Un frío sudor le recorrió la frente y empezó a descender por su espalda.
—¿Has terminado aquí? —le preguntó en un tono un poco hosco.
—Sí —dijo ella.
Quitó una de las prendas del montón que estaba a su lado y la sacudió un poco. Era un vestido amarillo que le recordaba mucho a Isabella; nada que ver con el estilo sobrio de la Deanna ejecutiva.
Y no podía negar que estaba deseando vérselo puesto.
—Bien —se levantó de la cama y pasó por delante de ella, rumbo al cuarto de baño.
Estaba lleno de vapor, pero eso tenía fácil solución, porque lo único que necesitaba en ese momento era una ducha fría. Mucha agua fría… Cerró la puerta del cuarto de baño y contuvo el aliento. Su delicado aroma estaba en todas partes. La ropa que se había quitado estaba en un rincón. Los vaqueros estaban tan sucios como los suyos propios y las pequeñas braguitas que estaban encima parecían incluso más blancas de lo que eran en realidad. De repente, su móvil empezó a vibrar, dándole un susto de muerte. Mascullando un juramento, apartó la vista de la sensual ropa interior de Deanna. Había olvidado que llevaba el teléfono móvil en el bolsillo. Lo sacó rápidamente y miró la pantalla.
Stephanie Hughes. Hizo una mueca y puso el aparato en modo silencio. Aunque las cosas no hubieran terminado entre ellos, el «torbellino» Deanna hubiera arrastrado a su paso cualquier rastro del mínimo interés que en algún momento había sentido por ella. Volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo, abrió la puerta del cuarto de baño y se asomó un momento. Deanna ya se había puesto el vestido amarillo y estaba delante del espejo, peinándose el pelo húmedo.
Ella lo miraba con ojos de sorpresa a través del espejo.
—¿Qué? —le preguntó.
Él apenas pudo desentrañar sus pensamientos.
—¿Recuerdas este sitio que te mencioné? ¿Red? ¿El restaurante? —no esperó a que ella asintiera—. Vamos a cenar allí —le dijo abruptamente.
Ella bajó el peine, todavía mirándole por el espejo.
—¿Por qué?
—Porque después de lo de esta tarde, necesitamos darnos un pequeño respiro —le dijo, con sinceridad—. Y creo que te debo una, además. Ya sabes… Por ocuparte de todo en la oficina. Te has hecho cargo de todo y… te lo debo.
—Sólo he hecho mi trabajo —ella le miró directamente por encima del hombro. Tenía el ceño fruncido.
—Pero también has hecho el mío —le dijo él—. Has logrado que todo el mundo siguiera trabajando tanto en San Diego como en Los Ángeles.
—Porque todos saben muy bien cómo hacer su trabajo.
—A lo mejor —señaló él—. Pero sólo quiero que sepas que sé todo lo que has hecho.
—Pónmelo todo en mi próximo informe de rendimiento.
—Maldita sea, Deanna. Sólo estoy tratando de mostrar un poco de agradecimiento.
—Muy bien —dijo ella, levantando las cejas—. Entonces iremos a cenar.
—Bien —Drew cerró la puerta del baño y sacudió la cabeza. ¿Cómo se le había ocurrido pensar alguna vez que era la mujer menos complicada y más predecible del mundo?
De repente reparó una vez más en las braguitas blancas. Lo único impredecible era ese interés que sentía por ella y que no hacía más que crecer. Masculló otro juramento y abrió el grifo de la ducha.
Fría.
—Tienes razón.
Dos horas más tarde, Deanna se echó hacia atrás en su silla, dobló la servilleta y la puso junto a su plato.
—La comida es muy buena.
—Por ese motivo, Red es un sitio muy conocido, incluso fuera de Red Rock —le dijo Drew, sonriendo—. No hay comida mejor en muchos kilómetros a la redonda.
Para ser un simple gesto de agradecimiento, la velada había tenido todos los ingredientes de una noche romántica. Él se había mostrado especialmente encantador y no le había mencionado nada de su padre, ni tampoco de la empresa. Sin embargo, en el fondo, Deanna sabía que no podía dejarse llevar. La mayor atracción para el resto de comensales estaba en el restaurante mismo, que había sido montado en una vieja hacienda restaurada, de las más antiguas de todo el estado. Incluso entre semana, el salón principal estaba lleno de gente. Marcos Mendoza, el apuesto hermanastro de Isabella, que regentaba el local, iba de un lado a otro, conversando con los habituales del lugar y regalando sonrisas a las féminas.
—No podemos irnos sin probar el famoso flan de María —dijo Drew mientras se tomaba el último vaso de sangría.
—Ya no me cabe nada más —le dijo Deanna.
Ni siquiera había sido capaz de terminarse el segundo plato, por muy delicioso que estuviera.
—Por lo menos prueba un poquito. Lo sirven encima de una especie de pastel con salsa de chocolate —le dijo, esbozando una sonrisa tentadora—. Creerás que estás en el paraíso.
Teniendo en cuenta lo mucho que la velada se asemejaba a una cita, Deanna creía haber llegado allí ya.
—Muy bien —dijo finalmente, sacudiendo la cabeza—. Sólo un poquito. Quiero caber en mi ropa cuando vuelva a California.
—No creo que tengas problema en ese sentido —a la luz de la vela que ardía en el centro de la mesa, la mirada de Drew parecía más cálida que nunca.
Si hubieran estado en San Diego en ese momento, hubiera tenido la gorra de béisbol puesta, con la visera del revés, escondiendo toda clase de pensamientos corrosivos.
Deanna cerró los puños por debajo de la mesa. Tenía que repetirse una y otra vez que aquello no era una cita.
—Yo, eh, disculpa un momento —le dijo y quiso levantarse de la silla.
Pero él se levantó antes y le apartó la silla con caballerosidad. Llevaba un suéter negro que se le ceñía a los hombros, marcándole toda la musculatura. Su pecho estaba tan cerca que bien podría haberse rozado la mejilla contra él. Deanna respiró hondo, intentando deshacer el nudo de deseo que tenía en el pecho.
—Gracias —le dijo, buscando el aroma de los deliciosos manjares que los rodeaban por doquier para no sentir aquella exquisita fragancia masculina que la estaba volviendo loca.
Él sonrió sutilmente y ella se apartó con brusquedad; tanto así que estuvo a punto de chocar con una guapa camarera que llevaba una pesada bandeja hacia la mesa contigua. Por suerte, Drew la agarró a tiempo y la echó a un lado. La camarera sonrió y siguió su camino como si nada.
—¿Estás bien? —le preguntó él. Su aliento le sopló el pelo en la sien.
—Bien —dijo Deanna, casi sin aliento y echó a andar. Él la soltó de inmediato.
Unos segundos más tarde ya había llegado al aseo de señoras. Metió sus muñecas calientes debajo del grifo de agua fría y se miró en el espejo. Parecía tener los ojos demasiado grandes para la cara y el escote de aquel femenino vestido se le hacía más generoso que nunca.
—Esto no es una cita —murmuró.
—¿Disculpa?
Una señora cargada de joyas se detuvo frente al lavabo y sonrió.
—¿Te encuentras bien, cariño? Pareces un poco temblorosa.
—Sí, gracias —dijo Deanna, asintiendo.
—Supongo