Como Huxley, cualquiera que decida encontrar una feliz síntesis entre las diferentes tradiciones espirituales, verá que las palabras del místico cristiano Meister Eckhat (c. 1260-1327) sonaban muchas veces a budistas: «El conocedor y lo conocido son uno. Los simples se imaginan que verán a Dios como si él estuviera allá y ellos aquí. No es así. Dios y yo somos uno en el conocimiento». Pero sus palabras también sonaban a alguien condenado a ser excomulgado por su iglesia… y así fue. Si Eckhart hubiera vivido un poco más, seguro que le habrían arrastrado a la calle para quemarlo por sus expansivas ideas. Es una considerable diferencia entre el cristianismo y el budismo.
En el mismo sentido, es engañoso considerar que el sufí místico Al-Hallaj (858-922) representa el islam. Era musulmán, sí, pero sufrió la más horrible de las muertes imaginables en manos de sus correligionarios por suponer que era uno con Dios. Tanto Eckhart como Al-Hallaj dieron voz a una experiencia de autotrascendencia de la que cualquier ser humano, en principio, puede gozar. Sin embargo, sus puntos de vista no eran coherentes con las enseñanzas fundamentales de sus fes respectivas.
En comparación, la tradición india está libre de problemas de este tipo. Aunque las enseñanzas del budismo y del advaita se insieren en religiones más o menos convencionales, contienen perspectivas empíricas sobre la naturaleza de la conciencia que no dependen de la fe. Podemos practicar la mayor parte de las técnicas de meditación budista o el método de las autopreguntas del advaita y experimentar los cambios percibidos en nuestra conciencia sin tener que creer en la ley del karma o en los milagros atribuidos a los místicos indios. En cambio, para iniciarnos como cristianos debemos aceptar de entrada una docena de cosas imposibles sobre la vida de Jesús y los orígenes de la Biblia. Y lo mismo puede decirse, excepto por unos pocos detalles sin importancia, del judaísmo y del islam. Si resulta que alguien descubre que el creer que es un alma individual es una ilusión, será acusado de blasfemia en cualquier parte al oeste del Indo.
Está fuera de toda duda que muchas disciplinas religiosas pueden proporcionar experiencias interesantes en las mentes adecuadas. Pero debe quedar claro que comprometerse con una práctica basada en la fe (y probablemente delirante), tenga los efectos que tenga, no es lo mismo que investigar la naturaleza de la mente sin asumir ninguna doctrina. Afirmaciones como esta pueden parecer diametralmente antagonistas de las religiones de Abraham, pero no por ello son menos autènticas: se puede hablar de budismo prescindiendo de sus milagros y asunciones irracionales. No se puede decir lo mismo del cristianismo o del islam.3
La relación de Occidente con la espiritualidad oriental se remonta como mínimo a la campaña de Alejandro Magno en la India, donde el joven conquistador y sus filósofos conocieron ascetas desnudos a los que llamaron «gimnosofistas». A menudo se dice que el pensamiento de estos yoguis influyó sobremanera en el filósofo Pirrón, el padre del escepticismo griego, lo cual debe de ser verdad a juzgar por lo mucho que sus enseñanzas tienen en común con el budismo. Pero estas perspectivas y métodos contemplativos nunca llegaron a formar parte de ningún sistema de pensamiento en Occidente.
Los estudios serios sobre el pensamiento oriental a cargo de personas no implicadas en dicho pensamiento no llegaron hasta finales del siglo XVIII. Por lo que sabemos, la primera traducción de un texto sánscrito a una lengua occidental fue la que hizo, en 1785, sir Charles Wilkins del Bhagavad-gita, un texto clave del hinduismo. El canon budista no volvió a atraer la atención de los estudiosos occidentales hasta al cabo de otros cien años.4
La conversación entre Oriente y Occidente empezó con toda seriedad, si bien de un modo poco propicio, con el nacimiento de la Sociedad Teosófica, ese golem de hambre espiritual y autoengaño que vino a este mundo de la mano casi exclusivamente de la incomparable madame Helena Petrovna Blavatsky, en 1875. Era como si todo lo que envolvía a Blavatsky desafiase la lógica terrenal: era una mujer tremendamente gorda de la que se decía que anduvo sola y sin ser vista por las montañas tibetanas durante siete años. También se creía que había sobrevivido a naufragios, heridas de bala y luchas de espadas. Ya sin tanto poder de persuasión, Blavatski decía estar en contacto físico con miembros de la «Gran Hermandad Blanca» de maestros ascendidos –unos seres inmortales responsables de la evolución y mantenimiento del cosmos en su totalidad–. Su líder procedía del planeta Venus, pero vivía en el mítico reino de Shambhala, que Blavatsky situaba en algún sitio próximo al desierto de Gobi. Bajo el burocrático y sospechoso nombre de «Señor del Mundo», este líder supervisaba el trabajo de los otros adeptos, incluidos Buda, Maitreya, Maha Chohan y un tal Koot Hoomi, que, según parece, no tenía nada mejor que hacer que ir por el mundo transmitiendo sus secretos a Blavatsky.5
Siempre resulta sorprendente cuando una persona atrae a hordas de seguidores y construye una gran edificio sobre su generosidad al mismo tiempo que trafica con mitología de tres al cuarto. Sin embargo, tal vez esto no fuera tan evidente en un tiempo en el que incluso la gente más ilustrada se esforzaba por asimilar la electricidad, la evolución y la existencia de otros planetas. Qué fácilmente olvidamos cómo de repente, al final del siglo XIX, el mundo se encogió y el cosmos se expandió. Las barreras geográficas entre culturas alejadas se rompieron gracias al comercio y las conquistas (entonces se podía pedir un gintónic en casi todos los lugares del mundo), y sin embargo la realidad de fuerzas ocultas y de mundos extraterrestres constituían un centro de interés cotidiano de la investigación científica más rigurosa. Inevitablemente, los transversales descubrimientos científicos se entremezclaron en la imaginación popular con los dogmas religiosos y el ocultismo tradicional. De hecho, esto sucedió, al más alto nivel del pensamiento humano, durante más de un siglo: siempre es instructivo recordar que el padre de la física moderna, Isaac Newton, gastó una considerable parte de su genio en estudios sobre teología, profecías bíblicas y alquimia.
La incapacidad de distinguir lo extraño pero verdadero de lo solamente extraño era algo bastante común en la época de Blavatsky –como lo es ahora–. El contemporáneo de Blavatsky Joseph Smith, lujurioso chiflado y estafador, logró fundar una nueva religión basándose en que había desterrado las últimas revelaciones de Dios en los sagrados recintos de Manchester, Nueva York, escritos en «egipcio reformado» sobre planchas de oro. Smith descodificó este texto con la ayuda de unas «piedras de vidente», que, mágicas o no, le permitieron crear una versión inglesa de la Palabra de Dios, que fue una penosa chapuza a base de plagios de la Biblia y estúpidas mentiras sobre la vida de Jesús en América. Pero, pese a todo, el edificio resultante construido a base de absurdidades y tabúes ha sobrevivido hasta hoy.
Otro culto moderno, la cienciología, catapulta la credulidad humana a niveles todavía más altos: los adeptos creen que los seres humanos están poseídos por las almas de extraterrestres que fueron condenados en el planeta Tierra hace setenta y cinco millones de años por Xenu, el señor de las galaxias. ¿Y cómo se produjo el exilio? Pues a la antigua: los alienígenas fueron lanzados por millones a nuestro humilde planeta en una nave espacial parecida a un DC-8. Luego fueron encarcelados en un volcán y convertidos en añicos por la explosión de bombas de hidrógeno. Pero sus almas sobrevivieron, y desembarazarnos de ellas es el trabajo de toda una vida. Además es caro.6
A pesar de los imponderables de su filosofía, Blavatsky fue una de las primeras personas que anunció en los círculos occidentales que existía algo como la «sabiduría oriental». Esta sabiduría empezó su andadura hacia Occidente cuando Swami Vivekananda presentó las enseñanzas vedanta en el Parlamento de las Religiones del Mundo, que tuvo lugar en Chicago en 1893. El budismo volvió a rezagarse: unos pocos monjes occidentales que vivían en la isla de Sri Lanka empezaban a traducir el Canon Pali, que sigue siendo el texto con más autoridad de las enseñanzas del histórico buda, Siddhartha Gautama. Sin embargo, tuvo que transcurrir otro medio siglo para que la práctica de la meditación budista empezara a enseñarse en Occidente.
No cuesta mucho criticar las ideas románticas sobre la sabiduría oriental, y una tradición de dicho criticismo surgió en el mismo instante en que el primer occidental se sentó con las piernas cruzadas e intentó meditar. A finales de la década de los 1950, el autor