Ann lanzó una rodilla hacia arriba y dio en el blanco.
—¡Joder! —gritó él, y volvió a soltarla.
Ann se retorció bajo la mole del hombre, se deslizó contra el maletero y se escabulló por el lado de la puerta del acompañante. Había poco más de medio metro entre el coche y el borde del muelle.
—Maldita sea, Ann. —El hombre volvió a perseguirla y la agarró de la chaqueta, pero no pudo agarrarla bien y ella consiguió escapar. Pero tiró con tanta fuerza que tropezó y salió despedida hacia el borde.
Ann intentó recuperar el equilibrio, pero habría necesitado un metro más para conseguirlo. Al final cayó, y al caer se golpeó la cabeza contra el borde del muelle.
Un segundo después se oyó una zambullida y luego nada más.
El hombre miró hacia el agua, que estaba tan negra como la noche, y tardó un momento en localizarla. Flotaba boca abajo en el agua, con los brazos extendidos. Entonces, con grácil quietud, los brazos se acercaron más al cuerpo, que poco a poco fue girando hasta quedar boca arriba. Ann miró varios segundos al cielo con ojos exánimes mientras una fuerza invisible tiraba de sus piernas hacia abajo. Un instante después, el resto de su cuerpo las siguió, su rostro igual que una pálida medusa que se escurre bajo la superficie.
Capítulo 10
En cuanto metí a Kelly en la cama e hice todo lo posible para demostrarle que no estaba enfadado, o al menos no con ella, y que no tenía nada de qué preocuparse a causa de su encontronazo con Ann Slocum, bajé a la cocina y me serví un whisky. Luego me llevé el vaso al despacho del sótano.
Me senté allí y empecé a pensar qué debía hacer.
Seguramente teníamos el número de los Slocum grabado en la memoria de los teléfonos de arriba, los que utilizaba Sheila, pero en mi supletorio del despacho no aparecía. Como no me apetecía volver a subir la escalera ahora que ya me había servido una copa y había encontrado un sitio para sentarme, me hice con la guía telefónica y lo busqué allí. Descolgué el auricular y me preparé para empezar a marcar dígitos, pero mi dedo índice se negó a moverse.
Volví a colgar.
Antes de acostarla, había intentado que Kelly recordara todo lo que pudiera de lo que Ann había dicho por teléfono, no sin antes convencerla de que haría todo lo que estuviera en mi mano para que Emily y ella siguieran siendo amigas.
Kelly se había acurrucado sobre una montaña de cojines, abrazada a Hoppy, y había puesto en práctica la misma técnica que utilizaba para deletrear palabras o recitar versos de poemas: cerró los ojos.
—Vale —había dicho, apretando mucho los párpados—. La señora Slocum ha llamado a una persona para preguntarle si tenía las muñecas bien.
—¿Estás segura?
—Ha dicho: «Espero que tengas las muñecas mejor y deberías ponerte manga larga por si acaso te quedan marcas».
—¿Estaba hablando con alguien que se había roto las muñecas?
—Supongo que sí.
—Y ¿qué más ha dicho?
—No lo sé. Algo sobre que se verían el miércoles que viene.
—¿Como si estuvieran quedando? ¿Como si alguien tuviera las muñecas enyesadas y le fueran a quitar el yeso la semana que viene?
Mi hija asintió con la cabeza.
—Eso creo, pero entonces ha sido cuando le ha entrado la otra llamada. Yo creo que a lo mejor era una de esas llamadas que a ti te dan tanta rabia.
—¿A qué te refieres?
—Como cuando te llaman a la hora de la cena y te piden que les des dinero o que compres un periódico.
—¿Una llamada de telemarketing?
—Eso.
—¿Por qué crees que era telemarketing?
—Pues porque lo primero que ha dicho la señora Slocum ha sido: «¿Para qué llamas?». Y no sé qué más sobre que tenía el móvil apagado.
Aquello no tenía ningún sentido. ¿Por qué le iba importar a Ann Slocum que Kelly la hubiera oído contestar una llamada de telemarketing?
—¿Qué más ha dicho?
—Ha dicho algo de pagar por no sé qué, o recuperar algo, o algo así. Estaba intentando conseguir un buen trato.
—No me estoy enterando de nada —dije—. ¿Intentaba llegar a un acuerdo con un comercial telefónico?
—Y luego ha dicho que no fuera estúpido porque podría acabar con varias balas en el cerebro.
Me di un masaje en la frente, perplejo, aunque era muy capaz de imaginarme a mí mismo diciéndole a un comercial telefónico que me gustaría pegarle un tiro en la cabeza.
—¿Ha dicho algo acerca del señor Slocum? —pregunté. Al fin y al cabo, Ann le había hecho prometer a Kelly que no le diría nada de la llamada a su marido. A lo mejor eso era significativo. Aunque nada de aquello parecía tener mucho sentido.
Kelly movió la cabeza diciendo que no.
—¿Algo más?
—No, de verdad. ¿Me he metido en un lío?
Me incliné y le di un beso.
—No. De ninguna manera.
—La señora Slocum no va a venir aquí para gritarme otra vez, ¿verdad?
—Ni hablar. Te dejo la puerta abierta, así que si tienes una pesadilla o algo te oiré, o puedes bajar a buscarme. Pero ahora me voy abajo, ¿vale?
Kelly dijo que vale, metió a Hoppy consigo bajo las sábanas y apagó la luz.
Agotado y derrengado ante mi escritorio, intentaba encontrar un sentido a todo aquello.
La primera parte de la conversación, que sonaba como si Ann estuviera interesándose por alguien enfermo, parecía bastante inofensiva; pero la segunda llamada resultaba más desconcertante. Si no era más que una llamada molesta, a lo mejor a Ann le fastidiaba haber tenido que interrumpir la primera conversación para contestarla. Eso podía comprenderlo. A lo mejor por eso le había soltado al que llamaba esa especie de amenaza sobre pegarle un tiro.
La gente amenazaba muchas veces con cosas que, en realidad, no tenía intención de cumplir. ¿Cuántas veces no lo había hecho yo mismo? Cuando se trabaja en mi ramo, sucede prácticamente a diario. Yo siempre quería asesinar a los proveedores que no nos hacían las entregas a tiempo. Quería matar a los tipos de la carpintería que nos enviaban tablones combados. El otro día le había dicho a Ken Wang que era hombre muerto después de que atravesara con un clavo una tubería de agua que pasaba justo por detrás de un tabique de pladur.
El hecho de que Ann Slocum le hubiera dicho a alguien que quería meterle una bala en el cerebro no significaba que tuviera intención de hacerlo. Sin embargo, puede que no le hubiera gustado descubrir que una niña pequeña la había oído perder los nervios y decir semejantes cosas. Tampoco querría que su hija supiera que le había hablado así por teléfono a nadie.
Pero ¿de verdad había dicho algo que pudiera importarle que su marido descubriera?
Al margen de todo eso, evidentemente, mi única preocupación era Kelly. Mi hija no merecía que nadie la asustara de esa manera. Podía aceptar que Ann se hubiese molestado al encontrarla escondida en su armario, pero enfadarse tantísimo con ella, amenazarla con prohibirle la amistad de Emily y luego obligarla a quedarse en esa habitación y llevarse el inalámbrico con ella para que Kelly no pudiera llamar a nadie..., ¿a qué coño había venido eso?
Volví a coger el teléfono y empecé