Deanna se metió las manos en los bolsillos para resistir la tentación de abrazarle.
—Me alegro de que hayas hablado con ella —le dijo de nuevo.
—También me dijo que significa mucho para ella que Jeremy y yo nos hayamos quedado.
—Claro.
—¿Desde cuándo has querido tener hijos? —le preguntó él de repente, echando a andar de nuevo.
—¿Y por qué no iba a quererlo? —le dijo Deanna, poniéndose a la defensiva—. No todo el mundo es como tú. Es algo bastante normal —estaban llegando a uno de los graneros. Drew le puso la mano sobre la espalda y la guió hacia un lado, allí donde el olor a hierba recién cortada era más fuerte.
—Yo nunca he dicho que aborreciera la idea de tener hijos.
—¿Me estás diciendo que te gustaría tenerlos?
—Sólo digo que nunca he dicho que no quisiera tenerlos. Pero los niños crecen mucho más felices cuando son criados por padres que están casados. Sé que hoy en día no abundan las familias así, pero yo todavía tengo esa creencia.
—Y como aborreces la idea del matrimonio… —le dijo ella, levantando una ceja.
—Exceptuando el nuestro, claro —le dijo él.
—Claro —repitió ella, encogiéndose de hombros como si aquello le fuera indiferente.
Tal y como estaban saliendo las cosas, difícilmente podía imaginárselo llevándola al altar, y estaba segura de que él opinaba lo mismo.
—Nunca te había oído decir que quisieras tener hijos —le dijo él.
Deanna no tenía ni idea de dónde había salido aquel repentino interés. Se agarró la chaqueta con más fuerza y contuvo un escalofrío, acelerando el paso.
—Bueno, normalmente no me paso el día hablando de mi vida privada en el trabajo.
—Es cierto. Hasta esta Nochevieja, siempre te has comportado como si no tuvieras vida más allá del trabajo, como si no desearas nada más.
Ella sólo tenía un único deseo y, a esas alturas, él ya debería haber sabido que ese deseo era él.
—No hay que mezclar la vida privada con el trabajo.
—Típico comentario de la hija de Gigi —le dijo él, agarrándola del hombro—. Como tu madre hace justo lo contrario, tú te vas al extremo opuesto.
No tenía sentido negar la verdad, así que Deanna cruzó los brazos sobre el pecho, guardando silencio.
—No creo que quisieras que hiciera lo contrario, ¿no? Lo que más te gusta de mí es que soy una secretaria muy profesional.
Drew dejó escapar algo que estaba a medio camino entre una risotada y un ataque de tos.
—No estés tan segura.
Ella se estremeció. Se mordió el labio inferior. Cambió de postura. Aquella mano sobre el hombro la ponía muy nerviosa.
—Charlene me dijo que todos vais a volver al lugar del accidente mañana, bien equipados, para buscar más en profundidad.
Él asintió con la cabeza.
—¿De verdad vas a ir con ellos?
—Sí.
—¿Y estás seguro de querer hacerlo?
—La única cosa de la que estoy seguro en este momento es que quiero acostarme contigo.
El mundo pareció detenerse a su alrededor. Deanna se le quedó mirando con ojos de estupefacción. Él deslizó la mano suavemente a lo largo de su hombro hasta meter las yemas de los dedos por dentro del cuello de la chaqueta para rozarle la piel.
—¿Te ha comido la lengua el gato?
—Eso parece —dijo ella por fin con un hilo de voz. Los latidos de su corazón eran tan fuertes que parecía que la cabeza le iba a estallar en cualquier momento.
—El problema es que no quiero complicar las cosas —añadió él, recorriendo su cuello con la yema del pulgar.
—Ya son bastante complicadas de por sí —dijo ella, intentando resistir la tentación de sucumbir a sus caricias—. Eso es lo que pasa cuando te ves metido en una mentira.
—Sí —le dijo él, tocándole la base del cuello, allí donde los latidos de su corazón desbocado se sentían con más fuerza—. Pero esto no es una mentira.
—Drew…
—Lo que sí sería una mentira sería seguir fingiendo que no quiero hacerte el amor.
Deanna respiró profundamente. Ya le daba igual parecer desesperada.
—Es… es esta situación. Si tu padre no hubiera desaparecido…
—Seguiría queriendo lo mismo. Traerte a Red Rock sólo me hizo darme cuenta —siguió deslizando la yema del dedo pulgar hasta llegar a su barbilla y entonces se la empujó hacia arriba, obligándola a mirarle a los ojos—. Mírame. A estas alturas ya deberías saber que no paso ni un día sin desearte —le dijo en un tono que no tenía nada de romántico. Más bien parecía agotado, derrotado, incluso molesto—. Y sé que ya no podré aguantar ni una noche más. Pero tampoco quiero estropear algo bueno, y lo último que quiero, cuando todo esto termine, es que salgas corriendo.
Deanna sintió un nudo en el estómago. La mejor forma de hacerle perder el interés a Drew Fortune era decirle que estaba enamorada de él. Ella lo había visto muchas veces, y aunque no quisiera caer en la misma categoría que todas aquellas rubias sin cabeza con las que él salía, sí sabía que en el fondo no era distinta de ellas. Si él llegaba a enterarse de lo que sentía por él, no tendría ningún reparo en deshacerse de ella lo antes posible. Se buscaría otra secretaria y ella quedaría fuera de su vida en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué era peor? ¿Quedarse a su lado escondiendo sus verdaderos sentimientos, o perderle por habérselo confesado todo? Ambas opciones eran descorazonadoras. Pero sí podía sugerirle que fueran amantes, y entonces nada cambiaría. ¿Acaso era eso lo que pensaba su madre cuando se enamoraba de aquellos hombres inalcanzables?… A lo mejor no era tan difícil entenderla después de todo…
—Yo tampoco quiero complicar más las cosas —le dijo por fin, humedeciéndose los labios y agarrándole del antebrazo.
—Bueno, ¿y dónde nos deja eso?
—No lo sé —le dijo ella con un hilo de voz.
—Necesito una respuesta mejor —le dijo él, acercándose más—. Dime que no. O mejor, dime «por supuesto que no». Si lo haces, encontraré una manera de mantener todo esto bajo control.
—Oh, claro —le dijo ella. Le empujó en el pecho, pero él ni se movió—. Quieres que sea el malo de la película.
—No el malo. Sólo más fuerte que yo —la agarró por la espalda y la apretó contra su propio cuerpo—. Y… definitivamente no eres el malo. En todo caso, la mala.
De pronto, Deanna se dio cuenta de que ya no le estaba empujando en el pecho. Sus dedos se agarraban a él, tocándole, palpándole… Sólo llevaba una camisa puesta… Y su piel le abrasaba las yemas de los dedos.
—No sé qué pensar de ti —le susurró ella—. Cuando estábamos en Red… —se detuvo, incapaz de describir lo que había ocurrido aquella noche—. Pero desde entonces…
—Lo sé —dijo él en un tono pausado—. Soy un patán. Pero puedes creerme cuando te digo que no ha habido ni un sólo día desde que llegamos a Red Rock en que no pensara en ti. En nosotros.
Deanna sintió que se le encogía el