—Oh, Dios. ¿Ése es el rancho de tu hermano? —le preguntó de repente. Casi tenía la nariz aplastada contra el cristal, como una niña pequeña.
Pero Drew sabía muy bien que debajo de aquel suéter verde que se había puesto antes de salir hacia el aeropuerto se escondía una mujer hecha y derecha.
—Es precioso —añadió, ajena a los pensamientos de él—. Parece sacado de una vieja película, de un Western —le miró por encima del hombro y sonrió—. Con John Wayne cabalgando hacia la hacienda. Habrá que verlo de día.
—Creo que necesitas dormir un poco más —le dijo él en un tono irónico, restándole importancia a su entusiasmo.
Ella levantó la barbilla y volvió a mirar por la ventanilla. La limusina se había detenido delante de la casa. La entrada era de piedra y tenía un arco de estilo morisco. Sin esperar a que el conductor le abriera la puerta, Drew bajó rápidamente. El viaje en coche desde San Antonio no les había llevado mucho tiempo, pero estaba deseando estirar las piernas después del viaje en avión. El espacio era muy importante para él. Ésa era una de las razones por las que le gustaba tanto vivir en San Diego. Cada vez que necesitaba tomar un poco el aire se iba a la playa. ¿Qué más espacio podía necesitar delante del océano Pacífico? Contempló la casa de su hermano mayor. La había comprado de repente unos años antes. Había dejado su vida entera en Los Ángeles para vivir en Texas. J.R. había renunciado a su puesto en el cuartel general de Fortune Forecasting para dedicarse a criar ganado. Atrás habían quedado los trajes de diseño, los coches de lujo… Lo había cambiado todo por las camisas de franela y las camionetas. Y se había casado con Isabella Mendoza. Drew llevaba un año sin pasar por el Orgullo de Molly, pero, aunque fuera medianoche, podía ver que la centenaria hacienda estaba más que cuidada. Le abrió la puerta a Deanna y ella bajó sin siquiera mirarle. Seguía admirando la casa con ojos de asombro. Drew se dijo que era mucho mejor así, pues aún no se le había pasado el arrebato sexual.
A lo mejor hubiera sido mejor que se quedara con aquel horrible traje de vieja que llevaba en la oficina… Todos sus trajes eran iguales. Estaban hechos para esconder aquel trasero que sin duda estaría perfecto dentro de unos buenos vaqueros ceñidos. Molesto con sus propios pensamientos, sacó el equipaje del maletero cuando el conductor se lo abrió.
—Ya lo tengo. Gracias —le dio una generosa propina al chófer.
—Gracias, señor Fortune. Feliz Año Nuevo. Y a usted también, señorita —el conductor cerró el maletero, se puso al volante y salió a toda velocidad. Sin duda debía de estar impaciente por irse a su propia fiesta.
De pronto, Deanna y Drew se encontraron solos en mitad de la noche, a la luz de la luna. El momento parecía tan íntimo… Hacía fresco, pero Drew sentía un calor abrasador. En cualquier otra circunstancia, aquella situación le hubiera parecido de lo más cómica y divertida. Sin embargo, en ese momento casi deseaba tener la cuerda alrededor del cuello. Ella le observaba con aquellos ojos oscuros y misteriosos, pero la forma en que se humedecía los labios demostraba que no era más que nerviosismo.
—¿Seguro que estamos haciendo lo correcto?
La única cosa de la que Drew estaba seguro en ese momento era que no recordaba ningún motivo poderoso para no desearla con locura.
Agarró con más fuerza la maleta y se volvió hacia el arco de la entrada, haciendo un gesto con la barbilla.
—Sí. Vamos.
Ella volvió a humedecerse los labios y avanzó delante de él, en dirección a la imponente puerta de madera.
—Será mejor que llames a la puerta —le aconsejó él.
Habían llegado con mucho retraso y entrar sin más no debía de ser buena idea. A lo mejor a J.R. también le había dado por dormir con un arma cargada en la mesita de noche…
Deanna llamó suavemente, dando unos golpecitos en la puerta.
—Vamos, Dee. No van a oírlo.
Ella le miró un instante y entonces llamó con más energía.
—¿Así?
Enseguida oyeron el ruido de un pestillo y Drew sonrió. La puerta se abrió de par en par y su hermano apareció en el umbral.
—Ya era hora —dijo J.R., con una sonrisa en los labios.
—Yo también me alegro de verte —le dijo Drew y, sin más prolegómenos, puso el brazo sobre el hombro de Deanna.
Ella se sobresaltó.
—¿Te acuerdas de mi secretaria, Deanna?
J.R. asintió.
—Hemos llegado tarde porque… Esta noche me ha dicho que se casará conmigo.
Se hizo un silencio abrupto. Y entonces la sonrisa de J.R. se hizo aún más efusiva.
—Bueno, entonces… —el ranchero se volvió hacia la joven, pero Drew no tardó en ver escepticismo en su mirada—. Estáis perdonados por haber llegado tan tarde, granujas —le quitó el bolso del hombro, la agarró del codo y la hizo entrar.
—¿Granujas? —Deanna se rió suavemente.
—Mejor eso que renacuajo —murmuró—. Eso es lo que solía decirle a Darr.
Dos años más joven que Drew, Darr era el benjamín de la familia; bombero de profesión y fuerte como un roble. Podía tumbarlos a todos sin pestañear.
—A ti todavía te faltan bastantes años para los cuarenta —le dijo J.R., riéndose a carcajadas y dándole un abrazo a su hermano—. Así que tengo derecho a llamarte lo que me dé la gana. Vaya, me alegro mucho de verte —rápidamente se apartó de Drew y agarró la enorme maleta de Deanna—. Aunque ya empezaba a preguntarme si te vería llegar antes del amanecer.
Dio media vuelta y echó a andar por el silencioso pasillo. Iba descalzo.
—Isabella se quedó despierta un rato, pero al final se durmió —miró a Deanna por encima del hombro—. Es mi esposa.
Deanna asintió.
—Drew me ha hablado de ella. Espero no ser una molestia. Le dije a Drew que te llamara para avisarte de que venía con él.
—No te preocupes —le aseguró J.R.—. Estamos encantados de tenerte aquí —sonrió de oreja a oreja—. Sobre todo por ser tan valiente como para aguantar a nuestro querido Andrew. Además, así podrás asistir a la boda.
Drew vio que Deanna se sonrojaba.
—Eres muy amable.
—Mi esposa me daría una patada en el trasero si no fuera así —afirmó J.R., desviándose por un pasillo—. Jeremy también ha venido —señaló con la barbilla—. Está en esa habitación al final del pasillo. Llegó ayer.
Deanna miró a su alrededor y contempló las paredes de escayola blanca. Drew sabía que eran nuevas, pero parecían de la misma época que la casa.
—¿Ése es uno de los tapices de tu esposa? —le preguntó, señalando un colorido dechado de punto colgado en la pared—. Drew me ha dicho que es toda una artista.
J.R. asintió con la cabeza. La expresión de su rostro era de puro orgullo.
—No hay rincón en esta casa donde no haya dejado su huella —dijo y entonces abrió una puerta—. Os quedaréis aquí —se echó a un lado y, afortunadamente para Deanna, no llegó a ver la mirada de pánico que acababa de lanzarle a Drew al entrar en la habitación.
Lo más llamativo era la enorme cama que abarcaba la mayor parte del dormitorio.
—Muy acogedor —le dijo Drew a su hermano, intentando