Sin embargo, hay diferencias importantes entre los dos cambios de escala. El cambio de escala producido por los astronautas siderales era auspicioso, no exigía cambios de curso, sólo mostraba la irreflexión e incluso la futilidad de las rivalidades entre países, e incluso entre grupos humanos. El cambio de escala producido por el astronauta interior es amenazador y exige un cambio de rumbo, bajo pena de continuar e intensificar su destrucción de vida humana. Si este cambio se da o no, no depende del virus y por ahora es una cuestión que permanece abierta, pero las consecuencias no se harán esperar. Mientras que el astronauta sideral mostraba la íntima simbiosis de la vida humana y de la vida no humana, el astronauta interior no se limita a mostrar eso, sino que también revela que, en caso de conflicto, la vida no humana no continuará en el planeta, aunque se extinga la vida humana. En otras palabras, la vida humana necesita más el planeta que el planeta la vida humana.
Ante este cambio radical de escala, la acción política tendrá necesariamente que cambiar, so pena de volverse globalmente ridícula e irrelevante. Basta con pensar en eslóganes como «America first» o «America great again», proclamados hasta la saciedad por el presidente Donald Trump, ahora más cómicos y grotescos que nunca. El país más rico del mundo es, de repente, el más vulnerable a la pandemia; el país que tiene poderío militar y nuclear para destruir varios mundos no fabrica productos esenciales para proteger a sus propios ciudadanos y, en especial, a los profesionales sanitarios; manifiesta una incompetencia y una descoordinación para lidiar con la pandemia tan escandalosas que más bien parece un nuevo tipo de Estado fracasado.
Así pues, la miniaturización de la escala del mundo producida por el coronavirus es la segunda de los últimos cincuenta años. La primera, la de los astronautas siderales, no produjo los efectos que se imaginaba. No puso fin a las rivalidades entre Estados, principalmente a la Guerra Fría. Al final, la carrera al espacio sideral era, ella misma, una instancia de la Guerra Fría. Esta terminaría más tarde con la caída del Muro de Berlín en 1989. Y ese hecho tampoco propició el «dividendo de la paz», como se decía entonces, la oportunidad que existió a partir de ese momento de poner fin a la carrera por el armamento y de usar el dinero público en políticas de bienestar de los ciudadanos y las comunidades. En cambio, los presupuestos militares, tras un corto periodo de reflujo, volvieron a crecer, y así ha sucedido hasta hoy. Y, según la antigua Unión Soviética, ahora Rusia, más pequeña y totalmente integrada en el mundo capitalista, eso duró poco. Volvió a surgir la lucha por la influencia geoestratégica en Europa (crisis de Ucrania), en Oriente Medio (guerra de Siria) y, por último, en América Latina (crisis de Venezuela). Mientras tanto, sobre todo a partir del nuevo milenio, la Guerra Fría empezó a desplazarse hacia Oriente, y China pasó a ser el nuevo eje de la Guerra Fría. Así pues, en un abrir y cerrar de ojos, China pasó de ser el gran socio económico a ser vista como una potencia rival, hasta transformarse en un enemigo cuya influencia global se debe neutralizar.
En este contexto surge la segunda miniaturización de la escala del mundo, ahora provocada por la pandemia. ¿Acaso hay condiciones para que, esta vez, afrontemos tareas que, al ser planetarias, sólo se pueden afrontar a escala planetaria? A diferencia de los astronautas siderales, el astronauta profundo, de quien por ahora no podemos defendernos sin tener que escondernos en nuestras casas (¿cobardemente, pensará él?), es amenazador, trae malas noticias y anuncia otras peores. ¿Sabremos leerlas e interpretarlas, sacar de estas las debidas consecuencias?
Hay algo que parece cierto, no debemos esperar a una tercera miniaturización del mundo para decidir actuar en conjunto a fin de salvar la vida en el planeta. Puede que entonces seamos demasiado pequeños o demasiado pocos para que merezca la pena decidir. Intentar salvar la vida del planeta en los escombros o entre fosas comunes es un ejercicio, además de fútil, macabro.
Las metáforas en curso
El nuevo coronavirus ha resultado ser una fuente abundante de metáforas. Todas ellas representaron un gran desplazamiento de los contextos en los que dichas metáforas se usan en circunstancias normales. Esto demuestra la sorpresa y el espanto que suscitó la pandemia de la covid-19. Las metáforas constituyen un intento de domesticar este virus como fenómeno y de intentar enmarcarlo en el dominio de lo comprensible en el ámbito social, filosófico y cultural. Las metáforas, lejos de ser arbitrarias, son intencionales, invocan diferentes tipos de acción e imaginan diferentes sociedades pospandemia. Distingo tres metáforas: el virus como enemigo, el virus como mensajero y el virus como pedagogo.
El virus como enemigo
Esta metáfora fue la favorita de los gobiernos. La guerra es y será siempre algo perteneciente exclusivamente al Estado. También es, entre las posibles obligaciones estatales, aquella en la que el Estado reúne más consenso. La metáfora del enemigo es una doble metáfora, porque concibe la lucha contra el virus como una guerra, y el virus, como el enemigo a derrotar. La metáfora de la guerra evoca con eficacia la seriedad de la amenaza y la necesidad patriótica de la unión en el combate a esa amenaza. A los Estados les resulta particularmente útil este llamamiento a la unidad, puesto que en el periodo anterior fueron escenario de grandes protestas sociales, como es el caso de Francia con las manifestaciones de los chalecos amarillos (gilets jaunes). La guerra implica el uso de medidas extremas de combate. Fomenta una narrativa política simplista del tipo «o está con nosotros o contra nosotros». Con el enemigo no se discute ni se argumenta, al enemigo se lo elimina.
La metáfora del enemigo tiene dos sesgos principales. Por un lado, centra la acción contra la pandemia exclusivamente en el Estado. Ahora bien, como veremos, en la lucha contra la pandemia estuvieron decisivamente implicadas familias, comunidades, asociaciones y, sobre todo, los profesionales sanitarios que actuaron con un espíritu de misión que no se reduce al mero estatuto de funcionario público. Por otro lado, esta metáfora implica que, una vez ganada la guerra, todo volverá a la normalidad. Sin embargo, lo más probable es que no sea así, no sólo porque la victoria definitiva es un escenario muy incierto, sino también porque, cuando ocurra dicha victoria, si es que ocurre, la nueva normalidad será muy diferente de la que hemos vivido hasta ahora. Además de todo esto, es muy probable que no se elimine el virus, más bien se domesticará o se neutralizará a través de los anticuerpos que producimos y las vacunas. Puede que al final la guerra no se gane, y que a lo máximo que podamos aspirar sea a obtener unas treguas temporales y condicionadas.
En los últimos cincuenta años, la metáfora de la guerra fue ampliamente usada en el mundo occidental liderado por Estados Unidos para mencionar la percepción de la seriedad de las amenazas que lo podrían destruir. Si la historia nos sirve de lección, esas guerras se diseñaron para ser guerras permanentes y puede que incluso perpetuas. Así ha sido la guerra contra el comunismo, a pesar de no haber hoy comunismo en ninguna parte del mundo, ni siquiera en China, donde lo que domina es un capitalismo de Estado. Lo mismo pasa con la guerra contra el terrorismo, con la guerra contra las drogas y, más recientemente, con la guerra contra la corrupción. Ninguna de estas guerras se ha terminado en la actualidad ni está previsto que se termine en los próximos tiempos. ¿Ocurrirá lo mismo con la guerra contra la pandemia? Curiosamente, la guerra contra las pandemias recientes[2] tiene en común con las otras guerras permanentes el hecho de ser una guerra irregular. El enemigo es impreciso, engañoso, no respeta las leyes de la guerra, no usa tácticas convencionales, y el combate contra él se tiene que pautar a través de los mismos medios para ser eficaz. ¿Acaso la guerra contra la covid-19 será una nueva guerra para añadir al catálogo de las guerras