–No, no, no –murmuró Angela, dejándose caer en un sofá.
–Todo fue muy rápido. Papá no sufrió y mantuvo la dignidad hasta el final. Incluso se reunió con Roberto…
–Yo debería haber estado a su lado –lo interrumpió su madre, llorando–. ¿Y el funeral? No he vuelto a Luctano desde…
Desde que se descubrió la aventura de Rafael con Mia Hamilton. El escándalo había sido tremendo y su madre se había mudado al apartamento de Roma inmediatamente.
–Luigi y Rosa han dicho que puedes dormir en su casa. O puedes alojarte en el hotel.
Qué desgracia. Su madre, que había vivido en Luctano toda su vida, reducida a ser cliente de un hotel, aunque fuese propiedad de los Romano.
Dante estaba furioso mientras se servía un coñac, aunque intentaba disimular, pero cuando empezaron a hablar de los arreglos para el funeral sintió el profundo deseo de ver a su padre por última vez.
–Voy al hospital. ¿Queréis venir?
Stefano negó con la cabeza y Adriana empezó a llorar de nuevo.
–Muy bien. Mañana iremos juntos a Luctano para el funeral.
–Es culpa mía –dijo Angela entonces, como hablando consigo misma–. Debería haber sido una esposa mejor. Debería haber aguantado…
–¿Aguantar qué, mamá? Nada de esto es culpa tuya.
Él sabía bien de quién era la culpa.
–Yo me encargo de darle la comida a Alfonzo –se ofreció Stefano.
Maldito perro.
Alfonzo, un bichón maltés viejo, ciego y antipático, era su cruz y la razón por la que no llevaba mujeres a su casa.
–Gracias.
Cuando llegó al hospital, Mia no estaba en la habitación. En realidad, no esperaba encontrarla velando el cadáver de su padre y se alegró de no tener que verla en ese momento.
Rafael Romano tenía un aspecto tranquilo, como si estuviera dormido, y la habitación olía ligeramente a vainilla. Eran las orquídeas, pensó. Siempre había orquídeas en la habitación de su padre.
–Lo sabías, ¿verdad? –musitó, sentándose a su lado y apretando la helada mano de Rafael–. Por eso anoche me dijiste que querías volver a Luctano.
Por fin, su voz se rompió mientras le hacía la pregunta que no se había atrevido a hacer cuando su padre estaba vivo:
–¿Por qué tuviste que casarte con ella, papá?
Y no se refería al dolor que había causado el segundo matrimonio de Rafael, sino a la agonía de desear a la esposa de su padre.
Capítulo 2
DESDE su confortable y lujosa suite en la casa de Luctano, Mia observaba el helicóptero de Dante aterrizando en el helipuerto de la finca.
Era un día lluvioso y gris y, deliberadamente, no miró hacia el lago, donde al día siguiente sería enterrado Rafael.
Aquella mañana, mientras montaba a Massimo, se había topado con la tumba recién excavada y se asustó tanto que salió huyendo al galope.
La residencia de los Romano estaba a las afueras de Luctano, en las fértiles colinas de la Toscana, rodeada de interminables viñedos. El nuevo propietario de esos viñedos, y de la casa, sería revelado al día siguiente, después del funeral. Y no sería ella. Había acordado mucho tiempo atrás con Rafael que no reclamaría ningún derecho sobre esas propiedades.
Pero, aunque no las quería, Mia echaría de menos aquel sitio.
Echaría de menos los maravillosos paseos a caballo y el tiempo que pasaba frente al lago o paseando por la finca, intentando ordenar sus pensamientos. Y echaría de menos el confort de su suite, que había sido su refugio durante esos años.
Era una suite preciosa, con paredes forradas de seda y exquisitos muebles. Le encantaba tumbarse frente a la chimenea del salón por las noches para leer un buen libro y el dormitorio, con su cama con dosel, era a la vez femenino y acogedor.
Aquel había sido su refugio durante los últimos dos años y, aunque de verdad no quería la propiedad, le dolería dejar atrás todo aquello. Rafael sería enterrado al día siguiente en el cementerio de la finca y ella se iría por la noche.
Podía ver los faros de varios coches que subían por la colina hacia la residencia y tomó aire, intentando armarse de valor. No había visto a ningún miembro de la familia Romano en mucho tiempo, pero Rafael había dejado claro cómo debía ser el funeral y sus deseos serían cumplidos.
Cenarían juntos esa noche. Angela no se reuniría con ellos porque, a pesar de haber conservado el apellido, ya no era parte de la familia, pero sus hijos, su hermano, su cuñada y algunos primos brindarían por Rafael antes de enterrarlo al día siguiente.
La más joven, Ariana, bajó del helicóptero y subió a uno de los coches. Era una joven morena de piernas largas, tan mimada como guapa. El siguiente era Stefano, su hermano mellizo, que había llevado a Eloa, su guapísima prometida brasileña. Stefano era tan atractivo como Ariana e igualmente arrogante.
Todos los Romano eran arrogantes, pero el hermano mayor, Dante, se llevaba la palma. Y allí estaba, bajando del helicóptero en ese momento.
Mia se preparó para la aparición de su última conquista, pero en lugar de una altísima modelo rubia quien bajó del aparato fue Angela Romano. Iba vestida de negro de los pies a la cabeza y se apoyaba en la mano de su hijo para bajar por la escalerilla.
Ah, de modo que ese era el juego, pensó. Angela haciendo el papel de la auténtica viuda.
Si ellos supieran…
Dante miró hacia la casa y Mia dio un paso atrás, aunque estaba demasiado lejos como para verla.
De todos los Romano, era él quien la ponía más nerviosa porque su odio era palpable. Insistía en que todos hablasen su idioma cuando se reunían con ella, pero no por consideración sino para dejar claro que ella no hablaba italiano y también, estaba segura, para que entendiese las pullas que le dirigían.
Mia temía encontrarse con él. Cada vez que se veían, esos ojos negros parecían clavarse en su alma, diciéndole en silencio que sabía que no amaba a su padre, que solo se había casado con Rafael por dinero y que el matrimonio era una farsa.
Y tenía razón, pero Dante no sabía toda la verdad y no debía saberla nunca.
Pero no era solo la farsa del matrimonio lo que la ponía nerviosa sino el propio Dante. Aquel hombre provocaba en ella unos sentimientos que nunca antes había experimentado y que no quería explorar…
Sylvia, el ama de llaves, llamó a la puerta y asomó la cabeza en la habitación para decirle que la familia de Rafael llegaría en cinco minutos.
Mia apretó los labios.
–¿Cómo estás tú, Sylvia?
–Bien –respondió la mujer, encogiéndose de hombros–. Bueno, un poco triste.
–Lo sé.
–Y un poco preocupada también. Mi marido y yo… en fin, echaremos mucho de menos al señor Romano. Y también a usted.
Mia sabía que la pareja había vivido allí durante muchos años y debían estar preocupados por su puesto de trabajo.
–Gracias –le dijo, dando un paso adelante para abrazarla. Mia no era particularmente afectuosa, pero adoraba a Sylvia, que siempre había sido cariñosa con ella–. Será mejor que bajemos. Los saludaré y les ofreceré una copa, pero cenaré en mi habitación.
–Sí,