A un costado de la casa existían tres piezas unidas entre sí y ahí jugábamos: yo hacía comidas y el aseo, o sea era la perfecta dueña de casa, que ese era el modelo que yo veía con las mamás de mis amigas, puesto que la mía trabajaba en una oficina y salía en la mañana a las 8 de la mañana, volvía al mediodía y luego partía a las 2 de la tarde. Su regreso junto con mi papá a la casa era como a las 8 de la tarde, por lo tanto mi querida nana Julia, a quien la llamábamos Tulita (porque yo cuando chica no podía decirle Julia) ya estaba a punto de acostarnos a esa hora, salvo en vacaciones.
Esas vacaciones eran muy esperadas porque nos juntábamos con los vecinos de enfrente: Lilian, mi amiga y compañera de colegio, Adrián, hermano de ella y compañero de mi hermano. Ya a estas alturas de mis recuerdos, las mujeres ya teníamos unos doce años, eran nuestras primeras incursiones en el Metrópoli, pasábamos tardes enteras jugando a eso. No teníamos celulares, nintendos, instagram o youtube.
Mi mamá nos dejaba tareas todos los días: debíamos hacer copias o dibujar y nos traía premios: los primeros lápices de pasta – y yo creo que de ahí que ahora me gustan y tengo azules, rojos y negros. Mi marca favorita es Pilot.
Augusto fue arquitecto, era bueno para dibujar y pienso que de ahí nació su vocación, ya que cuando salió del colegio no tuvo indecisión para elegir carrera. Fue el único con título universitario. Mi mamá era capaz de dejar de comer para comprarle sus materiales de las maquetas.
Se vienen a mis recuerdos, esa vez que jugábamos a los indios y prisioneros. Era divertido para mí, pero terrible para mi hermana Marisol. La sentábamos al pie de la taza del baño, que era grande y amplio, y nosotros corríamos por la casa, entrabamos por la puerta principal y salíamos por la cocina al patio dando como cinco vueltas y después la rescatábamos. Ahí estaba ella, igual como la habíamos dejado.
Cuando más grande y comentábamos estos recuerdos, ella tenía un poco de resentimiento. Una vez me dijo: “yo me acuerdo que a mí siempre me arreglaban lo que tú ya no te ponías”. Eso me dio pena, porque antes que ella falleciera me di cuenta, del sufrimiento que ella llevó a cuestas por otros problemas que nunca comentó, empezó a acumular mucho dolor y explotó con un cáncer fulminante.
Algo fantástico sucedió cuando un verano llegó a nuestra casa una hielera: fue como tener el primer refrigerador. Esto sucedió porque mi tía Chela, hermana de mi papá, se había comprado su primer refrigerador y nos envió a nosotros su hielera.
Se encargaban 2 barras de hielo, las venían a dejar en esos triciclos conducidos por un hombre. Estas barras se colocaban abajo en un receptáculo y así teníamos nuestra leche con plátanos heladita, porque también mi mamá se encalilló con una jugüera. Realmente ese fue un gran verano. Mi primer refrigerador lo tuve cuando me casé: fue un Mademsa.
Pienso que siempre quise ser mamá y dueña de casa, pero resulta paradójico que a mis hijas pocas veces les di de regalo cosas relacionadas con este tema, porque deseaba que fueran independientes de un sostenedor de hogar. Tuve que ser mantenida por mucho tiempo, pero cuando me separé, empecé a trabajar y hacer varias cosas para cubrir mis necesidades.
Otro verano formidable fue cuando mi tía Chela y su marido mi tío Alejandro vinieron a veranear con nosotros: ellos vivían en una casa del Cerro Alegre en Valparaíso. Para ayudar un poco a mis papás, arrendaron las piezas que usábamos para jugar.
Nuestra tía era la única hermana de mi Pito (así le decíamos a mi papá). Era mayor, pero siempre nos decía que era menor (súper coqueta) y muy diferente de mi papá: ella era morena de ojos grandes, vivaces, y mi Pito rubio, blanco casi transparente, pero como era bueno para el copete, siempre estaba coloradito. Ambos eran muy buenos anfitriones, les gustaba juntarse a comer y conversar, nos visitaban casi todos los domingos, con las típicas empanadas y tallarines preparados por mi Tulita y la infaltable leche asada, el postre predilecto de mi Pito.
Ese verano mi tía Chela nos organizó para formar una banda, con todas las ollas que teníamos en la cocina. Esa fue la batería, yo tenía un xilófono súper sonoro y me encantaba tocarlo, además tenía un piano de cola de juguete.
Ensayábamos durante el día y el penúltimo día que ellos estarían en casa, hicimos el show para presentarlo a mis papás cuando llegaron del trabajo. También estaba la Tulita. Lo pasábamos chancho, como se dice ahora.
Esa etapa de mi vida fue muy feliz.
Mucho de esto marcó mi futuro y he tenido que hacer mucho trabajo interior para crecer.
La casita en la pradera
Por Noelia Zuñiga
El sol estaba en lo alto del cielo y mi mamá aprovechaba de lavar la ropa mientras pensaba que jugábamos en silencio. Gran error. La primera vez que sentí celos tenía alrededor de dos años y medio. Estábamos con mi hermana Natalia, recién terminando de controlar esfínter y según nos cuenta mi mamá, teníamos un lenguaje único. Un código secreto, que sólo nosotras podíamos saber. Aquella tarde, nos decidimos de una vez por todas a terminar con la molestia que nos aquejaba: nuestra hermanita de quince días de nacida, Elizabeth. Nos acercamos a la cama matrimonial cual ángel de la muerte y tomamos de los brazos y las piernas a la pequeñita. No alcanzamos a cruzar un metro cuando mi mamá, sospechosa, nos encontró.
– ¿Dónde llevan a la guagüita? –, nos dijo con tranquilidad en su voz, aunque según ella, estaba con los nervios de punta.
– Vamos a tirarla al pozo porque no la queremos – respondió una de nosotras. En nuestra villa antes de tener alcantarillado, nos abastecíamos de agua por medio de pozos de las napas subterráneas. Mi mamá tomó en brazos a mi hermanita Elizabeth y la devolvió a su camita. A nosotras nos reprendió y desde ese día no despegaba los ojos de nosotras.
Recuerdo a mi mamá muy joven, casi una niña. Nos contaba cosas entretenidas y nos dejaba ver películas hasta bien tarde los fines de semana. Siempre pensé que era la mamá más linda del mundo. Tenía un olor exquisito, jabón mezclado con tabaco. Recuerdo sentir sus manos un poco ásperas por el cloro, que me acariciaban la cara y podía sentir su aroma. Cada vez que siento el olor del tabaco, me acuerdo de ella. Vivíamos en una casita de madera, muy al estilo “casita en la pradera”, rodeadas de campo y mucha vegetación. Era como un paraíso. Allí inventábamos los juegos más entretenidos que puedo recordar y jugábamos todas las tardes con los patos y gallinas que mis padres criaban, aunque no éramos las niñas más animalistas. Una vez se me ocurrió una idea genial. Amarrar en uno de nuestros triciclos, la pata de una de las gallinas para hacerla correr. Nos gustaba mucho verlas correr, nos provocaba risa. A mi brillante idea se sumaron mis hermanas. Entre dos afirmaron a la pobre gallina mientras que yo, le amarraba la pata con un trocito de tela que habíamos robado a mi mamá. Cuando por fin estaba bien sujeta, mi hermana Natalia fue la primera en subirse al triciclo y pedalear. Claramente la gallina comenzó a correr. Luego nos fuimos turnando para subirnos al triciclo, y la afligida gallina ya no corría, se dejaba arrastrar por nosotras. Nos reímos como locas, hasta que mi mamá nos pilló. Nos fuimos de castigo y al parecer la pobre gallinita no resistió tanto movimiento, así que mi mamá nos hizo un caldo de gallina para cenar.
La vida en el campo era muy entretenida. Lo que más me gustaba de vivir así, era pasearnos por los sitios frente a nuestra villa que eran campos de verdad. Mi papá nos llevaba como si fuera lo más normal, porque mientras él vendía sus empanadas a los trabajadores del campo, nosotras corríamos entre los yuyos que brillaban con la luz del sol. Eran tan altos que nos podíamos perder entre sus flores. Mi papá siempre nos contaba que los yuyos eran comestibles, pero nunca nos preparó su tan especial sopita de yuyo.
Correr en medio del pastizal era vivir una experiencia extrema. Siempre hacíamos competencias de quién llegaba más rápido