Para terminar este complemento de respuesta, desde América Latina, no se puede dejar de lado la propuesta decolonial (Mignolo, 2018). Aníbal Quijano será sin duda conocido de los lectores hispanoparlantes. La idea de “colonialidad del poder” que propuso Quijano (2000a; 2000b; 2014),
… se funda en la imposición de una clasificación racial/étnica de la población del mundo como piedra angular de dicho patrón de poder y opera en cada uno de los planos, ámbitos y dimensiones, materiales y subjetivas, de la existencia social cotidiana y a escala societal. Se origina y mundializa a partir de América. (2000a, p. 342)
Así, el rechazo al orden impuesto por el proceso socioeconómico que fue/es la colonización, tal como lo destacó Buzan, es claro; pero, lo que pone en evidencia Mignolo es que Quijano marca una “determinación a desprenderse del paradigma de la racionalidad/modernidad” (2018, pp. 375-376). Esto supone un rechazo a la filosofía y a la fenomenología continental. No una simple negación de todas sus categorías (anticolonialismo), sino la necesidad de entender que los problemas y las necesidades de Suramérica y otras regiones del mundo son distintas a las de Occidente; eso a pesar del “trasplante” que se hizo, durante el periodo de colonización, de la filosofía y fenomenología occidental en todos estos contextos locales.
Elaborando desde lo anterior, se puede decir que el poscolonialismo no es la voluntad de promover el interés de unos en detrimento de los de Otros, más bien, es la consciencia que tienen algunos agentes sociales, desde su experiencia del “exilio”, de los órdenes sociales promovidos como naturales en un contexto espacio-temporal específico. No solo los discursos incluyentes orientalizan, sino que los discursos exiliados/heterodoxos reflejan los referentes de la doxa (Bourdieu, 1984, pp. 169-205; Hardy, 2008; Diawara, 1990).
Exilio, heterodoxia y narrativas feministas
Buzan (2018a) menciona en una sola oportunidad al feminismo. Sin embargo, en compañía de Acharya (Acharya y Buzan, 2019, pp. 285-320), subrayan los aportes fundamentales que se hicieron al proyecto de “RR.II. globales” desde el feminismo, específicamente gracias al instrumento de análisis que es la interseccionalidad. Y es cierto, los trabajos editados por Randolph Persaud y Alina Sajed (2018), tal como los citados por Acharya y Buzan, muestran la relevancia de las lecturas feministas, de género y poscoloniales para todos los estudiosos de las relaciones internacionales.
Las Perspectivas Feministas (PF) se posicionan desde el exilio. Si bien este exilio puede ser geográfico, económico o político, es ante todo uno construido a partir de una categorización de los cuerpos humanos en función de narrativas espaciotemporalmente contextualizadas y ordenadoras. Este exilio, es el que conocen los a quienes se les niega su capacidad de agencia o, dicho de otra manera, su capacidad a influir en el proceso de (re)producción de las estructuras sociales. Las PF en RR.II., por lo menos desde el reclamo de Ann Tickner (1988), han, en efecto, explorado los límites que la doxa de RR.II. vigila. Se podría decir que los estudios feministas se categorizan en función del uso que hacen de la reflexión en términos estructurales (Guzzini, 1993). Lene Hansen (2015) retoma una división admitida (Jaggar, 1983; Harding, 1986) que se propone resumir aquí.
Las PF se pueden entender como narrativas que apuntan 1) a la emancipación de los cuerpos sexuados de la dominación patriarcal, 2) a la emancipación de la narrativa machista y 3) a la emancipación de las inseguridades individuales que producen. Estas narrativas se organizan en función de su postura metodológica y, por consiguiente, del entendimiento del concepto de género que admiten. Según este criterio, se pueden identificar tres maneras de ver feminista: una racionalista, una de postura y una posestructuralista.
La perspectiva feminista racionalista se puede asimilar a lo que Sandra Harding (1986) nombró la corriente “empiricista” y Ann Tickner (2001) el “feminismo liberal”. Para estos estudios feministas, la diferenciación entre hombre y mujer no es una división que genera debate porque se construye sobre categorías biológicas empíricas: macho y hembra. El feminismo racionalista es positivista, acepta que la diferenciación de género se articula alrededor de una separación natural, objetiva y universal de los sexos. En esos estudios, el género es visto como una variable independiente que debe permitir resolver los problemas de inequidad o abusos sufridos (variables dependientes). El feminismo racionalista es comprometido desde un sesgo moral claro, que tiene como fin liberar a las mujeres de los efectos negativos ligados al papel que asumen en la sociedad. El feminismo racionalista es reformista. Supone “mejorar” el andamiaje social, limitando sus externalidades negativas (desigualdad de género) y asegurando la perennidad del orden. Los trabajos de Ann Tickner (2014) y Jacqui True (2013) pueden ser ilustrativos.
El feminismo de postura o standpoint feminism es reivindicativo. Desde este punto de vista, los Estados, los únicos actores de las relaciones internacionales, son considerados como determinados por la estructura patriarcal y silenciadores de las voces de las mujeres. En términos metodológicos, esta cosmovisión implica un movimiento hacia el género como variable dependiente; es decir, pasar de la simple consideración de la existencia de estructuras sociales políticamente neutras que se podrían enmendar, al análisis de sus consecuencias sobre la vida cotidiana y a la identificación de sus raíces profundas, para fomentar la emancipación. Aquí, los trabajos de Cynthia Enloe (1990; 2004) y Laura Shepherd (2008; 2015) son buenos ejemplos.
El feminismo posestructuralista es contestatario. Admite la existencia de estructuras sociales que determinan la vida de los cuerpos sexuados e invita a deconstruir la heteronormativa que asigna roles sociales en función de la forma de los cuerpos. Más allá del sexo y del género, el énfasis está en la necesidad de revelar las implicaciones del discurso que marca el género (gendered discourse). Invita a reformular las categorías de identidades sociales, a considerar el género como un acto performativo y a formular discursos que apunten a la emancipación del cuerpo. Haciendo énfasis en la equivalencia entre lo que es personal, privado, político y público, el feminismo posestructuralista lleva a interrogar el concepto de género tal como ha logrado definirse en las instancias de toma de decisión; en resumen, cuestiona lo que ha sido el logro histórico de las demás PF: abrir las puertas de los Estados a las temáticas del feminismo. Los trabajos de Judith Butler (1993; 2015) son aquí la referencia.
Frente a ese panorama, se puede decir que la interseccionalidad, el instrumento de recolección y análisis de datos destacado por Buzan, lleva a abrir, a flexibilizar o a modificar por completo los criterios de definición de la identidad.
Hablar de género tiende a distribuir roles en la sociedad en función de dos categorías: mujer y hombre. Pero cuando
… se refiere a la experiencia interna e individual que cada persona siente profundamente con el género, que puede o no corresponder con el sexo asignado al nacer, incluyendo un sentido del cuerpo (que puede suponer, si escogido libremente, modificaciones de la apariencia corporal ya sea por medios médicos, quirúrgicos u otros medios) y otras expresiones del género, incluyendo vestidos, discursos y manierismos. (Lavinas Picq y Thiel, 2015, p. 172)
Entonces, la “identidad de género” se vuelve más flexible, favoreciendo la multiplicación de las acepciones de la identidad. Así, a las categorías de género mujer y hombre, se pueden agregar otras: Heterosexual, lesbiana (L), gay (G), bisexual (B), transgénero (T), intersexual (I), hombre que tiene sexo con hombre (HSH), mujer que tiene sexo con mujer (MSM) o queer (Q), para citar las más nombradas.
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