Belinda tenía que hacer unas cuantas entregas que podría realizar esa noche. Había un tío de Derby que necesitaba Avandia para su diabetes tipo 2, y tenía a otro cliente a solo un par de manzanas de allí que tomaba Propecia para la calvicie. Belinda pensó que a lo mejor estaría bien quedarse con un par de cajas de esas pastillas, molerlas y luego echarlas en los cereales con yogur que George se tomaba por las mañana. El emparrado con el que hacía varios años que intentaba disimular su falta de pelo no engañaba a nadie. En la otra punta de la ciudad había una mujer a la que le suministraba Viagra, y Belinda se preguntó si la señora no haría justamente eso: pulverizar la píldora y echarla a escondidas en las tarrinas de helado de chocolate y malvaviscos de su marido. Y así tenerlo listo para la cama. También pensó que tendría que hacerle una llamada a aquel hombre de Orange, a ver si se le estaba acabando ya el lisinopril para el corazón.
Al principio había pensado montar una página web, pero descubrió enseguida que el boca oreja funcionaba bastante bien. Quien más, quien menos necesitaba algún medicamento de prescripción médica de alguna clase, y en los tiempos que corrían todo el mundo intentaba encontrar la forma de ahorrar un poco en gastos farmacéuticos. Ahora que prácticamente nadie tenía contratado un plan de medicamentos con su seguro médico, y los que lo tenían se preguntaban durante cuánto tiempo serían capaces de mantenerlo, había bastante demanda para lo que Belinda ofrecía. Sus fármacos de prescripción médica (que ella, por cierto, facilitaba sin receta) se fabricaban quién sabe dónde, en algún lugar perdido de China, puede que en las mismas fábricas de las que salían aquellos bolsos Fendi de imitación que Ann Slocum publicitaba por ahí. E, igual que esos bolsos, podían conseguirse por solo una pequeña parte de lo que costaba el producto auténtico.
Belinda se decía a sí misma que estaba haciendo un servicio público. Contribuía a la buena salud de la gente, y además les ayudaba a ahorrarse un dinero.
Sin embargo, tampoco es que se sintiera muy cómoda con esa fuente de ingresos adicional como para contárselo a George. Su marido podía ponerse más que pesado con sus sermones sobre la inviolabilidad de las marcas registradas y la protección del copyright. Casi le había dado un síncope una vez que, estando en Manhattan haría unos cinco años, Belinda había intentado comprar un bolso falso de Kate Spade a un tipo que los vendía justo a la vuelta de la esquina de la Zona Cero.
Así que no guardaba los fármacos en casa.
Belinda los guardaba en la casa de los Torkin.
Bernard y Barbara Torkin habían puesto su casa a la venta hacía trece meses, cuando decidieron mudarse a la otra punta del país para vivir con los padres de ella en Arizona. Él había aceptado un trabajo de vendedor en el concesionario Toyota de su suegro cuando General Motors se deshizo de su división Saturn y la concesionaria en la que había trabajado durante dieciséis años tuvo que cerrar.
Los Torkin tenían una pequeña casa de dos plantas que por la parte de atrás daba al patio de un colegio. Por un lado, la casa colindaba con una propiedad de un hombre con tres perros que nunca dejaban de ladrar. Por el otro, con un tipo que arreglaba motos y escuchaba a los Black Sabbath las veinticuatro horas del día.
Belinda no conseguía endilgarle la casa a nadie. Ya les había aconsejado a los Torkin que bajaran el precio, pero ellos no querían aflojar. Antes muertos que venderla por un cuarenta por ciento menos de lo que habían pagado por ella. Esperarían a que el mercado se recuperara y ya venderían entonces.
Pues que esperen sentados, pensó Belinda.
La buena noticia era que la casa de los Torkin resultaba un lugar fantástico para esconder todos sus productos, y esa noche Belinda se acercaría a su «farmacia», como le gustaba llamarla, y prepararía varios pedidos.
Bajó la escalera del sótano con mucho cuidado porque llevaba tacones. Allí abajo hacía frío, y Belinda se fue quedando sin luz a medida que la puerta de la cocina fue cerrándose lentamente por la inercia. Alcanzó, justo a tiempo, la cadenita que colgaba del centro de la sala y encendió la bombilla desnuda que colgaba del techo, aunque los rincones de la habitación quedaban siempre ocultos en la sombra.
El sótano no era precisamente uno de los puntos fuertes a la hora de enseñar la casa a posibles compradores. Paredes de bloques de hormigón, techo sin revestimiento. Al menos, el suelo era de cemento y no de tierra batida. Allí abajo había una lavadora, una secadora y un banco de trabajo, pero no mucho más, salvo la caldera. Era justo ahí adonde se dirigía Belinda.
Agachó la cabeza para esquivar un conducto de la calefacción y después se metió como pudo en el espacio de un metro que quedaba libre entre la caldera y la pared. Había un hueco en lo alto de uno de los bloques de hormigón, donde descansaban las vigas de madera. Metió la mano ahí dentro y buscó. Escondía los botes todo lo hondo que podía para que no se vieran desde fuera. Allí guardaba unos quince, solo los fármacos más populares. Medicamentos para el corazón, pastillas para la acidez, para la diabetes, para empalmarse. Había tan poca luz que tuvo que sacar los botes y dejarlos en el banco de trabajo para coger solo los que necesitaba llevarse.
Se dio cuenta de que estaba temblando. Sabía que, aunque vendiera algo esa noche, seguramente no sacaría más de quinientos dólares o así. Tarde o temprano tendría que ocurrírsele algún otro plan.
A lo mejor, pensó, podría convencer a los Torkin para que hicieran alguna reparación. Les enviaría un correo electrónico diciéndoles que pensaba que podía vender la casa si ellos se encargaban de unas cuantas reformas de poca importancia. Una mano de pintura, cambiar los tablones podridos del porche de delante, contratar a alguien para que se llevara los trastos que había al fondo del jardín.
Les diría que ella podía conseguir que se lo hicieran todo por un par de miles de dólares. Y se quedaría el dinero. ¿Qué iba a hacer esa gente? ¿Subirse a un avión y volver a Milford para comprobar que las obras se estuvieran realizando? No era muy probable.
Belinda tenía otros dos clientes fuera de la ciudad a los que a lo mejor podría convencer para que hicieran reformas. Una vez que se hubiera quitado la deuda de encima, ya encontraría la manera de que alguien se hiciera cargo de esas obras si se veía obligada a ello. Si se enteraba de que los propietarios iban a volver, tendría que darse prisa en moverlo todo. Lo cierto era que Belinda prefería explicarle a esa gente por qué no se habían hecho los arreglos en sus casas a tener que explicarle a la otra gente por qué no tenía su dinero.
Sostuvo el primer bote a la luz para poder leer la etiqueta. Las pildoritas mágicas de color azul. George las había probado una vez. No esas, no las de imitación. Su médico le había facilitado una receta; quería ver de qué eran capaces. Y fueron capaces de provocarle un dolor de cabeza infernal. Durante todo el tiempo que pasó encima de ella no hizo más que quejarse y decir que necesitaba tomarse algún analgésico antes de que le estallara la cabeza.
Belinda estaba desenroscando la tapa cuando oyó que el suelo crujía por encima de ella.
Se quedó helada. Por un momento no oyó nada más y se dijo que debía de haberlo imaginado.
Pero entonces sucedió otra vez.
Había alguien caminando en la cocina, arriba.
Siempre se aseguraba de cerrar con llave la puerta principal después de entrar; no quería que nadie se colara en la casa mientras ella estaba ocupada preparando las dosis. Pero puede que, a lo mejor, de alguna forma, se hubiera olvidado de hacerlo. Alguien había visto el cartel de SE VENDE fuera y su Acura aparcado en la acera, se había fijado en la tarjeta de presentación que dejaba siempre en el salpicadero y había creído que la casa estaba abierta a visitas.
—¿Hola? —llamó tímidamente—. ¿Hay alguien ahí?
Nadie respondió.
Belinda volvió a exclamar:
—¿Ha