Como ya escribí en mi primer libro, El fin de la fe, la disparidad entre la espiritualidad oriental y la occidental puede comprarse a la que hay entre la medicina oriental y la occidental (con la flecha del desconcierto apuntando en la dirección contraria). La humanidad no entendió la biología del cáncer, ni desarrolló antibióticos y vacunas, ni definió el genoma humano bajo la luz oriental. Por consiguiente, la medicina real es casi por completo un producto de la ciencia occidental. En cuanto a que las técnicas de la medicina oriental funcionen de verdad, estas tienen que ajustarse, ya sea por diseño o por casualidad, a los principios de la biología tal como los conocemos en Occidente. Esto no significa que la medicina occidental sea completa. Dentro de pocas décadas muchas de las prácticas que ahora son normales nos parecerán una salvajada. Solo tenemos que echar un vistazo a la lista de efectos secundarios que acompañan a la mayoría de medicamentos para darnos cuenta de que son herramientas terriblemente desafiladas. Aun así, la mayor parte de nuestros conocimientos sobre el cuerpo humano –y sobre el universo físico en general– surgió en Occidente. El resto es instinto, folcklore, confusión y muerte prematura.
Una comparación sincera de las tradiciones espirituales, oriental y occidental, resulta ser igualmente injusta. La Biblia y el Corán, en tanto que manuales para la compresión de la contemplación, son menos que inútiles. La sabiduría que puedan contener sus páginas siempre es difícil de encontrar y está distorsionada, repetidamente, por antiguas barbaries y supersticiones.
De nuevo tenemos que hacer las salvedades necesarias: no estoy diciendo que la mayoría de budistas o hindúes hayan sido sofisticados contemplativos. Sus respectivas tradiciones han originado muchas de las mismas patologías que afectan a las personas creyentes de todas partes: dogmatismo, antiintelectualismo, tribalismo, creencias en lo sobrenatural. Sin embargo, es difícil exagerar la diferencia empírica entre las enseñanzas centrales del budismo y el advaita y las del monoteísmo occidental. Podemos recorrer los caminos orientales simplemente por estar interesados en la naturaleza de nuestra propia mente –sobre todo en las causas inmediatas del sufrimiento psicológico– y prestando más atención a nuestra experiencia de todo momento presente. La verdad sea dicha, no hay nada en lo que tengamos que creer obligatoriamente. Las enseñanzas del budismo y del advaita se entienden mejor tomándolas como manuales de laboratorio y registros de exploradores en los que se detallan los resultados de la investigación empírica sobre la naturaleza de la conciencia humana.
Actualmente han desaparecido casi todas las barreras geográficas o lingüísticas al libre intercambio de ideas. En mi opinión, pues, las personas con formación ya no tienen derecho a ninguna forma de provincialismo espiritual. Las verdades de la espiritualidad oriental ya no son más orientales que occidentales son las verdades de la ciencia occidental. Sencillamente estamos hablando de la conciencia humana y de sus posibles estados. Mi intención al escribir este libro es animar a los lectores a investigar por su cuenta ciertas perspectivas contemplativas, sin aceptar las ideas metafísicas que estas infundieron en los pueblos ignorantes y aislados de tiempos pasados.
Una última advertencia: nada de lo que digo en estas páginas niega que el bienestar psicológico requiera un sano «sentido del yo» –con todas las competencias que implica esta vaga frase–. Los niños tienen que convertirse en seres autónomos con confianza y seguridad en sí mismos para poder tener unas relaciones personales sanas. Y además tienen que adquirir un montón de habilidades cognitivas, emocionales e interpersonales en el proceso de llegar a ser personas adultas sanas y productivas. Lo cual quiere decir que hay un tiempo y un lugar para todo…, a menos, claro, de que no lo haya. Sin duda existen circunstancias, como la esquizofrenia, en las que no sería adecuado el tipo de prácticas que recomiendo en este libro. Para algunas personas la experiencia de un largo retiro de silencio es psicológicamente desestabilizadora.10 Vuelve a ser apropiada una comparación con el ejercicio físico: no todo el mundo está capacitado para correr una milla en seis minutos o para levantar el peso de su propio cuerpo en la banqueta. Pero muchas personas normales y corrientes son capaces de tales proezas, y existen formas mejores y peores de lograrlas. Más aún, generalmente se pueden aplicar los mismos principios de aptitud física a personas cuya capacidad está limitada por enfermedad o por accidentes.
Así pues, quiero dejar bien claro que las instrucciones dadas en este libro están pensadas para lectores adultos (más o menos) y sin enfermedades psicológicas o médicas que pudieran empeorar a causa de la meditación u otras técnicas de introspección sostenida. Si al lector le parece que prestar atención a la respiración, a las sensaciones corporales, al flujo de pensamientos o a la naturaleza de la conciencia le crea ansiedad, le ruego que consulte con un psicólogo o un psiquiatra antes de empezar las prácticas que describo.
Mindfulness
Siempre es ahora. Puede que suene banal, pero es la verdad. No es que sea verdad en tanto que una cuestión neurológica, puesto que nuestra mente se construye sobre capas de inputs que llegan en momentos que sabemos que han de ser diferentes.11 Pero sí es verdad en tanto que experiencia de la conciencia. La realidad de la vida de uno siempre es ahora. Y darse cuenta de ello, como veremos, es liberador. De hecho, creo que no hay nada más importante que debamos entender si lo que queremos es ser felices en este mundo.
Sin embargo, pasamos la mayor parte de nuestra vida olvidando esta verdad –pasándola por alto, esquivándola, rechazándola–. Y lo terrible es que nos salimos con la nuestra. Conseguimos no ser felices mientras luchamos por llegar a serlo, cumpliendo un deseo tras otro, disipando nuestros temores, codiciando el placer, alejándonos del dolor –y sin dejar de pensar ni un segundo en la mejor forma de mantener todo el tinglado en marcha–. Como consecuencia nos pasamos la vida mucho menos contentos de lo que podríamos estar. A menudo no apreciamos lo que tenemos hasta que lo hemos perdido. Anhelamos experiencias, objetos, relaciones, solo para terminar aburriéndolos. Sin embargo, el deseo persiste. Hablo por experiencia, claro.
Como remedio a esta difícil situación, muchas enseñanzas espirituales nos piden que contemplemos ideas sin fundamento sobre la naturaleza de la realidad –o por lo menos que desarrollemos el gusto por la iconografía y los rituales de una u otra religión–. Pero no todos los caminos atraviesan el mismo y áspero territorio. Existen métodos de meditación que no requieren ninguna clase de artificio o supuestos que no tienen justificación.
Para los principiantes suelo recomendar una técnica llamada vipassana (término pali para «perspectiva»), que procede de la más antigua tradición budista, la theravada. Una de las ventajas del vipassana es que puede enseñarse de una forma totalmente laica. Los expertos en esta práctica generalmente se forman en ella dentro de un contexto budista, y la mayoría de centros de retiro en Estados Unidos y Europa la enseñan asociada a la filosofía budista. Sin embargo, este método de introspección puede llevarse a cualquier contexto laico o científico sin ningún problema. (No puede decirse lo mismo sobre la práctica de los cantos al señor Krishna tocando un tambor.) Esta es la razón por la que el vipassana se está estudiando y aplicando ampliamente y lo adoptan psicólogos y neurocientíficos.
La calidad de una mente entrenada en vipassana suele denominarse mindfulness, y hoy en día abunda la literatura sobre sus beneficios psicológicos. El mindfulness