Buda describió cuatro bases para el mindfulness, que enseñó como «el camino directo hacia la purificación de los seres, la superación de la tristeza y las lamentaciones, la desaparición del dolor y la tristeza, el logro del verdadero camino, la realización de Nibbana» (en sánscrito nirvana). Los cuatro pilares del mindfulness son el cuerpo (respiración, cambios de postura, actividades), los sentimientos (sentido de lo agradable, de lo desagradable y de lo neutro), la mente (en concreto, el humor y las actitudes) y los objetos de la mente (que incluyen los cinco sentidos, pero también otros estados mentales, como la voluntad, la tranquilidad, el éxtasis, la serenidad e incluso el propio mindfulness). Es una lista peculiar, a la vez redundante e incompleta –un problema que se agrava por la necesidad de traducir la terminología pali al inglés–. Pero el evidente mensaje del texto es que la totalidad de nuestra experiencia puede convertirse en un campo de contemplación. A la persona que medita solo se le enseña a prestar atención, «ardientemente» y «con plena conciencia», «sin anhelo ni aflicción por el mundo».
El mindfulness no tiene nada de pasivo. Podría llegar a decirse que expresa un tipo de pasión concreta, una pasión por discernir lo que es subjetivamente real en cada momento. Es un modo de cognición que, por encima de todo, no se distrae, acepta y (finalmente) es no conceptual. Estar atento no consiste en pensar con más claridad sobre la experiencia; es el acto de experimentar con más claridad; incluido el surgir de los pensamientos mismos. El mindfulness es una conciencia vívida de lo que aparece en nuestra mente o nuestro cuerpo, sea lo que sea (pensamientos, sensaciones, palabras), sin anhelar lo agradable o distanciarnos de lo desagradable. Una de las grandes fortalezas de esta técnica de meditación, desde un punto de vista laico, es que no tenemos que adoptar ningún artificio cultural o creencias injustificadas. Lo único que requiere es que prestemos la máxima atención al flujo de experiencias en todo momento.
El principal enemigo del mindfulness –o de cualquier otra práctica meditativa– es nuestro hábito profundamente condicionado de distraernos por culpa de los pensamientos. El problema no son los pensamientos en sí mismos, sino el estar pensando sin saber que estamos pensando. De hecho, todos los pensamientos podrían ser perfectamente objetos de nuestra atención plena. Sin embargo, en las primeras fases de nuestra práctica el hecho de que surja un pensamiento será más o menos sinónimo de distracción, es decir, de no poder meditar. La mayoría de las personas que creen estar meditando solo están pensando con los ojos cerrados. Pero al practicar el mindfulness lo que haremos será despertar del sueño del pensamiento discursivo y empezar a ver que cada imagen, cada idea, cada palabra que surge se desvanece sin dejar rastro. Lo que queda es la conciencia propiamente dicha, con sus acompañantes: visiones, sonidos, sensaciones y pensamientos que aparecen y desaparecen a cada momento.
Al principio de la práctica de la meditación, no está muy clara la diferencia entre la experiencia ordinaria y lo que uno considera «mindfulness», y hace falta un poco de entrenamiento para distinguir entre estar perdidos entre los pensamientos y ver los pensamientos como lo que son. En este sentido, aprender a meditar es exactamente igual que aprender cualquier otra habilidad. Para poner correctamente una inyección hace falta pinchar una infinidad de veces, lo mismo que para obtener música rasgando las cuerdas de una guitarra. Con práctica, el mindfulness llega a ser un hábito de atención bien formado, y lo que lo diferencia del pensamiento ordinario cada vez será más evidente. Al final, es como si nos despertáramos repetidamente de un sueño y nos encontráramos sanos y salvos en la cama. Por muy terrible que sea el sueño, el alivio es inmediato. Y aun así es difícil mantenernos despiertos más de unos segundos cada vez.
Mi amigo Joseph Goldstein, uno de los mejores maestros de vipassana que conozco, compara este cambio en la conciencia con la experiencia de sentirse completamente inmerso en una película y de golpe darnos cuenta de que estamos sentados en una sala mirando un simple juego de luces proyectado en la pared. La percepción no ha cambiado, pero se ha roto el hechizo. La mayoría de nosotros nos pasamos la vida, mientras estamos despiertos, perdidos en la película de nuestra vida. Hasta que no vemos que hay una alternativa a ese encantamiento, estamos totalmente a merced de las apariencias. Insisto, la diferencia que estoy describiendo no consiste en lograr una nueva comprensión conceptual o en adoptar nuevas creencias sobre la naturaleza de la realidad. El cambio se produce cuando experimentamos el momento presente antes de que surja el pensamiento.
Buda enseñó mindfulness como la respuesta adecuada a la verdad de dukkha, término pali que suele traducirse, no muy acertadamente, como «sufrimiento». Una mejor traducción sería «estado de insatisfacción». El sufrimiento puede no ser inherente a la vida, pero el estado de insatisfacción sí lo es. Deseamos una felicidad duradera en medio del cambio: nuestro cuerpo envejece, los objetos queridos se estropean, los placeres se desvanecen, las relaciones fracasan. Nuestro apego a las cosas buenas de la vida y nuestra aversión a las malas equivalen a una negación de estas realidades, lo cual lleva inevitablemente a sentimientos de descontento. El mindfulness es una técnica para lograr serenidad en medio del cambio constante, que nos permite simplemente ser conscientes de la cualidad de la experiencia en todo momento, tanto si es agradable como si no lo es. Puede que parezca una receta para la apatía, pero no es así necesariamente. Es posible estar en plena conciencia –y, en consecuencia, sentirnos en paz con el momento presente–, incluso cuando trabajamos para cambiar el mundo para mejorarlo.
La meditación mindfulness resulta extraordinariamente simple de describir, pero no es fácil ponerla en práctica. Dominarla requiere un talento especial y toda una vida de dedicación, sin embargo está al alcance de la mayoría de las personas lograr una auténtica transformación en la percepción del mundo. La práctica es el único camino para el éxito. Las sencillas instrucciones que aparecen en el cuadro siguiente son como las instrucciones para andar sobre la cuerda floja, que, supongo, deben de ser algo así:
1 Busque un cable horizontal que pueda soportar su peso.
2 Póngase de pie en uno de los extremos.
3 Camine hacia delante poniendo un pie justo delante del otro.
4 Repítalo.
5 No se caiga.
Está claro, los pasos del 2 al 5 comportan un poco de ensayo y error. Por suerte, los beneficios de la práctica de la meditación llegan mucho antes de dominar completamente la técnica. Y la caída, en el caso que nos concierne, se produce ininterrumpidamente, cada vez que nos perdemos en los pensamientos. Repito, el problema no son los pensamientos en sí mismos, sino el estado de pensar sin ser completamente consciente de estar pensando.
Como no tarda en descubrir todo el que medita, la distracción es la condición normal de nuestra mente: la mayoría de nosotros nos caemos del cable cada dos por tres, ya sea porque resbalamos felizmente en la ensoñación o nos sumergimos en el miedo, la ira, el autoodio y otros estados mentales negativos. La meditación es una técnica para despertar. El objetivo es salir del trance del pensamiento discursivo y, reflexivamente, dejar de desear lo agradable y de alejarnos de lo desagradable, para poder disfrutar de una mente libre de preocupaciones, una mente abierta como el cielo y tranquilamente consciente del flujo de la experiencia en el momento presente.
Cómo meditar
1 Siéntate cómodamente, con la espalda recta, en una silla o en el suelo sobre un cojín.
2 Cierra los ojos, inspira varias veces profundamente y nota los puntos de contacto de tu cuerpo con la silla o el suelo. Percibe las sensaciones relacionadas con la postura: sensación de presión, de calor, de hormigueo, de vibración, etc.
3 Gradualmente hazte consciente