Y después llegó lo que transformó irrevocablemente mi opinión sobre lo buena que podía llegar a ser la vida humana. Sentí un amor ilimitado por uno de mis mejores amigos, y de repente entendí que si en aquel momento una persona desconocida hubiera cruzado la puerta, habría sido incluida por completo en aquel amor. El amor en el fondo era impersonal, y más hondo de lo que cualquier historia personal pueda justificar. En efecto, una forma de amor transaccional –te quiero porque…– parecía entonces completamente absurda.
Lo interesante de este último giro en la perspectiva fue que no lo originó ningún cambio en mi forma de sentir. No me sentía apabullado por un sentimiento amoroso nuevo. Aquella perspectiva tenía más el carácter de una prueba geométrica: era como si, habiendo vislumbrado las propiedades de un conjunto de líneas paralelas, de repente entendiera lo que todas ellas tenían en común.
En el momento en que encontré una voz a la que hablar, descubrí que esta epifanía sobre la universalidad del amor podía ser comunicada prontamente. Mi amigo lo pilló de inmediato: todo lo que tuve que hacer fue preguntarle qué haría en presencia de alguien desconocido en aquel momento, y en su mente se abrió la misma puerta. Era evidente que el amor, la compasión y la dicha en la dicha de los demás se extendían de forma ilimitada. La experiencia no era de amor que crecía, sino de amor que ya no se ocultaba. El amor era –tal como daban a conocer místicos y chalados a través de los siglos– un estado del ser. ¿Cómo no lo habíamos visto antes? ¿Y cómo podría pasarnos por alto en el futuro?
Tardé años en poner esta experiencia en contexto. Hasta entonces, para mí la religión organizada no era más que un monumento a la ignorancia y a la superstición de nuestros antepasados. Pero ahora sé que Jesús, Buda, Lao Tsé y los demás santos y sabios de la historia no fueron epilépticos, esquizofrénicos o un engaño. Seguía pensando que las religiones del mundo eran puras ruinas intelectuales, que se mantenían con un coste económico y social enorme, pero ahora sabía que las verdades psicológicas importantes podían hallarse entre los escombros.
El 20 % de americanos se describen a sí mismos como «espirituales pero no religiosos». Aunque tal afirmación parece que disgusta a creyentes y ateos por igual, separar la espiritualidad de la religión es algo muy razonable. Es afirmar dos importantes verdades a la vez: nuestro mundo está peligrosamente desgarrado por doctrinas religiosas que cualquier persona con formación debería condenar, y sin embargo hace falta más para entender la condición humana de lo que suelen admitir la ciencia y la cultura laica. Uno de los propósitos de este libro es dar una base empírica e intelectual a esas dos convicciones.
Antes de seguir adelante, debo referirme a la animosidad que muchos lectores sienten frente la palabra espiritual. Cada vez que utilizo este término, como al referirme a la meditación como una «práctica espiritual», oigo la voz de escépticos y ateos decir que he cometido un grave error.
La palabra espíritu deriva del latín spiritus, que a su vez es una traducción del griego pneuma, que significa «aliento». Más o menos en el siglo XIII, el término se vinculó a creencias sobre almas inmateriales, seres supranaturales, fantasmas y cosas por el estilo. Adquirió también otros significados: hablamos del espíritu de algo al referirnos a su principio más esencial, y usamos el término significando ciertas sustancias volátiles y licores. Sin embargo, hoy muchas personas no creyentes consideran que todo lo que es «espiritual» está contaminado por supersticiones medievales.
No comparto sus preocupaciones semánticas.1 Sí, recorrer los pasillos de cualquier librería «espiritual» es enfrentarse a los anhelos y la credulidad en grandes cantidades, pero no hay otro término –aparte de místico, aún más problemático, o contemplativo, aún más restrictivo– con el que debatir sobre el esfuerzo de la gente, a través de la meditación, la psicodelia u otros medios, para llevar su mente plenamente al presente o para inducir estados de conciencia fuera de lo normal. Y ninguna otra palabra une este espectro de experiencias a nuestra vida ética.
En las páginas de este libro someto a debate ciertos fenómenos, conceptos y prácticas clásicamente espirituales en el contexto de nuestra actual forma de entender la mente humana, y no puedo hacerlo si me circunscribo a la terminología de las experiencias ordinarias. Por este motivo usaré espiritual, místico, contemplativo y trascendente sin pedir disculpas. Pero también debo decir que seré preciso en la descripción de las experiencias y métodos que merecen tales nombres.
Durante muchos años he sido una voz crítica de la religión y aquí no voy a montar este caballo de batalla. Espero haber sido lo bastante eficiente en este frente para que incluso los lectores más escépticos confíen en que mi detector de disparates seguirá bien equilibrado a medida que nos adentramos en este nuevo territorio. Quizás la siguiente garantía baste por el momento: nada de lo que contiene este libro ha de ser aceptado como auto de fe. Aunque me centro en la subjetividad humana –estoy hablando, al fin y al cabo, de la naturaleza de la experiencia en sí misma– todas mis afirmaciones pueden demostrarse en el laboratorio de nuestra propia vida. De hecho, mi objetivo es animar a todos a que hagan precisamente esto.
Los autores que intentan tender un puente entre la ciencia y la espiritualidad suelen cometer uno de estos dos errores: los científicos en general empiezan por tener una visión empobrecida de la experiencia espiritual, que suponen que debe ser una forma exagerada de describir estados mentales ordinarios: amor parental, inspiración artística, asombro ante la belleza del cielo nocturno. En este sentido, vemos que la sorpresa de Einstein ante la inteligibilidad de las leyes de la naturaleza está descrita como si fuera una especie de perspectiva mística.
Los pensadores new age suelen entrar en la zanja del otro lado de la carretera: idealizan los estados de la conciencia alterados y establecen engañosas conexiones entre la experiencia subjetiva y las escalofriantes teorías en la frontera de la física. Aquí se nos dice que Buda y otros contemplativos anticiparon la cosmología moderna o la mecánica cuántica y que al trascender el sentido del yo la persona puede identificarse con la Mente que generó el cosmos.
Al final, no tenemos más remedio que escoger entre pseudoespiritualidad y pseudociencia.
Son pocos los científicos y filósofos que han desarrollado grandes habilidades de introspección. De hecho, la mayoría duda de que tales capacidades existan. Por el contrario, muchos de los grandes contemplativos no saben nada de ciencia. En cambio, existe una relación entre el hecho científico y la sabiduría espiritual, y la relación entre ambos es más directa de lo que la gente supone. A pesar de que las perspectivas que podemos tener con la meditación no nos dicen nada sobre el origen del universo, sí nos confirman algunas verdades bien establecidas acerca de la mente humana: nuestro sentido convencional del yo es una ilusión; las emociones positivas, como la compasión y la paciencia, son habilidades que pueden enseñarse; y nuestra forma de pensar influye directamente sobre nuestra experiencia del mundo.
Hoy en día existe abundante literatura sobre los beneficios psicológicos de la meditación. Diferentes técnicas provocan cambios duraderos en la atención, la emoción, la cognición y la percepción del dolor, que se corresponden con cambios en el cerebro, tanto estructurales como funcionales. Este campo de investigación está creciendo rápidamente como lo hace nuestra comprensión de la autoconciencia y de los fenómenos mentales relacionados. Dados los recientes avances en la tecnología de la neuroimagen, ya no tenemos obstáculos prácticos que nos impidan investigar sobre la percepción espiritual en un contexto científico.
La espiritualidad debe distinguirse de la religión, porque gente de todas las religiones, y de ninguna, ha tenido el mismo