—Ya lo sé.
—¿Y qué se supone que estaba haciendo él aquí?
—Nada. O, bueno. Ya lo sabes. Huir. —Agnes se encogió de hombros—. Solo fueron a comprobarlo. Pero, naturalmente, estaba en su búnker de Berlín, aunque entonces no lo sabían.
—… Y pensaban que un escritor islandés tenía a Adolf Hitler escondido en el sótano de su casa, en pleno culo del mundo, en los límites del mundo habitado…
—Podría haber sido así, perfectamente. Rudolf Hess se tiró en paracaídas sobre los campos de Escocia.
—Pero ¿esconderse en Islandia? Eso es totalmente absurdo.
—Radovan Karadzic se escondió en Belgrado haciéndose pasar por médico homeópata. Los caminos de la maldad son inescrutables. ¿Vamos a echar un vistazo? Cogió la manilla de la puerta y la abrió; el frío de febrero entró a raudales en el coche.
***
La regla de oro del periodismo es esta: Es noticia que un hombre muerda a un perro; no lo es que un perro muerda a un hombre. La regla de oro del periodismo amarillo («la regla amarilla del periodismo») es esta: Todo lo que yo desee es un-hombre-muerde-a-un-perro, aunque sea un-perro-muerde-a-un-hombre. Esto se consigue haciendo que parezca que todo lo que escribes y publicas es algo único y especial, aunque sea la regla (un-perro-muerde-a-un-hombre) y no la excepción (un-hombre-muerde-a-un-perro).
***
Agnes se sentó sobre la nieve y encendió un cigarrillo. Ómar le cogió otro.
—Siempre estoy intentando dejarlo —dijo—. Siempre estoy dejándolo. Y volviendo a empezar. —Dio una calada—. En realidad, me da asco. No sé por qué siempre vuelvo a empezar.
—¿A lo mejor porque fumar es adictivo?
—¿Crees tú?
—Ya lo sabías, ¿no? Ya te habías enterado, seguro.
—Bueno, sí, lo oí en algún sitio. Y que es malo para la salud.
—Terriblemente letal. La gente muere.
—Todo el mundo muere.
—La gente muere antes.
—¿Antes de qué?
Agnes calló.
—Qué curioso —dijo al poco—. Mira. —Echó el aire por la boca y, con el frío, el aliento se transformó en neblina—. No importa si soplo humo o aire. Son exactamente iguales.
***
Por lo que a mí respecta, se podría proclamar la siguiente afirmación: Quien vive en una sociedad donde un-hombre-muerde-a-un-perro es siempre noticia, pero un-perro-muerde-a-un-hombre no lo es nunca, podría pensar que, prácticamente en todos los casos, la sociedad en la que vive está mucho más trastornada de lo que lo está en realidad. Pensará inevitablemente que la excepción es la regla y que los perros corren gran peligro por culpa de las personas.
***
En el viaje de vuelta aparcaron el coche al lado del Jökulsárlón. Agnes sacó del maletero los sacos de dormir, bajaron el respaldo del asiento trasero y se echaron a dormir en el maletero.
—¿Por qué se tiró en paracaídas Rudolf Hess sobre Escocia?
—Uf. —Agnes levantó los brazos—. Ojalá lo supiera. Entonces podría escribir un libro y ganaría montones de dinero. —Se quitó el jersey dentro del saco y se entretuvo en desabrochar el sujetador en la oscuridad. Ómar se limitaba a mirar la noche.
—¿Nadie lo sabe?
—Del todo, no. Algunos dicen que quería negociar la paz con los ingleses. Otros, que se había peleado con el Führer y decidió desaparecer. Lo único que se sabe es que, en plena guerra, el líder número dos del Tercer Reich apareció en un lugar perdido de Escocia y pidió que lo llevaran ante lord Hamilton.
—¿Lord Hamilton? —Ómar se volvió hacia Agnes, que estaba hecha un ovillo con la espalda hacia él, sin conseguir soltarse el sujetador. Ómar cogió el cierre y tiró, uno de los cierres se soltó y la golpeó.
—¡Ay! —gritó Agnes cuando la tira le golpeó la espalda. Se dio la vuelta con un gesto de fastidio.
—Perdona.
Agnes hizo un gesto para decir que no pasaba nada.
—Lord Hamilton tenía muchos amigos alemanes —sonrió.
—Vaya. —Ómar se quitó el anorak y bostezó.
—Pero Hamilton reconoció a Hess, que había dado un nombre falso, así que lo metieron en la trena. Y allí tuvo que seguir hasta que murió de viejo en algún momento de los años noventa. Se había vuelto senil mucho antes del final de la guerra. Ya sabes, lo declararon loco. Quedó libre de todos los cargos. En Núremberg. Dijo que no recordaba nada. Dijo que no reconocía a su hijo ni a su propia esposa. Hasta sus colegas del Tercer Reich estaban convencidos de que se había vuelto loco. Totalmente gagá. Solo decía cosas sin sentido, soltó algo así como que le habían echado veneno en las galletas, y mencionó una conspiración de los judíos —que habían envenenado a Hitler y lo habían obligado a construir campos de exterminio y a matar judíos para detener el avance del nacionalsocialismo de una vez por todas—. Y los jueces de Núremberg lo declararon inimputable. Y fue un escándalo, claro, eso de no condenar al número dos del régimen. Pero entonces pidió que le dejaran hacer una declaración, confesó que lo recordaba todo y que a partir de ese momento diría la verdad sobre todo lo que había pasado. Y que todo había sido una simple broma.
—Una simple broma.
—Ya me entiendes. Fingiendo.
—Mierda.
—¡Pues sí!
Ómar se bajó los pantalones y se echó encima de Agnes, que le abrazó con un cálido suspiro.
***
La prensa amarilla (¡que te está espiando!) no alteriza todo lo que existe en el cielo y la tierra para poner de relieve lo que es único. Pone de relieve las diferencias (hombre-muerde-perro) y no las semejanzas (perro-muerde-hombre). Si habla de un «extranjero» que se supone que ha hecho algo, suelen añadirse declaraciones (recogidas de labios de «vecinos» anónimos), afirmando que en su apartamento se oían con frecuencia «músicas raras» o se notaban «olores extraños», como si fuera evidente que alguien que se empapice de estofado de bacalao con bechamel a todas horas mientras escucha rock islandés a todo meter no puede ser culpable de nada (a menos que se pueda demostrar de forma incontrovertible que su interés por el rock islandés y el estofado de bacalao con bechamel sea «extraño» por algún motivo).
***
Ómar y Agnes decidieron apartar la segunda guerra mundial durante su cuarta cita, y simplemente se fueron a comer. Hamburguesas, patatas fritas y Coca-Cola grande con pajita. Mucha salsa cóctel, ensalada de col y pepinillos. Si no hubiera estado prohibido fumar en el interior de los locales, habrían acabado echando la ceniza en las sobras pletóricos de felicidad.
—Una vez le recomendé este sitio a dos turistas —dijo Ómar—. Andaban buscando «comida islandesa».
Agnes rio.
—No, lo digo en serio. Esto es lo más islandés que conozco. «Patatas fritas, salsa y ensalada». Lo dicen las crónicas. —Canturreó: ¡Es el mejor el mejor el mejor el mejor chiringuito en el que he estado y se come fenomenal!
—En la película esa, ¿no les entraba diarrea a todos?
—¿En aquella que se llamaba Todo está claro?1
—Sí. ¿No habían echado laxante en la salsa cóctel?
—Ah, sí, es cierto. Pero no por eso es menos islandés. Tan islandés como Bubbi Morthens