la Semana Santa a la casa en la playa. Empieza la película y no entiendo muy bien por qué estamos poniendo alambres en la cama. No nos dejaron subirnos, pero mi mamá nos arma una cama mágica en el suelo. De su velador, saca un papel dorado y nos da un cuadrito de chocolate a cada uno. Mientras, en la tele, Scarlett O´ Hara pone a Dios como testigo que jamás va a volver a pasar hambre.
Para Arturo
Por Fernanda Carrera Pérez
– Tengo miedo–.
– ¿De qué tiene miedo?
– De no volver a la casa.
– Tranquilo, ¡no piense tonteras!
– No me quiero morir todavía.
– ¡Ay! Si no se va a morir, todo estará bien.
Sostuve tu mano hasta que te subieron a esa ambulancia. Te acompañé en todo momento junto a la camilla traspasándote toda la tranquilidad posible, mientras realmente moría de miedo por dentro. Yo, una niña de 13 años estaba calmándote a ti, un hombre “hecho y derecho” mientras trataba de ignorar todo ese terror que sentía.
La verdad es que cumplí con parte de mi promesa. Tú sí volviste a casa, pero nada volvió a estar bien. Desde que tuvimos ese breve intercambio de palabras y un torbellino de emociones a través de nuestras miradas, nada volvió a ser lo mismo. Un mes después y tras varios lapsus que nos devolvían la esperanza de que todo estaría bien, nos dejaste.
Y digo nos dejaste porque así lo sentí por mucho tiempo: no entendía realmente lo que significaba la muerte. Estaba furiosa, me dejaste el año en que me licenciaba de octavo básico y tenía todo pensado para nuestro vals. Estaba furiosa, porque eras mi cómplice y me sentí completamente sola cuando partiste. Estaba furiosa, porque cuando abriste los ojos para tomar ese último aliento de vida, escogiste el minuto en el que fui a buscar agua y no estuve presente. ¿Por qué no me esperaste? Por muchos años estuve furiosa con la vida, con Dios y contigo. Sólo el tiempo me ha permitido entender.
Cuando te fuiste (o te llevaron) seguí visualizándote por mucho tiempo en el marco de mi puerta todas las mañanas. Sentía el crujido de la manilla y veía tu silueta saludándome con tu buenos días, que nunca fue con palabras, sino con un gesto: la mano recta en tu frente, como si fueras un soldado que saluda a su superior. Con eso siempre me hiciste sentir importante, la única de la casa que tenía ese saludo especial, la regalona.
Lo mismo me pasó con el sonido que hacías al rozar tu pie derecho en la madera roñosa del living. No sé por qué arrastrabas una patita. Como crecí con esa imagen nunca me lo pregunté y ahora que lo pienso nunca supe qué te paso. Pero para mí era tierno que emitieras ese sonido al caminar. Ese sonido llegó a ocupar el silencio después de tu partida. Claro, supongo que solo estaba en mi mente, ¿o no? Vivía de esa ilusión. Eras tan ceñido a la rutina que las diferentes horas del día me iban recordando tu ausencia. Incluso la peineta sobre tu velador, la lámpara que nunca más volvió a encenderse y los bototos cafés perfectamente puestos en el suelo a los pies de la cama que fueron juntando polvo. Todo eso me iba recordando constantemente la verdad de que ya no estabas.
¿Te acuerdas que todos los domingos lustrabas mis zapatos del colegio? Me enseñaste a hacerlo tan prolijamente como un lustrabotas. Aprendí de niña. ¡Y adivina qué! Nunca dejé de hacerlo. Hasta la última semana de clases cuando ya estaba en cuarto medio, todos los domingos, lustraba mis zapatos. Y aunque los primeros domingos de los primeros años lo hacía entre lágrimas y mucha rabia, después terminé haciéndolo con una gran sonrisa, porque tú me lo enseñaste. Gracias.
Gracias por esa banca que construimos juntos en la vereda afuera de la casa: eran dos troncos y una plancha de madera. La ubicamos debajo del almendro para que nos llegara el fresco en la tarde y la pintamos de rojo porque yo quería. Pasábamos tardes enteras de verano comiendo fruta allí.
¿Y sabes lo que más recuerdo de esas tardes en la banca? El juego. Cada recambio de veraneantes nos preparábamos para nuestro sagrado