La suerte de Omensetter. William H. Gass. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: William H. Gass
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412305975
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pregunto cómo puede permitírselo el pobre de Mat, dijo ella en voz más queda. Apenas gana para el alquiler, de eso tengo constancia.

      Dios, ojalá…

      Sal. ¿No me olvidé de poner sal la última vez? Acuérdate. Estaban sosas. Estuviste toda la tarde quejándote y era un horror lo que quemaban.

      A veces ella hacía que Henry pensara en vapor, o en algo peligrosamente vaporoso y blanco, pero ahora estaba ahí de pie ante la encimera tan tiesa y metálica como la cuchara cuyo reborde pasaba ella una y otra vez por el cuenco que tenía pegado al estómago.

      Bueno, trabaja duro y estoy segura de que merece lo que saca… Desde lo de tu enfermedad te pasas la mayor parte del día allá abajo.

      Omensetter me salvó la vida. Por eso lo odias.

      Oh, por todos los santos, Hen, sabes que siempre lo has negado. Nunca antes habías dicho que te salvó la vida. ¿Esa especie de magia? Tú lo que quieres es sulfurarme.

      Se volvió de pronto hacia él con expresión débil y triste.

      Yo también tengo muchísimo por lo que quejarme, Hennie, no solo por la sal, muchísimo por lo que quejarme. Ya sabes… nuestra… y, oh, no deberías tratarme así, Hen.

      Su expresión volvió a endurecerse.

      Bueno. ¿No fue eso lo que dijiste? Fue al doctor Orcutt, creía yo, a quien le diste las gracias. Uff. El brazo se me cansa enseguida. En esta cocina. Tendrías que haberlo visto en esta cocina, mi espacio privado. Picando remolachas. Estas encimeras no son de mi altura. Bueno, no las hicieron para mí sino para tu madre, por supuesto. Puso perdida la madera de las encimeras, se puede ver, ahí, ahí…

      No, esas…

      Mira, por ahí, y ahí, y ahí, ahí, ah, esa bestia inmunda.

      Ella soltó la cuchara y apoyó la mano en la encimera; se puso a palpar la madera.

      Tu madre podía pasarse el día removiendo y no suspirar más de lo normal en ella.

      Trabaja bien. Es un manitas.

      Oh, estoy segura de que Matthew no se arrepiente de nada. Es un manitas.

      Ella soltó el cuenco de golpe.

      Aunque menudo idiota es bailando al son que le marcáis vosotros dos.

      Mat le paga como es debido, y al fin y al cabo ya es mayorcito.

      Uy. Es enorme. Le da para hacerse cargo de sus hijos, ¿no? ¿Y también de su mujer? Ella debe de estar ahorrando una barbaridad. ¿Cuánto te debe?

      Me paga, me paga.

      Caray. Por supuesto que te paga. Es lo que, si no fuese yo una señora con educación, llamaría un pobre cabrón estúpido, un pobre cabrón estúpido.

      Bueno, Lucy, eso es cierto, eres una señora.

      Ella lo miró con aspereza.

      Más de lo que eres tú un hombre decente, dijo ella.

      Entonces ella se echó a llorar y dio la espalda a la encimera para sonarse la nariz.

      El doctor Orcutt, pensó Henry. Lo odio. Desliza los dientes por la barba y los ojos le bizquean.

      Aparta de la puerta. ¿Me estás oyendo? ¿Henry? Cuando estuvo aquí se me quedaba mirando igual que un búho.

      Deberías peinarte.

      Era una indecencia, cómo me miraba. Me miraba. No es más que un animal. Peludo como un oso. La cabeza le gira por completo.

      Me voy.

      Vete pues. Vete. Os cruzaréis en el bosque, vosotros dos. Lo sé. Os cruzaréis. ¿Tienes que ir andando hasta allí? Te vas a resfriar otra vez. Te vi tiritar.

      No.

      Como un perro viejo yendo adonde sea que haya un parche de sol en el que sentarse a tiritar. Nadie viene a vernos nunca. Antes la gente venía, Gladys, Rosa, Mat. Nadie desde que caíste enfermo. Siempre coge por el camino del bosque. ¿Por qué?

      Ahorras tiempo.

      ¿Tiempo? Ay, cielos. Tiempo. Ese animal. Huélelo. No existe el tiempo para él. Solo existe él mismo. Igual que una vaca a la que se le mueven las entrañas. Cielos, tiempo. ¿Qué quieres de él? Jamás lo conseguirás, sea lo que sea. Él no se preocupa por nadie, ¿es que no lo sabes? Ni siquiera por ti, Henry. Oh, fíjate en lo que haces, estás dejando que entre viento. Cierra la puerta.

      El sendero condujo a Henry Pimber, pasado el escorial, al otro lado del arroyo del prado donde un único carpe se endurecía despacio a la sombra meridional del collado y los árboles de los bosques colindantes empezaban en filas tal como hacía el angosto camino de su sueño, estrechándose hasta quedar en nada en el horizonte blanco, pues las vías del tren se estrechan al fondo del viaje de cualquiera; y él los nombraba según los pasaba: olmo, roble, avellano, alerce y castaño, como si él pudiese haber sido el Adán caído que los pasara y gritara sus suaves y familiares nombres, como si esos nombres familiares pudiesen hacer amigos por él al ser pronunciados para el mundo desconocido y hostil que le habían contado que había sido su paraíso. En el nombre de dios, ¿cuándo fue aquello? ¿Cuándo había sido? Pues había odiado él cada día que había vivido. Fresno, abedul, arce. Cada día pensaba que duraría para siempre, y para siempre la noche, y que el amanecer arrastraría eternamente hasta la luz otro día, para siempre, largo y vacío; pero pasaban a gran velocidad, el día, con un chasquido pasaba la noche mientras caminaba junto al arroyo, junto al carpe, los saúcos, las acederas, los cedros y el abeto; pues al nombrarlos, sus suaves nombres, que sonaban en su solitario cráneo, en ellos estaba el fuego del otoño, y nombraba los días que había perdido. Era, aun así, triste morir. La eternidad, para ellos, había finalizado. Y él caería, cuando llegase su hora, como una hoja jamás vista, el brote que fuera la gloria de su nacimiento olvidado antes que recordado. Nombró el chopo, el haya y el sauce, y en voz alta nombró la acacia cuando la vio deshojada como un campo de batalla. En el nombre de dios, ¿cuándo fue aquello? ¿Cuándo había sido?

      Omensetter llevaba hoy su abrigo largo. Aparecieron pedazos entre los árboles. Luego pelo enmarañado. Un rostro redondo y acalorado: resuelto, churretoso. Dientes como guijarros. Levantó el brazo en un saludo. Y desapareció. Su mano brotó de una rama. Henry echó a trotar. Omensetter cruzó un pequeño claro, arbustos le ocultaban los pies. Saltó una rama delante de Henry y dividió su visión a la altura de la base. El sonido de su pulso se hizo más fuerte en sus oídos. Debemos ser cuidadosos, pensó, lo tenemos todo en contra.

      Las vainas del saúco no aguantarán el invierno, me temo, dijo Omensetter. El musgo está espeso y el pelo de la oruga es denso.

      Pensé en cruzarme contigo, dijo Henry, por hacer ejercicio.

      Omensetter rio. Tenía los dientes descoloridos.

      No era por el alquiler, sabía que te acercarías con ese… ¿Y cómo está el chico?

      El chico está bien. Hacemos que duerma hacia el sur para que coja sol.

      Qué nombre le habéis puesto, no me he enterado.

      Amos.

      Omensetter se demoró en la palabra.

      Tengo un tío rico con ese mismo nombre.

      Rio entre dientes.

      Precioso, dijo Henry. Amos Omensetter. Sí. Precioso. ¿Y las niñas?

      ¿Las niñas?

      ¿Cómo están?

      Están bien, y Lucy está bien. El perro también está bien. Igual que yo.

      Bien, dijo Henry. Estupendo.

      Las hojas del chopo, vio, habían amarilleado pronto. Omensetter llevaba dinero en la mano. Había salpicaduras de rojo en los arces. Ahí estaba el dinero y ahí estaba