Un agradecimiento muy especial a mis compañeros y colaboradores de hace muchos años, Antoni Aguiló y José Luis Exeni Rodríguez, que asumieron con mucho entusiasmo y profesionalidad la compleja tarea de traducción al español. Last but not least, me complace mucho señalar que este libro no existiría si mi editor Jesús Espino no me llamara una mañana de marzo para sugerirme que escribiera un libro sobre la pandemia. Para sorpresa de la invitación, la decisión de ponerme a trabajar en la tarea fue seguida de inmediato. El agradecimiento a Jesús no podría ser mayor.
[1] Eric Hobsbawm (1994) se refiere al periodo comprendido entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial hasta la caída del llamado bloque soviético como «el corto siglo xx», un espacio-tiempo que siguió al «largo siglo xix», que media entre el comienzo de la Revolución francesa en 1789, hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial, en 1914.
[2] Publiqué hace poco un pequeño e-book titulado La cruel pedagogía del virus, Madrid, Akal/Buenos Aires, CLACSO, 2020.
PARTE I
El siglo xxi se presenta
I. Introducción póstuma a nuestro tiempo
El fin del presentismo
Desde hace cuarenta años el mundo vive dominado por la idea de que no hay alternativa a la sociedad actual, al modo en que está organizada y en que organiza nuestras vidas, nuestro trabajo y la falta de este, nuestro consumo y el deseo de este, nuestro tiempo y nuestra falta de tiempo, nuestra vida social y la resaca y la soledad que tantas veces nos causa, la inseguridad del empleo y el desempleo, el desistimiento de luchar por una vida mejor ante la posibilidad, siempre inminente, de que la vida empeore.
Este bloqueo de alternativas se dio en paralelo con la idea de que eso era la plena realización del progreso. Lo que quedaba atrás era mucho peor y lo que había por delante sería, en el mejor de los casos, más de lo mismo o incluso peor. El futuro estaba aquí y si nos obstinábamos en buscarlo en otro lugar tendríamos una sorpresa muy desagradable. De ahí la rigidez de un presente eterno, aparentemente libre del pasado y sin otro futuro que su eternidad. O este presente o la barbarie. A este clima epocal lo llamo presentismo, la negación radical y simultánea del historicismo y del futurismo.
Sin embargo, ¿qué mundo soportaba entonces este presente eterno? Era un mundo que cuanto más «progreso» realizaba más intolerable e inhabitable se volvía para la gran mayoría de la población mundial. Era un mundo de posibilidades desfiguradas, que sacrificaba todas las potencialidades emancipadoras con acciones supuestamente llevadas a cabo en su nombre, pero con el objetivo de anularlas. Era un vértigo sacrificial. Veamos algunas de esas posibilidades desfiguradas. La democracia se imaginó, por lo menos desde la Antigüedad clásica, como el gobierno de las mayorías en beneficio de las minorías. Hoy es, un poco por todas partes, un gobierno de minorías en beneficio de las minorías. El derecho y el sistema jurídico se pensaron y diseñaron como garantía de los débiles contra el poder discrecional de los fuertes. En muchos países hoy es un instrumento adicional de los poderosos contra los oprimidos, e incluso un instrumento de destrucción antidemocrática de adversarios políticos o económicos a través de lo que se acordó llamar, basándose en los manuales militares, guerra jurídica (lawfare). Los derechos humanos, pese a su ambivalente genealogía (tanto sirvieron a los intereses de la Guerra Fría como a las luchas contra las dictaduras), surgieron como una narrativa de dignidad humana y se vincularon a la condicionalidad de los tratados internacionales y de la mal llamada «ayuda al desarrollo». En los últimos tiempos dejaron de ser una condicionalidad para pasar a verse como un obstáculo impertinente, e incluso como un paria por parte de grupos de extrema derecha. Los mismos que en las redes sociales tildan a un político de izquierda de «activista de los derechos humanos» y consideran que este es el insulto más eficaz para derrotarlo. El concepto de desarrollo prometió mejores condiciones de vida para la mayoría de la población. Aunque la promesa fuera poco realista, llegó a tener una enorme credibilidad que, no obstante, perdió fuerza con la creciente desigualdad entre países y la inminente catástrofe ecológica. Por último, las redes sociales e internet, que se presentan de manera fidedigna como la gran promesa de la democratización de la vida social y política, hoy se están transformando en el instrumento central del capitalismo de vigilancia y de la destrucción de la voluntad democrática.
Estas y otras posibilidades desfiguradas contribuyeron a que un sentimiento de agotamiento político e ideológico, la sensación de estar viviendo entre ruinas, invadiera el mundo eurocéntrico o el Norte global. No se trata de una experiencia estética de las ruinas, como la que dominó el Romanticismo europeo. Es más bien la experiencia existencial de vivir ante un paisaje de cimientos que se desmoronan. Es una experiencia nueva sólo para el Norte global. Desde el siglo xvi, las conquistas impusieron a los pueblos conquistados esta misma experiencia. Desde entonces, el Sur global se acostumbró a vivir entre ruinas y a resistir e innovar a partir de estas. Es probable que dicha experiencia histórica sea hoy en día más valiosa que nunca, y no sólo para el Sur global.
Todo lo sólido se desvanece en el aire
Existe un debate en las ciencias sociales sobre si la verdad y la calidad de las instituciones de una determinada sociedad se conocen mejor en situaciones de normalidad, de funcionamiento corriente, o en situaciones excepcionales, de crisis. Tal vez ambos tipos de situación induzcan igualmente al conocimiento, pero sin duda nos permiten conocer o revelar cosas diferentes. Existen muchos conocimientos potenciales resultantes de la pandemia del coronavirus. Este libro se dedica a analizar los que me parecen más importantes. En esta introducción, presento un breve sumario.
La normalidad de la excepción. La pandemia actual no es una situación de crisis claramente opuesta a una situación de normalidad. Desde la década de 1980 –a medida que el neoliberalismo se fue imponiendo como la versión dominante del capitalismo y este se fue sometiendo cada vez más y más a la lógica del sector financiero–, el mundo ha vivido en un estado permanente de crisis. Una situación doblemente anómala. Por un lado, la idea de crisis permanente es un oxímoron, ya que, en el sentido etimológico, la crisis es por naturaleza excepcional y pasajera y constituye una oportunidad para superarla y dar lugar a un estado de cosas mejor. Por otro lado, cuando la crisis es transitoria, debe explicarse por los factores que la provocan. Sin embargo, cuando se vuelve permanente, la crisis se convierte en la causa que explica todo lo demás. Por ejemplo, la crisis financiera permanente se utiliza para explicar los recortes en las políticas sociales (salud, educación, bienestar social) o el deterioro de las condiciones salariales. Se impide, así, preguntar por las verdaderas causas de la crisis. El objetivo de la crisis permanente es que esta no se resuelva. Ahora bien, ¿cuál es el objetivo de este objetivo? Básicamente, hay dos: legitimar la escandalosa concentración de riqueza e impedir que se tomen medidas eficaces para evitar la inminente catástrofe ecológica. Así hemos vivido durante los últimos cuarenta años. Por esta razón, la pandemia sólo está empeorando una situación de crisis a la que la población mundial ha estado sometida. De ahí su peligrosidad específica. En muchos países, el Estado, en general, y los servicios públicos de salud, en particular, estaban hace diez o veinte años mejor preparados para hacer frente a la pandemia que en la actualidad.
La elasticidad de lo social. En cada época histórica, las formas dominantes de vida (trabajo, consumo, ocio, convivencia) y de anticipación o postergación de la muerte son relativamente rígidas y parecen derivarse de reglas escritas en la piedra de la naturaleza humana. Es cierto que cambian gradualmente, pero las alteraciones casi siempre pasan desapercibidas. La irrupción de una pandemia no se compagina con este tipo de cambios. Exige cambios drásticos. Y, de repente, estos se vuelven posibles, como si siempre lo hubiesen sido. Al menos para una minoría de la población mundial vuelve a ser posible quedarse en casa y disponer de tiempo para leer un libro y pasar más tiempo con la familia, consumir menos, prescindir de la adicción de pasar el rato en los centros comerciales, olvidando todo lo que nos resulta necesario en la vida pero que sólo se puede obtener por medios que no sean la compra. La idea conservadora de que