Cuando, hacia el final de la historia de José, Jacob hace los preparativos para descender a Egipto, Dios se encuentra con él en BeerSeba y le dice que ahora ha llegado el momento en el que se van a cumplir estas profecías: el pueblo de Israel ya no consistirá en unos pocos, sino que llegará a ser una gran nación; y esto ocurrirá no en Canaán, sino en Egipto:
Yo soy Elohim, el Elohim de tu padre. No temas bajar a Egipto, porque allí te convertiré en una gran nación (46:3).
Y así ocurrió. El “clan de Jacob” empezó a convertirse en el “pueblo de Israel” al establecerse en Gosén. Hasta ese momento, los descendientes de Abraham habían aparecido como gotas aisladas; ahora son una gran fuente:
Y habitó Israel en el país de Egipto, en tierra de Gosén, y tomaron posesión de ella, y fueron fructificados y multiplicados en gran manera (47:27).
El descenso a Egipto de la familia de Jacob, por tanto, no fue un incidente que resultó ser finalmente desafortunado, consecuencia solamente de la iniciativa humana de José, sino el cumplimiento de la intención explícita de Dios, profetizada años antes.
La ironía del caso (los herederos de la promesa viviendo solamente como forasteros en la tierra de la promesa) se ve en la afirmación inicial del capítulo 37: Jacob habitaba en la tierra de Canaán, la tierra de las peregrinaciones de su padre (37:1).8 Detengámonos un momento a considerar el significado de estas palabras. Para los lectores familiarizados con la Biblia, habría bastado con decir “habitó en la tierra”, porque, en las Escrituras, la tierra de Israel es sencillamente “la tierra”. Pero el texto añade estas dos frases más. Se trata de la tierra de las peregrinaciones de su padre (Isaac, a diferencia de Abraham, vivió allí toda su vida, pero como nómada) y de la tierra de Canaán. Estas palabras evocan no solamente reminiscencias de la historia de Abraham e Isaac, sino, sobre todo, las promesas de Dios en torno a esta tierra: que pertenecerá para siempre a la descendencia de los patriarcas.
Sin duda, este versículo (37:1) está puesto aquí en contraste con la sección anterior que narra “la genealogía de Esaú”; es decir, la historia de su traslado a la región montañosa de Seir (tierra de Edom). Humanamente hablando, Esaú prosperó, pero, desde el punto de vista de la historia de la salvación, su alejamiento de la Tierra Prometida coincide con su desaparición del escenario; sus descendientes solamente volverán a hacer acto de presencia como molestia para Israel. Las consecuencias de nuestra fe o incredulidad afectan a nuestra descendencia. En contraste, pues, con Esaú, Jacob habitó en la tierra. Jacob es contemplado aquí como la auténtica descendencia de Abraham e Isaac, y el legítimo heredero de las promesas. El que había logrado quedarse con la primogenitura y la bendición paterna entra ahora en la tierra de su herencia.
¿Y nosotros? Espiritualmente, ¿somos de la casa de Esaú o de la casa de Jacob? Si, según el apóstol Pablo, todos los creyentes en Jesucristo somos los hijos espirituales de Abraham nuestro padre (Romanos 4:16), Jacob (o Israel) también es nuestro antepasado espiritual y, juntamente con los creyentes hebreos, formamos el “Israel de Dios”. ¿Estamos bien asentados “en la tierra”, o corremos el peligro de perder nuestra bendición y herencia por ir a establecernos en el mundo?
A esto debemos añadir dos matices más: en primer lugar, la referencia a las “peregrinaciones de Isaac” nos recuerdan lo que ya hemos dicho: que él y Jacob nunca eran dueños de la tierra, sino que vivieron en ella como nómadas. Eran peregrinos y forasteros.
A la vez, la frase tiene cierta ironía: sirve como introducción y encabezamiento a los capítulos 37 a 50, pero, como estamos viendo, estos capítulos contienen la historia de cómo Israel tuvo que abandonar Canaán y descender a Egipto, y acaban describiendo cómo Jacob y su amado hijo José murieron lejos de la Tierra Prometida en un país extranjero. Sin embargo, ambos siempre aspiraban a heredar la tierra. Aun cuando llegó a ejercer como primer ministro en Egipto, José tenía su corazón en Canaán (50:24-25; Hebreos 11:22).
¡Un pueblo peregrino! Al principio de la historia de José vemos el afán de Jacob de establecerse en la Tierra Prometida, pero al final lo hallamos en Egipto, lejos de la Tierra, llevando aún su bastón en la mano, símbolo de su peregrinación,9 sin haber recibido las promesas, pero habiéndolas visto y saludado de lejos, confesando que era extranjero y peregrino sobre la tierra (Hebreos 11:13). Jacob siempre vivió como peregrino (47:9). En esto, él sirve de modelo para todos los creyentes.
Después de la estancia de cuatrocientos años en Egipto profetizada por Dios, Israel iba a salir en el éxodo camino a la Tierra Prometida. Así se estableció un patrón repetido a lo largo de la historia de la salvación: descenso inicial a Egipto, seguido por la salida de Egipto como pueblo de Dios. “De Egipto llamé a mi hijo”, dijo el profeta Oseas (11:1) respecto al éxodo de Israel. “De Egipto llamé a mi hijo”, repite el evangelista Mateo (2:15), aplicando estas palabras a Jesús el Mesías. Y siempre es cierto que los que han de recibir la potestad de llegar a ser hijos de Dios (Juan 1:12) conocerán primero la desgracia de descender a la tierra de Egipto, tierra de esclavitud y muerte, para luego salir redimidos como pueblo escogido que va camino a la Tierra Prometida. Como bien dice el himno: Peregrino tú me hiciste; este mundo no es mi hogar. O como enseñó Jesús: No son del mundo, como yo no soy del mundo (Juan 17:14 y 16).
José y Jesús
Cambiemos de tercio:
Érase una vez un hombre recto y noble, compasivo y perdonador, el hijo amado de su padre. Este le envió a sus hermanos, pero en vez de recibirlo con aprecio, lo aborrecieron y rechazaron. A lo suyo vino, y los suyos no lo recibieron (Juan 1:11). Dijeron entre sí: Este es el heredero; ¡venid, matémoslo y poseamos su herencia! (Mateo 21:38). Así pues, al hombre recto le fueron despojados sus derechos de hijo, fue vendido por unas miserables monedas de plata (37:28; Mateo 26:15), se halló sujetado a la condición de esclavo (39:1; Filipenses 2:7) y conoció todo tipo de vejaciones y calumnias. No obstante, después de sufrir esta terrible humillación, resucitó del foso en el que se encontraba; fue exaltado hasta lo sumo; se le confirió el nombre que es sobre todo nombre, para que a su nombre se doblara toda rodilla; se le dieron honores supremos y él gobernó la tierra con la máxima autoridad y con plena justicia (41:41-44; Filipenses 2:911). Además, sus padecimientos no fueron en vano, porque Dios los utilizó como medio por el cual forjar la unidad de su pueblo y efectuar su reconciliación. En consecuencia, él vino a ser un auténtico salvador de su pueblo.
¿De quién estamos hablando? ¿No es cierto que podría ser tanto de José como de Jesús? En todos estos detalles (y otros que veremos sobre la marcha), la historia del uno anticipa la del otro. El asombroso paralelismo entre José y Jesús es demasiado claro como para requerir más explicación y, de hecho, ha sido reconocido por miles de creyentes a lo largo de los siglos.
Sin embargo, ¡lejos sea de mí sugerir que José sea un “tipo” de Cristo! Soy perfectamente consciente de que las reglas de la buena hermenéutica que rigen en la actualidad establecen que un personaje del Antiguo Testamento puede ser considerado un verdadero tipo de Jesucristo solamente si el Nuevo Testamento dice explícitamente que lo es; por lo cual no me atreveré a decirlo.10 Me limitaré a sugerir, en palabras de otros comentaristas, que es innegable que muchos de los rasgos [de José] y de sus experiencias prefiguran o ilustran aspectos de la persona y la obra del Salvador.11
Aunque José anticipa la vida de Jesús en muchísimos detalles, algunos de ellos pequeños y que podrían pasar desapercibidos (por ejemplo, en el capítulo 37 observamos la decisión de Jacob de enviar a José a sus hermanos [37:14], la disposición [heme aquí] del propio José de ser enviado [37:13], el despojo de su túnica [37:23] o su venta por monedas de plata [37:28]), sin embargo, los grandes rasgos de Jesús que vemos en José pueden ser resumidos en cuatro ideas:
1 Los dos fueron rechazados por los hombres, pero vindicados por Dios. Esteban, en su gran discurso antes del martirio, estableció que la historia de José (Hechos 7:9-16) forma parte de un patrón establecido a lo largo de la historia de la salvación y que llega a su culminación en el Calvario: el rechazo de los libertadores escogidos por Dios, por la envidia