–Es un desprecio para los Castello –siguió Sylvia.
–¿Por qué?
–Porque Dante no ha permitido que los Castello vinieran en su helicóptero –respondió la mujer, suspirando–. En un funeral italiano siempre hay alguien ofendido, pero en fin, los preparativos van sobre ruedas. Dante lo tiene todo controlado.
Mia pensó que, a pesar de las apariencias, nada estaba controlado. Sentía náuseas y le daba pánico el día que la esperaba, pero intentó tomar algo de desayuno. Se había mareado durante el entierro de sus padres por la emoción, pero también porque tenía el estómago vacío y no quería volver a pasar por eso.
Con la ropa negra sobre la cama y el aire de tristeza que permeaba el aire, no podía evitar pensar en ese terrible momento de su vida.
Estaba de vacaciones en Nueva York, con sus padres y su hermano. Habían ido al teatro en Broadway y disfrutado de la bella ciudad, pero el último día, su padre había decidido alquilar un coche para visitar los Hampton. Mia le había aconsejado que no lo hiciese, recordándole que habían estado a punto de tener un accidente en Francia porque estaba acostumbrado a conducir por la izquierda, pero Paul Hamilton no le había hecho caso y su madre, Corinne, se había reído de su preocupación. Ese día lo habían pasado de maravilla, pero se hizo de noche mientras volvían a Manhattan. Su padre, cegado por unos faros, se había desplazado al carril contrario y habían chocado contra un coche que iba de frente.
Sus padres habían muerto inmediatamente, su hermano sufrió graves lesiones y ella se quedó atrapada entre los hierros. Estaba convencida de que habían sido horas cuando en realidad solo habían sido treinta minutos hasta que la sacaron del coche.
Sabía que habían sido treinta minutos porque había leído el informe forense muchas veces, igual que las interminables facturas del hospital.
Por suerte, tenía un seguro de viaje. Meticulosa y organizada, Mia se había hecho el seguro cuando compró el billete de avión. Sus padres también, de modo que sus cadáveres habían sido repatriados sin ningún problema, pero Michael, su hermano, no tenía seguro de ningún tipo.
Todo había sido horrible. Además de perder a sus padres, había tenido que vender la casa familiar, pero ni siquiera así había podido pagar todas las facturas del hospital, que le había cobrado hasta la última gasa.
Su hermano, que había quedado paralizado de cintura para abajo, sufría una depresión y ella estaba endeudada hasta las cejas, pero consiguió un puesto de secretaria en las oficinas de la empresa Romano en Londres. Recibía un buen salario, pero las facturas se acumulaban, el apartamento que había alquilado era demasiado pequeño para una silla de ruedas y… era demasiado para ella.
Mia tenía el corazón roto y estaba asustada y furiosa.
Furiosa con su padre por no haberle hecho caso, furiosa con su madre por no haberla apoyado y furiosa con su hermano, que había sido tan irresponsable como para viajar sin seguro a Estados Unidos. Aunque, por supuesto, el pobre había pagado un precio muy alto por ese error.
Tenía que vivir con todo eso y un día, mientras Rafael Romano visitaba la oficina y ella estaba al borde de un ataque de pánico después de hablar con uno de sus innumerables acreedores, él se había percatado de su angustia y le había preguntado qué le pasaba.
Aún la emocionaba recordar que en ese momento tan difícil, a punto de pedir el divorcio y con graves problemas de salud, Rafael había encontrado tiempo para preocuparse por ella.
Mia le había contado cuál era su situación y dos años después allí estaba, a punto de acudir a su funeral.
Pero esa mañana, cuando debería estar pensando en la generosidad y la amabilidad de Rafael, eran los recuerdos del accidente de sus padres los que la hacían temblar.
Podía oír la voz de su madre llamándola, diciéndole que aguantase, que alguien iría a sacarla de allí y que la quería. Pero el informe forense decía que su madre había muerto inmediatamente después del impacto.
Mia había leído el informe muchas veces y la asustaba. Más que eso, la aterrorizaba.
A los veinticuatro años le daba más miedo la oscuridad que cuando era niña porque no solo creía en los fantasmas sino que había oído hablar a uno.
«Cálmate», se dijo a sí misma mientras se vestía para el funeral.
El vestido de lana que había comprado en Florencia, adornado desde el cuello a la cintura con botoncitos de perlas, era una elección absurda para ese día porque le temblaban las manos, pero por fin abrochó el último botón.
Iba a ponerse máscara de pestañas, pero decidió no hacerlo porque, aunque no lloraba a menudo, aquel iba a ser un día difícil y no quería arriesgarse. Por supuesto, llevaría la alianza de casada y el anillo de compromiso, aunque se los quitaría por la noche, antes de irse.
Eran casi las once y, con desgana, tomó la orquídea que había cortado esa mañana y salió de la habitación.
La familia estaba reunida en el vestíbulo, todos vestidos de negro. Por suerte, Angela había jurado no volver a poner el pie en la casa mientras «aquella fresca» estuviese allí. Aunque Mia estaba segura de que haría una excepción para la lectura del testamento.
Había sido Angela quien quiso aquel arreglo entre Rafael y ella, pero le encantaba hacer el papel de víctima y, en su opinión, lo hacía demasiado bien.
Dante se dio la vuelta cuando Mia empezó a descender por la escalera y no dejó de mirarla hasta que estuvo a su lado.
–Ah, aquí está mi madrastra.
El odio por Mia era su única defensa. Tenía que recordar constantemente el caos que había provocado en su familia y decirse a sí mismo una y otra vez que la mujer de su padre estaba y estaría siempre fuera de su alcance.
Mia apretó los labios, sin decir nada. Solo unas horas más y sería libre, pensó.
El entierro de Rafael Romano iba a ser una gran ocasión. El hotel de la familia estaba lleno y no solo de invitados sino de periodistas, aunque no se les permitió que entrasen en la finca.
Mia descendió los escalones de piedra, intentando no mirar el coche fúnebre, pero cuando el conductor le abrió la puerta tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
Dante vio que subía al coche con gesto retraído, casi como si estuviera asustada. A pesar de lo que había dicho la noche anterior, que fuera sola en el coche era un insulto y todo el mundo se daba cuenta. Era una forma de dejar claro que nunca había sido parte del teatro de su familia.
No le habían dado una sola oportunidad.
Sabía que Mia Hamilton se había casado con su padre por dinero, ¿pero y si había habido amor entre ellos? La realidad era que su padre parecía feliz.
El brillo de lágrimas en sus ojos la noche anterior aún era capaz de conmoverlo y su voz entrecortada cuando dijo que no quería ir sola en el coche…
–Yo iré con Mia –dijo Dante entonces.
–Qué tontería –replicó Ariana, sarcástica–. ¿Por qué ibas a hacer eso?
Sin molestarse en responder, él se dirigió al coche y abrió la puerta.
–¿Qué ocurre? –preguntó Mia, dando un respingo.
–Nada –respondió Dante–. Imagino que podemos intentar estar un poco más unidos en este día tan triste.
–Ah, gracias.
Era un alivio que intentase dejar a un lado su animosidad y, además, la compañía de Dante hacía que ese momento fuese menos aterrador.
La procesión de coches empezó a moverse en dirección a los establos y Dante apretó los labios cuando vio que habían sacado a Massimo de su cuadra. Uno de los mozos, vestido de negro, sujetaba las bridas