AIMARA LARCEG
Hijos del fuego, herederos del hielo
Editorial Autores de Argentina
Aimara Larceg
Hijos del fuego, herederos del hielo / Aimara Larceg. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-1044-0
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título.
CDD A863
Editorial Autores de Argentina
www.autoresdeargentina.com
Mail: [email protected]
Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
I
Los motivos que la habían llevado hasta ahí, eran imposibles de descifrar. Quizá la curiosidad influyera, la soledad, la necesidad de experimentar, o una mezcla de todas. A Elwinda le gustaba meter las manos en materia desconocida y esa era la ocasión perfecta.
Arrastrada irremediablemente hacia las entrañas de las Montañas Lúgubres, se sumergía en el misterio a cada paso. Las lenguas pueblerinas hablaban acerca del mortal y siniestro lugar al que pocos sobrevivían, una serie de túneles cavernosos conectados unos con otros, donde moraban monstruos de proporciones enormes. Se decía que el corazón de la montaña era diferente, elevado a varios metros por encima del mar. Allí existían especies de animales, plantas, árboles jamás vistos. A medida que avanzaba, podía entrever los colores brillantes en el lomo de los diminutos reptiles que huían de la luz de su magia, el tornasol de los escarabajos antes de escurrirse entre las grietas, e incluso el maravilloso destello de las alas de una mariposa, una especie con hilos luminosos en ellas, que parpadeaban ante cada movimiento. A lo largo del camino había otras criaturas que brillaban en la oscuridad, dejando ligeros destellos detrás de su andar apresurado. También había minerales, muchísimos de ellos, más tarde recogería muestras para estudiar a fondo.
Los monstruos de proporciones enormes que describían las leyendas, en realidad eran arañas o serpientes que, frente a los escasos depredadores, habían aumentado de tamaño sin límites a lo largo del tiempo.
Pese a todo su objetivo era llegar a los árboles que crecían en el centro. Esperaba que fueran como las ilustraciones del libro que cargaba consigo. Ejemplares enormes con troncos gruesos y semillas a la medida, las que necesitaba para poder avanzar con su proyecto. Árboles de sangre, una especie mágica cuyo nombre no se debía al color de las hojas o del tronco como cabría esperar, sino a los espíritus que merodeaban en torno a ellos. Ante el mínimo rasguño el agresor moría brutalmente y su sangre regaba las raíces del árbol. Una leyenda hasta que la comprobara con sus propios ojos.
La oscuridad le daba una sensación de atemporalidad. El aire empezaba a escasear, haciendo que sus pulmones trabajaran a toda máquina. Era una lucha constante entre su cuerpo y sus pensamientos para evitar retroceder, ya no había tiempo de rendirse.
Nadie sabría decir cuánto pasó antes de ver una luz al final del camino, apresuró el paso atenta a los alrededores. Pronto fue evidente que en el corazón de la montaña la vida bullía. Desde la distancia apenas alcanzaba a ver algún fragmento verde entre las rocas, el sonido de una corriente de agua llegaba hasta sus oídos con una musicalidad mágica. Se acercó a una pared y acarició la piedra, sobre las salientes crecía un musgo de textura suave y agradable. Luego atravesó la última barrera que la separaba de la penumbra para adentrarse en un paisaje de ensueño: la luz solar derramaba miles de destellos sobre el agua, que cambiaban su posición con cada movimiento. La vegetación surgía de todas partes, ofreciendo tonalidades de verdes increíbles, y los árboles, inconfundibles, extendían sus ramas hacia el techo. Elwinda entrecerró los ojos para ver este último, los rayos entraban oblicuos a través de agujeros de apariencia artificial. Ya no había dudas de que se encontraba en lo alto de la montaña. A través de las aberturas entraban y salían agitando sus alas cientos de pájaros, cuya especie le resultaba desconocida.
Elwinda no daba crédito a todo lo que sus ojos veían. Sacó el libro destartalado del morral y lo abrió para comparar las ilustraciones con la realidad. En definitiva, el autor había estado muy cerca, lo suficiente como para detallar las espirales en cada nudo, la perfección con las que las raíces se aferraban a la roca. Desde aquel entonces las mismas se habían expandido hasta alcanzar la orilla del río y las ramas alcanzaban el techo. Intentó buscar el ángulo utilizado por el ilustrador, pero no lo encontró.
El primer paso era inspeccionar la zona. Necesitaba un árbol pequeño que le permitiera trepar cómodamente para poder arrancar una semilla. Había cientos de ellas, todas del tamaño de un niño pequeño. Después de pensárselo, eligió uno que le pareció menos monstruoso que los demás, ¿Para qué era una bruja si era incapaz de bajar una simple semilla de un árbol? Sus sospechas de que allí sus poderes eran limitados terminaron de confirmarse al intentar la telequinesis. En la naturaleza existían minerales mágicos capaces de absorber los poderes de los magos, quizá se encontrara cerca de alguno.
Se le ocurría que podía ayudarse de las ramas para impulsarse, crecían alrededor del tronco en forma de espiral, hasta el punto de parecer una escalera. Los nudos también servirían, especialmente en aquel tronco torcido hacia la derecha. Se decidió a escalar por la parte frontal. Era extraño, no había personas pero podía sentir varios pares de ojos sobre ella. El trasfondo de una fuerza antigua le recordó haber leído que los exploradores les llamaban «Árboles malditos». Les creía. Comenzaba a arrepentirse de haber ido sola.
Gracias a la escasa cantidad de hojas que tenían las ramas, era fácil visualizar las semillas. De cerca parecían el hueso de un durazno gigante. Tardó un buen tiempo en llegar a la primera. A continuación analizó el tallo grueso sujeto a la rama, preguntándose cómo iba a cortarlo con un puñal tan pequeño. Sus posibilidades se resumían a cortar un poco, forcejear y huir lo más pronto posible de ahí. Estaba tan concentrada en su plan que casi cayó de espaldas. Con el corazón a punto de salírsele del pecho se trepó otra vez a la rama en cuestión, cuando ya estuvo segura de poder mantenerse sujeta solo con las piernas, sacó el puñal de entre sus ropas. Las miradas invisibles se intensificaron hasta el punto de erizarle el vello de la nuca.
Empezó a cortar el tallo con toda la fuerza que le fue posible y al instante un perfume agradable le llenó las fosas nasales. La savia hacía la tarea más difícil, a veces tenía que detenerse a limpiar la zona para evitar que se convirtiera en una masa pegajosa. A mitad del trabajo, la leyenda se hizo realidad. La brisa que antes le mecía suavemente los cabellos, se transformó en un viento violento. Elwinda se abrazó a la rama para evitar caer. Bajo la premisa de ya haber comenzado a cortar, no se dejó amedrentar por los susurros provenientes de abajo. Volvió a su tarea con más energía que antes. Mientras tanto los espíritus ya tenían forma y alcanzaban el tronco del árbol.
A mitad de camino se dio cuenta de que podría estar cortando eternamente y decidió que lo mejor sería hacerlo a la fuerza, así que se guardó el puñal, tomó lo que quedaba del tallo, jaló con todas sus fuerzas. La semilla cayó sin romperse, rodó cuesta abajo y Elwinda siguió el recorrido hasta que la perdió de vista a orillas del río, si la corriente la arrastraba tendría que empezar de nuevo. No obstante, sus problemas inmediatos se encontraban justo bajo sus pies, trepando hacia ella por el tronco. Pese a la situación esos seres tenían algo fascinante, eran espíritus guardianes hechos a medida de los árboles. Le resultaba difícil decidir qué era más interesante, si su materia etérea, la resonancia de sus voces, o la fortaleza con la que avanzaban. A sabiendas de que le sería imposible ganar esa carrera, reunió coraje para tomarse de una rama, balancearse, apoyar la punta de los pies sobre la rama inferior. Cuándo estaba a punto de soltarse, uno de los espectros la jaló