Recuerdo que mi papá era muy alto y entretenido. Una vez nos quiso tomar una foto con un caballo. Estábamos vestidas con unos vestiditos cortitos de color amarillo y mi papá nos decía “acérquense más”. Y yo miraba hacia atrás con pánico de que el caballo estuviera de mal humor y posiblemente nos fuera a patear. “Acérquense más, si no les va a hacer nada”, nos volvió a gritar, mientras lo veía alejarse más y más, para tomar una foto panorámica. “Ya, sonrían”, nos gritó. Y sonreímos. Menos mi hermana Natalia, que quedó inmortalizada para la posteridad con cara de pavor. Al menos tenía una aliada en mi miedo a los caballos.
Al poco tiempo, nuestros padres se separaron y nosotras tuvimos que emigrar al campo de una tía. Allí se acabaron las risas, se acabaron los juegos locos, los baños de lodo, las subidas a los árboles, los juegos a lo Tarzán. Desde el día en que nos fuimos de nuestra casita en la pradera, supimos que nuestra infancia había terminado. Esos fueron los años más tristes y dolorosos que he tenido que vivir por miedo a pensar que estábamos huérfanas ya que nuestros papás jamás nos visitaban.
Con el paso del tiempo y la llegada de la adultez pude entender todo el infortunio que tuvimos que vivir, siendo tan chicas por causa del alcoholismo de mi papá y la poca valentía de mi mamá. Hoy no los juzgo. No tenían idea de cómo ser padres, aprendieron de mis abuelos, que tampoco sabían ser padres. Y la educación que recibí me ayudó a comprender que a veces la vida no es del color del sol, calentito y brillante. Hoy miro a mis padres y les agradezco infinitas veces los años maravillosos que estuvieron presentes en nuestra infancia. Porque sin eso, sin esa divina primera infancia, no sería la persona que ahora soy.
La niña y los cachorros
Por Rosa Meneses
Jamás me puse a pensar cómo veía el mundo cuando era niña. Solo vivía y veía.
Tengo recuerdos como relámpagos: cómo mi madre de crianza lloraba, y yo también, por lo que le decía mi padrino: que buscaría una mujer más
joven por algo que, según él, ella había hecho mal. Como yo lloraba a grito pelado, él le decía que me hiciera callar.
Recuerdo que yo estaba muy conectada con la tierra. Plantaba frutillas, cebollas y verduras con mi madre de crianza, Elda Correa. Me entretenía buscando lombrices para la pesca de mi padrino. No sentía rechazo hacia ella: me gustaban porque eran suaves, de colores distintos y de cuerpo transparente. Al mirarlas al sol, podía ver su sangre, eso me llamaba la atención.
A veces jugaba con mis amigos a la pelota, a la cuerda, al luche, a la escondida. Pero no siempre se daba. La mayor parte del tiempo lo pasaba en la casa. Mis mejores amigos eran los perritos: teníamos una pareja de perros perdigueros que acompañaban a mi padrino a cazar perdices y conejos. Él los mataba y los perros adiestrados le traían su presa. La perrita se llamaba Mosca y el perrito Cazador y cuando se apareaban ella daba a luz entre 8 a 9 cachorros.
Cuando los cachorros nacían, sentía algo muy especial: verlos tan pequeñitos y con ese olor de recién nacido me gustaba mucho. Cada vez que entraba a una casa, sabía que había un cachorro recién nacido por su aroma suave, puro, me encantaba. Una vez cuando la Mosca le daba de mamar a sus cachorros, me nació la curiosidad de beber de su leche. Fui a buscar una cucharita, tomé su pezón, lo apreté con cuidado y salieron unas gotas y yo bebé. Me gustó su leche. No le hice asco. La Mosca me permitía hacerlo así es que tomé varias veces.
Me encantaban los cachorros. Me colocaba un poncho de lana, iba al cuarto donde estaban, me sentaba y los tomaba uno por uno. Les daba besos y los dejaba en mi poncho. Así me quedaba horas mirándolos, junto con su olor especial.
Cuando crecieron, jugaba con ellos. Yo me escondía detrás de un cerro de tierra y cuando el líder no podía encontrarme se ponía aullar. Entonces le hacia una señal para ser encontrada. Cuando me encontraban, me lamían y me hacían cosquillas. Verlos contentos, saltando por todos lados, me hacía feliz.
Los momentos más fuertes eran cuando traían cabritos vivos. Yo me encariñaba con ellos, pero mi padrino los mataba para hacer cocimientos. Cuando yo veía que iban a sacrificarlos, corría a pedirle a la virgen de Fátima que detuviera la muerte del cabrito. Al ver que mi petición no era escuchada, me invadía una gran tristeza. Así pasaron los años, viendo la realidad de la vida.
Un episodio que recuerdo fue cuando quedaba un solo cachorro en la casa, a los demás los habían regalado. Vinieron mis padres y hermanas a visitarme y mis padrinos les regalaron el último cachorro. Yo me puse a llorar a grito pelado de nuevo. Cuando los fuimos a dejar al paradero del bus, a unas tres cuadras de la casa, yo llevaba al cachorro en brazos. En el paradero, me senté con él y lo protegí con el cuerpo. Lloraba tanto que decidieron dejarlo conmigo.
Qué recuerdos. Agradezco infinitamente visitar a mi niña interior que sigue con todas sus emociones intactas.
La niña con más suerte del mundo
Por Ángela Rojas
No creo que exista en el mundo una niña con más suerte que yo.
Me levanto cada mañana, me pongo mi mañanita y voy a saludar a mis papás. De seguro me van a pedir que vaya a despertar a mi hermano para que tomemos desayuno en la Matadero Palma, como llamamos a la cama matrimonial. Mi mamá siempre nos lee un par de hojas de Sin Familia y después mi papá, un poco de Martín Fierro. Espero que nunca se terminen esos libros porque de verdad no sé qué podrían leernos después.
Tengo permiso para abrir el clóset del papá y meterme donde quiera, menos arriba, porque arriba está el revólver y es muy peligroso, aunque el papá me dijo que cuando grande me iba a enseñar a usarlo. El otro día me enseñó a desarmar la Winchester y apuntar. No puedo disparar porque para eso tengo que ir al campo con él y cuando van, se levantan demasiado temprano. Aparte, cuando nos quedamos con mi mamá, vamos a comer comida china y al Errols a arrendar películas.
Me metí al closet y saque las botas de las siete leguas, que son como les digo yo a las botas de mi papá. Él no las usa porque dice que son mías. Con ellas puedo correr por todos lados sin romperme los pies y como me quedan grandes son fáciles de sacar.
Tengo la suerte tremenda de tener un jardín solo para mí. Al fondo del patio hay un muro y ahí, una puerta que hicimos con el papá. A ese lugar no entra el jardinero, porque es mío. Tengo mi habitación sobre el níspero, mi laboratorio de plantas en el rosal en flor (la mamá se enojó cuando lo vio, pero no pudo retarme). Tengo dos nogales que me alimentan durante el día, un maqui que me maquillaje y terror al mismo tiempo, el almendro de don Vicente, mi vecino, que dulcemente me dio permiso para engancharlo hacia mi patio porque mi gallina se pasa por sus ramas y le deja huevos a doña Eli, su esposa. Tengo el naranjo con las naranjas más ricas, un caqui que detesto, mi plantación de toronjil cuyano y al fondo, en una esquina, el bendito membrillo. Y digo bendito porque estoy segura que está sobre la tumba de la Quintrala.
En el patio de atrás, como le llamamos, juego todos los días, invierno o verano. Ahí tengo mis gallinas, mi fabrica de arte rupestre y un cementerio de mascotas. En el patio del medio disfrutamos todos, y hoy, como es domingo, vamos a poner la parrilla debajo del limón y vamos a hacer un asado. Me encanta cuando hacemos asados en el pasto. Atrás, debajo del parrón, tenemos una parrilla con mesa y terraza, pero cuando estamos los cuatro, nos gusta usar la parrilla chica y sentarnos en el pasto. Aparte, cuando estamos los cuatro, mi papá compra carne rica y butifarra que me va dando por trocitos mientras se hace la carne.
Me gusta acompañar al papi al Unimarc,