Demasiado frío. Te congelas. ¿No te encanta el ruido?
No, pensó Henry, no me encanta el ruido; el viento me va a arramblar las entendederas.
Pero en invierno, reflexionó, cuando el sol estaba en el oeste, los árboles sin hojas imprimían la nieve. El cercado de Chamlay contra las serpientes entrelazaba sus campos meridionales. Todo arbusto florecía, echando con fuerza cada brote, y todo poste insignificante embarcaba rumbo a la consciencia como si fuese enorme. Aquí el viento podría soplar sin parar, no alteraría nada; pero esta era la estación del cambio, el abrigo de Henry se hinchó separándose de él, y el semblante de Omensetter escapó hacia el valle. Una fatiga inmensa se apoderó entonces de Henry, pese a que el sol calentaba en el desfiladero. Pues claro, qué tonto había sido, Omensetter vivía no observando, uniéndose a lo que sabía. La necesidad hacía volar a las aves con la misma facilidad con que el viento arrastraba estas hojas, y nunca percibían la curvatura que describía el arco de su búsqueda. Ni un zorro gritaría belleza antes de haber masticado.
¿Recuerdas…? Recuerdas el día en que llegaste, exclamó finalmente Henry, señalando la colina occidental.
Omensetter alzó la cabeza hacia la corriente en la que el viento se llevaba sus palabras.
Ah… mbarrado. … iedo de que llov…
¿Tuviste miedo?
… ott?
¿Tuviste miedo de mojarte?
Ah… laro.
Me salvaste la vida.
… ott?
Digo que si eres feliz en Gilean.
… laro.
Omensetter dejó abruptamente el desfiladero, y emprendió el descenso. Obediente, Henry lo siguió, y vio entre ellos y el sol un halcón con las alas desplegadas igual que una hoja en la riada de aire. El navegante del viento anda suelto, pensó; mi vida se perdió al pie de esta colina estéril. Había levantado los brazos y ahora los dejó caer. Estoy terriblemente enfermo… estúpidamente enfermo. Hecho científico. Una risita queda lo sacudió. Y apenas si he estado vivo. Henry Wilson Pimber. Muerto a causa de una voluntad débil y un tiempo deshonesto. Alguna enfermedad por el estilo. ¿Cómo quedaría eso grabado en mi lápida? Tropezó. «… por todos los santos, Henry, tú nunca tendrás una lápida… ». Yo seré entonces mi propia lápida, querida, mi propia conmemoración muda, de igual modo que todo este tiempo he sido mi muerte y mi sepelio, mi propio pozo seco –agujero, pared y tinieblas–. Deberían dejarme a la intemperie en una montaña donde las aves pudieran picotear mi cuerpo, ya que nadie sería capaz de meterse adrede en este barro. Además, cualquiera que haya vivido de un modo tan lento y tan estúpido como he vivido yo debería pasarse la muerte en las alturas. Se le llenó la boca. Pobre, tonto, estúpido cabrón, tipo tonto… palabras tontas… Pero he creado a un Omensetter más digno, todo grasa nueva, el pelo revuelto y testículos velludos como los de un tigre. Henry escupió. Hecho científico. La saliva voló hasta su abrigo. Y cuando llegué en mi carreta como un despreocupado héroe del oeste, las nubes nadaban en el río. Caía la lluvia más allá de nosotros en el bosque, el Ohio igual que una brillante cinta para el pelo… Gilean, un sueño. Lalaa. Naaa-da. Lalaa.
Tengo que sentarme en alguna parte.
Oh, no, mantén el paso. Seguiremos bajando.
¿Tenía suerte? La tenía, se preguntó Henry, con sus zapatos abrillantados y todas sus preocupaciones nuevas.
El río desapareció bajo los árboles.
Caminaron junto al arroyo, junto al carpe, Omensetter, la mano en el bolsillo del abrigo donde estaba el dinero del alquiler, la espalda indiferente como un muro, junto al olmo y el roble y el arce, en la hondonada que torcía junto a la ribera, hacia la casa de Henry Pimber adonde Henry le siguió, junto al chopo, junto al verde sasafrás de ante, el haya. Ahora la plateada hierba de la mañana era dorada y resistente. La pizarra estaba limpia, la arenisca era intensa como azúcar de caña, y la arcilla roja, más suave tras las horas de sol, húmeda, guardaba los pies de ambos de la pizarra, las piedras de azúcar y hierba áspera y resistente.
Tengo que descansar, dijo Henry.
Al tronco le faltaba la corteza y estaba blanqueado. Yacía junto al arroyo como un hueso prehistórico.
Oh, vaya, has estado enfermo, es cierto. Esa colina está un poco empinada. Qué tal te sientes ahora, ¿bien?… estupendo, eso está bien.
Omensetter sacó el dinero del bolsillo.
Tendremos que mudarnos cuando demos con otro sitio. Allí hace un poco de humedad para el chico, ya me entiendes, la tierra está un poco baja cerca del arroyo. Bueno… has sido muy amable.
Vació el dinero en la mano de Henry.
Será mejor que vaya a ver a Lucy, dijo Omensetter.
Se balanceó rítmicamente durante un instante igual que un oso.
Lucy estará bien.
Claro, aun así, hay que vigilarla, el chico…
Omensetter se despidió con un gesto. Ramas le dividieron la espalda.
Adiós.
Bien, pensó Henry, bueno… va a dejar el zorro allí donde ha caído. En cualquier caso, eso era todo. Sí. Todo. Porque era imposible hablar con viento. Y, al fin y al cabo, dentro no había más que tiempo. Tiempo. Hojas. Polen, le habían contado, de infinitas plantas. También tierra, claro está. Y los granos que transportan la cocina, la floración y los pinos hasta la nariz. Semillas, naturalmente. Moscas. El canto de los pájaros y el bordoneo de las abejas. Él mismo, Pimber, precipitándose. Ayer fue la larga noche de las lluvias que cayeron, intempestivas, hasta el amanecer. ¿Mañana? Puede que mañana haya calma.
Muy bien. Me ocultaré en las alturas. Eso haré. Al fin y al cabo, ¿por qué hablar con viento? ¿No esperé a que hiciese viento para decir: me salvaste la vida?
Ding Dong Dang,
Pimber en el pozo está.
¿No esperé hasta que el viento pudo llevarse mi mentira?
Que ningún daño hizo jamás,
pero se hirió el alma a través de la manga.
De igual manera pensé por el modo en que caminabas por el pueblo, susurraba Henry apenas en voz alta, portando tu espalda con la sencillez y la despreocupación con que portarías una toalla, recién llegado siempre de nadar, parecías estar siempre a medio secar, eras una señal. ¿Recuerdas la primera tarde de tu llegada? Eras un extraño, desnudo para los cielos en realidad, y en tu lengua moraba tu alma cuando me hablaste, como si fuese yo un amigo y no un extraño, como si fuese tu propio oído. Traías barro bajo los brazos, barro resbalando por los laterales de tus botas, pelo abundante y revuelto, uñas sucias, un botón de menos. Relucían las nubes, un rosa cálido e intenso, y las observé navegar hasta que oscureció cuando llegué a casa. Me pareció que tú eras como aquellas nubes, igual de natural y de hermoso. Conocías el secreto, cómo ser.
Henry se aclaró la garganta. ¿Y había estado equivocado sin más? ¿U Omensetter había sido persuadido de su suerte tan concienzudamente que ahora la guardaba como si fuese oro, y con temor a que le robaran? Henry se envolvió la cabeza con los brazos como con un pañuelo. A Omensetter ya le habían robado. Le han robado todos menos el sacerdote. Furber odiaba sin más. Pero yo lo que cogí fue esperanza, un sueño, el oro de los tontos, peleas, suculenta gallina, dijo Henry. Qué fatigado estaba, y cuánto lo sentía… lo sentía todo. Sentía lo del alquiler, lo de la casa, la humedad, el pozo abierto, el río. Lo sentía por Omensetter, por Lucy, lo sentía por las niñas, otra vez por Lucy. Lo sentía por sí mismo. Lágrimas le encharcaron los ojos.
De igual modo, dijo Henry, pensé que, como los árboles, nos medías con tu inhumana medida, y que nosotros éramos hormigas atareadas