La suerte de Omensetter. William H. Gass. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: William H. Gass
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412305975
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sus pisadas en el bosque. Henry se agachó y cogió una bellota. Si hubiese otra manera. Se llenó la mano de bellotas, las volteó distraído. El puño de Omensetter ocultó el dinero y Henry lo agradeció, pero vio que se había recortado las uñas, y Henry se sintió terriblemente contrariado. Trató de encontrar en el rostro de Omensetter una señal más profunda pero ambos se encontraban al parecer en una nube de mosquitos. Henry agitó la mano delante de sus ojos.

      Me alegra oír lo bien que está Amos, dijo al fin.

      De nada valdría, pensó, preguntar si viviría allá en libertad.

      Quiero ver cuánto han cambiado de color las hojas. Subamos la colina, no queda lejos.

      Omensetter retiró una rama de roble y Henry lo siguió.

      De tanto en tanto una hoja se desprendía y navegaba hacia el valle. Henry intentó hablar pero Omensetter iba delante. El viento discurría en torno a él como en torno a una roca, y Henry sentía que su voz no era lo bastante fuerte para remontar semejante corriente. Vio una hoja ancha soltarse y zambullirse mientras el bosque se hundía por debajo de ellos como una ola al retirarse. Pararon un momento en la loma desnuda y Omensetter señaló el fulgor que despedía la colada de su esposa tras los árboles.

      Dice Orcutt que ella no debería hacer mucho esfuerzo, gritó Omensetter, así que me he puesto a colgarla yo.

      Levantó los hombros con expresividad.

      No logro que las niñas lo hagan.

      Henry se dio cuenta entonces de que podía ver a través del verde inmenso y de la marea cambiante como si viese el fondo.

      Desde que cayó enfermo… Todo empezó con… desde que cayó enfermo. Antes petrificarse y morir había sido su deseo; petrificarse sin más había sido su miedo; pero había sido una piedra con ojos y visto como ve una piedra: el mundo como es en realidad el mundo, sin el menor prejuicio de corazón ni artificio de la mente, y había accedido a esa verdad como solo puede soportarlo una piedra. Anhelaba ser de nuevo duro y frío y no tener sentimientos, pues desde que cayó enfermo había sido presa de los sueños, dormir y desvelarse, y de súbitas ráfagas de visiones anormalmente nítidas e inhumanas en las cuales todos los objetos eran deslumbrantes, gloriosos y aterradores. Entonces vio, pensaba, como veía Omensetter, salvo por la belleza dolorosa. Si hubiese al menos un modo de ahuyentar el dolor.

      El sendero era empinado. Su cabeza quedaba casi al nivel de las pisadas de Omensetter, sus zapatos tenuemente abrillantados. Henry se sintió abandonado. Ese condenado estaba al tanto de su suerte. Sabía. El viento soplaba con fuerza y riachuelos de lágrimas protegieron los ojos de Henry.

      Quizás la altura, quizás el viento, quizás se estaba constipando después de todo, pero Henry notó que sus sentidos se nublaban y se mezclaban, luego volvían a centrarse. Algo estaba intentando salir –Omensetter gritaba que la escarcha era trabajosa–, algo le saltaba contra los lados del cráneo. Ay, dios, el zorro, pensó Henry, frotándose los ojos con los nudillos. Tenía la gallina en la boca, vida en los dientes, chorreando saliva. Plumas babeadas por el hocico. Y entonces la tierra había gruñido. Hacía solo un momento. Nunca llegó a sellar con clavos el pozo, aunque ahora cuando apretaba los dientes este se cerraba por completo. Algunas han cambiado pronto, dijo el grito de Omensetter. Las hojas igual que pececillos. ¿Se había creído que estaban jugando a Adán y Eva?, ¿tres hijos y un perro? PARAÍSO JUNTO AL RÍO. Quizás junto a Deshielo Pintorescamente Desbordado. Arrendado a precio exorbitante por el señor Henry Dios, un demonio menor, a quien las agallas no le dan para convertirse en Cristo. No. Omensetter no. Ha parecido siempre igual de inhumano que un árbol. Los demás, quienes lo visitaron, eran humanos. Lo ponían enfermo dentro de su enfermedad. Allí estuvo la señora Henry Pimber, el pelo en desorden, ojos mate, los pechos caídos y los hombros clamando aflicción y culpa ante el deceso de él, mientras cada gesto era una figura en un lienzo de deseo; allí estuvo el reverendo Jethro Furber, una llama que ennegrecía, y la señora Valient Hatstat, aros moteados en los dedos, una pequeña cicatriz blanca como clara de huevo sin limpiar que le recorría la comisura de la boca; allí estuvo el doctor Truxton Orcutt el de los dientes podridos y la barba manchada de jugo, que parecía una casa con un alero herrumbroso; allí estuvo la señora Rosa Knox, encarnada en sofá y un surtidor de cháchara, con su intermitente risita nerviosa que le agitaba los pechos, y también Israbestis Tott, mendigo, zanfonista, escudilla, cadena y mono todo en uno; y allí estuvo la señora Gladys Chamlay, esa caña rallada, con nariz de tucán, dientes de bestia; la señorita Samantha Tott, tal alta que pensaba que debía encorvarse bajo el sol; y todas esas otras, con sus maridos o sus hermanos, invisibles tras ellas, haciendo ruiditos para celebrar la muerte de ese té flojo de Henry Pimber; mientras el señor Matthew Watson, ni rezando, ni hablando, ni llorando, ni exclamando, incómodo en un rincón, se rascaba una roncha subrepticiamente por encima del pantalón.

      Todavía no han cambiado… del todo, dijo Omensetter.

      No Adán sino inhumano. Por eso lo amaba acaso, se preguntó Henry. No era por su vida –una maldición, sabía dios–; no era por el emplasto de raíz de remolacha. Residía en algún lugar de la oportunidad de ser nuevo… de vivir con suerte y de perder a Henry Pimber. Siempre lo había llenado todo de humanidad. Hasta el aire se sentía culpable. Antes habría visto cada árbol a lo largo de esta cuesta con osamenta humana y enramados de emoción como el árbol de negra hiel, la acacia, abatida incluso en el cénit del mayor de los veranos. Cuán conveniente habría sido hallar a amigos y enemigos embarcados en troncos mansos y lentos, en este o aquel árbol vencido, a salvo sus aspiraciones en las ramas más altas y sus fuegos dentro de una vaina de semilla silenciosa. Podría palpar sus cuerpos con las manos y grabar su nombre e inventar para ellos emociones animales que ninguna fruta podría contradecir. Siempre era más fácil amar a los grandes árboles que a las personas. Esos árboles eran honestos. Sus muertes se notaban.

      Venga, Henry, qué demonios, vayamos hasta donde podamos ver.

      En primavera eran de plata. Todavía eran de un verde reciente como el río. El sol acudía a ellas. El viento las tornaba. Y un verde oscuro, espeso y radiante en el culmen del verano. Era como el verde que a veces veía, cuando el sol daba directo y había muerto el viento, cubrir una piedra que estaba apenas bajo el agua. Existían el verde seto y la hiedra, pringosos como el extracto de olmo y fríos como el mirto. Existía el verde cieno pálido con amarillo; algo parecido al musgo o a la hierba bajo una roca o al interior de la cáscara del maíz. Existía cada matiz de verde del mundo. Existía más de lo que los ríos poseían, más de lo que cualquier prado.

      El viento soplaba a rachas sobre la cresta de la colina, hinchando el abrigo de Henry y aplanando el pelo de Omensetter. Detrás de ellos, en el valle, las hojas estaban inmóviles como si desde la cima de la colina hubiesen ellos enjugado el viento. Aquí las ráfagas les cubrían los oídos. Omensetter gritó algo. En sus zapatos Henry encogió los dedos de los pies para asir el suelo. Caminó de lado con desgarbo, el abrigo azotándole las piernas hasta que pareció que su cuerpo cantaba igual que un cable.

      … el desfiladero.

      Henry avanzó tras él por el saliente. Con el cuello de la camisa inflado. De algún modo, en ese lugar de locos, lo estaba perdiendo todo. Omensetter se desvaneció. El suelo parecía caer a plomo. No estaba al tanto de que el mar tuviera agujeros pero ¿de qué otra forma te ahogabas si no? Entonces vio la cabeza tupida de Omensetter y fue a caer al desfiladero donde el viento rugía sobre los dos como las cataratas del Niágara.

      Henry se sentó en una roca y se ciñó el abrigo.

      No te gusta, dijo Omensetter.

      Oh, no, es estupendo.

      Tenían que gritar.

      La piedra fría apretada contra él.

      Bonita vista, dijeron.

      Hacía un viento terrible.

      Vengo aquí a menudo, dijo Omensetter. Allá hay un bote. Me pregunto de quién será.

      Henry se encogió de hombros y aguardó. Pensó en la belleza salvaje de los árboles, en su propio