—Estoy seguro de que mi prometida será bienvenida en cualquier reunión familiar —le dijo con sequedad—. Bueno, en realidad la estarán esperando —agitó la botella delante de ella—. Llama al piloto de nuevo. Dile que llegaremos una hora más tarde de lo planeado.
Deanna sintió unas ganas absurdas de echarse a reír. A lo mejor estaba al borde de la histeria.
¿De verdad había accedido a casarse con él?
—Ya le di una hora de margen la última vez que cambié la hora del vuelo —le dijo.
Él levantó las cejas.
—Vaya, qué bien me conoces —sonrió de oreja a oreja—. Bien hecho.
Ella se las arregló para sonreír.
—Vamos. Abramos la botella y celebrémoslo. Busca unos vasos, ¿quieres? —volvió a entrar en su despacho—. Y deberías decirles a tus amigas que no vas a poder ir al spa.
Deanna lo recordó de pronto. Se había olvidado de ellas por completo. Sacó el móvil y volvió a encenderlo. Haciendo caso omiso del indicador de mensajes pendientes, llamó a Susan, que era la que lo había preparado todo, y le dejó un mensaje en el buzón de voz. Y entonces pensó si debía o no llamar a su madre. Ella ya sabía que iba a pasar el fin de semana fuera. Eso no había cambiado, aunque el destino fuera distinto. ¿Y qué iba a decirle cuando la llamara? ¿Que iba a casarse con el jefe? Si le decía eso, Gigi seguramente pensaría que había muerto y que había ido al cielo. Ella no había podido conseguirlo, pero su hija sí… Deanna oyó el sonido del corcho al salir disparado de la botella y, a pesar del sentimiento de culpa, volvió a apagar el teléfono. El único daño que Gigi le haría ese fin de semana sería comprar más cosas; cosas que al final tendría que devolver. Se levantó y fue a toda prisa hacia la pequeña sala de descanso de los empleados. Sacó dos vasos de plástico de un armario y volvió al despacho de Drew.
Al entrar por la puerta casi se le cayeron los vasitos. Él se estaba quitando la camisa que llevaba puesta.
—¿Qué estás haciendo?
Él hizo una bola la camisa y la tiró a un lado. La camiseta blanca que llevaba debajo le marcaba todos los abdominales.
—Se me ha derramado el champán —le dijo él. Agarró la botella y Deanna pudo ver una mancha de líquido en el escritorio—. Aquí —le agarró una mano y le llenó el vaso en el aire.
—Es mucho —le dijo ella, viendo que se lo había llenado casi hasta arriba.
Tenía que hacer un gran esfuerzo por no mirar aquel pectoral bien torneado y fibroso. No era que nunca le hubiera visto descamisado, o incluso desnudo de cintura para arriba… Cuando jugaba al vóley playa en el picnic de la empresa todos los años… Una burbuja de histeria le subió por la garganta, pero consiguió tragársela antes de que explotara.
—Disfruta un poco —le dijo él, sonriente, quitándole el otro vaso de la mano—. Es Nochevieja.
Deanna le entregó el vasito con alivio. Así podría agarrar su propio vaso con ambas manos y controlar los temblores de quinceañera enamorada que la sacudían de pies a cabeza.
—Por el matrimonio —dijo él, alzando su vaso.
Ella sintió que el estómago le daba un vuelco, pero consiguió mirarle con un gesto impasible.
—No deberías bromear sobre ello.
—¿Y quién está bromeando? —empujó el vaso de ella con el suyo propio—. Por lo menos los dos sabemos exactamente el beneficio que vamos a sacar del trato. Nada de ilusiones ni sorpresas.
—Sí —dijo ella y bebió su primer sorbo de champán.
La bebida le supo tan amarga como los nervios que le atenazaban el estómago, pero se la tragó de todos modos.
—Un anillo —dijo él de repente.
—¿Disculpa? —ella levantó la vista de golpe.
—Necesitamos un anillo de compromiso — tomó su móvil del escritorio otra vez y consultó la guía.
—No vas a encontrar una joyería abierta en Nochevieja —le advirtió ella—. Ni siquiera Zondervan’s.
Él sonrió de oreja a oreja. Tecleó un número y se puso el aparato al oído.
—¿Con todo lo que les he comprado a lo largo de los años? ¿Apuestas algo?
—Eh… No, gracias —le dijo ella, por si acaso. No quería arriesgarse, sobre todo teniendo en cuenta todos los pedidos que había tenido que hacer a la joyería a lo largo de los años.
—Chica lista.
Presa de una extraña debilidad, Deanna se sentó y sacudió la cabeza. Su madre siempre le decía que las chicas listas eran las que cazaban al jefe. Y ella siempre le respondía que ella nunca, nunca sería de ésas…
Capítulo 3
VAMOS, Bella Durmiente. Despierta —Drew le dio un codazo en el hombro.
Pero Deanna sólo suspiró, cambió de posición y su cabeza fue a parar al hombro de él. Se había quedado dormida en la limusina que los había ido a recoger al aeropuerto de San Antonio. Su pelo olía a manzanas verdes. Él cerró los ojos un momento y recordó que era Deanna, la joven secretaria que una vez más lo sacaría de un aprieto. Pero ella también sacaba algo a cambio: resolver lo de su madre. Sin embargo, para él eso no era nada en comparación. Por fin tendría el derecho a estar al frente de Fortune Forecasting.
—Deanna —quiso agarrarle la mano, pero titubeó un momento.
El enorme solitario que había escogido de entre las doce piezas que Bob le había llevado a la oficina, brillaba en su dedo anular. Incluso bajo la tenue luz de la parte de atrás de la limusina, la piedra resplandecía. ¿Cuántas veces había dicho que un anillo de boda no era más que la cuerda para el ahorcado? La ironía del destino… En ese preciso momento llevaba dos alianzas de platino en el bolsillo, a juego con el anillo de compromiso. Todo estaba listo para el gran día, fuera cuando fuera. Dada la impaciencia de su padre, no podría ser muy tarde.
Drew ignoró aquellos dedos delgados y le sacudió la muñeca allí donde llevaba el reloj de pulsera tamaño maxi.
—Despierta, Dee —le dijo en un tono más alto.
Ella volvió a mover la cabeza y abrió los ojos lentamente.
—¿Mm? —murmuró, mirándole con ojos adormilados.
Drew pensó que probablemente tendría esa misma expresión en la cama y enseguida empezó a sentir un calor que le recorría la entrepierna.
«Maldita sea…», pensó para sí, incómodo consigo mismo. Se volvió hacia la ventanilla y se fijó en la verja de madera que delimitaba la propiedad de su hermano.
Deanna era su asistente; su prometida de conveniencia. No tenía que imaginársela en la cama…
—Ya casi hemos llegado a el Orgullo de Molly —se aclaró la garganta—. Es el rancho de mi hermano.
Ella parpadeó. De repente se dio cuenta de que estaba recostada contra él y se incorporó como un resorte. Se mesó el cabello y se lo echó hacia atrás.
—Me he quedado dormida —le dijo, haciendo una mueca—. Qué vergüenza. Espero no haberte babeado —añadió con un toque de sarcasmo.
—A lo mejor roncaste un poquito —le dijo él.
Ella le miró con los ojos entrecerrados y después los puso en blanco.
—No es verdad.