Tras ser paciente como el rey pedía, y esperando mientras pasaba el invierno a que llegaran los documentos que le cedían las tierras y los títulos de barón y de lord de Thaxted, había llegado hasta allí y se había encontrado con la fortaleza cerrada. Tres semanas esperando los refuerzos de su amigo Giles no hacían que estuviese más cerca de conquistar la fortaleza ni a los que vivían dentro. Ahora, tras capturar a varios campesinos que huían, descubría que su prometida, que ya había huido en varias ocasiones, también acababa de escapar bajo su vigilancia; y que buscaba refugio lejos de su control en un convento. Por suerte Stephen le Chasseur lo acompañaba y nada ni nadie escapaba a él cuando cazaba.
Aunque Gillian se retorcía entre sus brazos, Brice sabía que no tenía idea de su identidad, ni de que era suya. Su rabia aumentó al darse cuenta de que ignoraba los peligros del camino. Si no la hubiera encontrado, la idea de lo que podría haberle sucedido le aterrorizaba por muchas razones. Había que enseñarle una lección, y él sería el encargado.
Al menos estaba viva, así podría hacerle pensar en sus actos.
—¿Cuánto cobráis por noche, señorita? — preguntó mientras deslizaba la mano por su cuerpo y sentía el escalofrío bajo sus dedos—. Muchos de mis hombres han ahorrado y podrían pagaros bien para que os quedarais con nosotros.
—No soy pro… pros… —se estremeció—. No vendo mis favores.
Brice la soltó y le dio la vuelta para mirarla, y estuvo a punto de perder la cabeza, pues por fin pudo ver claramente a su prometida. Era guapa y le pertenecía.
Unos ojos grandes, luminosos y de un color entre el azul y el verde adornaban su rostro. Sus rizos largos y castaños escapaban bajo su velo y le caían sobre los hombros. Aunque iba vestida al estilo sajón, con ropa ancha, advertía que su cuerpo tenía curvas y encajaba con las formas femeninas que él deseaba en sus amantes; caderas y pechos voluptuosos. A juzgar por la fuerza de su resistencia, sabía que sus piernas y sus brazos eran fuertes.
Su cuerpo reaccionó antes de terminar de mirarla, y cierta parte de su anatomía cobró vida, dispuesta a hacerle todas las cosas con las que la había amenazado. Sólo habló cuando uno de sus hombres tosió audiblemente.
—Si no sois prostituta, ¿entonces qué?
—Les he dicho a estos hombres que mi señora me envía al convento e iba de camino.
—¿Sola, señorita? ¿Con los merodeadores y rufianes que controlan los bosques y los caminos? Vuestra señora habrá enviado guardias para protegeros.
Ella dio un paso atrás, pero sus hombres no retrocedieron y permaneció atrapada entre ellos. Advirtió el miedo creciente en su mirada y supo que su apariencia valiente corría el peligro de venirse abajo. Pero luego vio cómo recuperaba la confianza en sí misma, estiraba los hombros y levantaba la barbilla.
—Mi señora tiene otras cosas de las que preocuparse, señor. Sabe que soy independiente y puedo llegar sola al convento.
—¿Bromeáis? —preguntó él—. ¿Buscáis problemas? Cualquier señora que envíe a su sirvienta sola por estos caminos en estos tiempos tan peligrosos que corren comprenderá el mensaje que está enviando.
Brice casi pudo oírla intentando tragarse el miedo. Los ojos le brillaban con la inminencia de las lágrimas y el labio inferior había empezado a temblarle. Tal vez estuviera dándose cuenta de lo absurdo de su plan.
—Un noble honraría la promesa de una dama a su doncella y le permitiría la llegada al convento. Un noble de verdad no se aprovecharía de una mujer sin protección. Un noble de verdad… —comenzó a explicar otra cualidad, pero él la detuvo negando con la cabeza.
—Yo no he dicho que sea un noble, señorita —susurró él—. Si vuestra señora cree que se puede confiar en los nobles y que éstos dejarían pasar una tentación como la que vos representáis, entonces es más tonta de lo que pensaba.
Sus hombres se carcajearon, sabiendo que ni ellos ni él eran nobles ni de nacimiento legítimo, y Brice reconoció la confusión en su expresión. Casi todos los hombres se habrían sentido halagados por ella, pero no aquéllos que se habían abierto camino en el mundo con el trabajo y el sudor de sus cuerpos.
Lady Gillian pareció querer decir algo, pero no encontró las palabras, así que agachó la cabeza y se dio la vuelta. Sus intentos de humillarla no le dieron la satisfacción esperada. Miró a sus hombres. Sabía que la noche se acercaba y que aún quedaban muchas cosas por hacer ahora que su prometida estaba allí.
—Llevadla a mi tienda y aseguraos de que se queda ahí —ordenó.
—¡No podéis! —gritó ella. Brice se acercó a ella para obligarla a levantar la cabeza y mirarlo a la cara—. Las buenas hermanas…
—Las buenas hermanas cenarán, rezarán sus oraciones y se irán a dormir como cada noche, señorita. Vuestra señora debería haber pensado en su plan antes de llevarlo a cabo.
—Pero me esperan. Mi señora les envió un mensaje.
—Puedo aseguraros que al convento no ha llegado ningún mensaje. Llevamos acampados aquí varias semanas y nadie de Thaxted se ha cruzado en nuestro camino… hasta hoy.
Gillian miró a su alrededor, visiblemente desanimada, y por primera vez pareció darse cuenta de que la superaban en número y que eran peligrosos. Si en efecto había un mensajero, los hombres de Brice no lo habían visto. Siempre existía la posibilidad de que el mensajero hubiera huido en dirección contraria al ver su campamento y saber que no podría pasar. Aparentemente ese mensajero no informó del fracaso a su señora.
—Lleváosla —repitió suavemente, mientras se echaba a un lado para que Stephen pudiera llevar a cabo su orden.
La dama pareció dispuesta a ofrecer resistencia, pero luego asintió y se dejó arrastrar. Al menos ya estaba a salvo, y era una cosa menos de la que tenía que preocuparse en aquella situación tan inestable. Por la mañana sería suya, al igual que la mansión Thaxted y todos los terrenos vinculados a ella y a él por ser lord Thaxted.
Y con el apoyo de los hombres de Giles desde Taerford y las tropas del rey, tomaría el control de la fortaleza, expulsaría a los rebeldes que no apoyaran al rey Guillermo y comenzaría su vida como todopoderoso en vez de seguir siendo un simple soldado. Respiró profundamente y se dio cuenta de que ansiaba muchas de las cosas que aún tenía ante sí en los próximos días.
Enfrentarse a la ira de aquella dama por su conducta no era una de esas cosas.
Pasaron las horas mientras supervisaba los preparativos para su asalto final a la fortaleza, así como otros asuntos más personales que tenían que ver con lady Gillian. Envió un mensaje al convento para hacerles saber que estaba a salvo y que regresaría a su hogar. Una generosa donación acompañaba al mensaje para suavizar, o así lo esperaba, los futuros tratos con las monjas. Había visto cómo muchos otros cometían el error de no respetar al clero y estaba decidido a no caer en el mismo error.
Finalmente, varias horas después de que el sol se ocultara por el oeste y, cuando la noche ya los cubría con su manto, decidió que era el momento de dar el primer paso para recuperar el control de sus tierras… y de su esposa. Avisó a los más cercanos a él y se dirigió hacia su tienda. Había cuatro hombres montando guardia allí, uno en cada esquina, y ninguno parecía feliz.
—¿Problemas, Ansel? —preguntó mientras se acercaba. Todos parecían tranquilos, pero sus expresiones decían lo contrario. Aunque aquélla era la primera campaña de guerra de Ansel, confiaba en el joven para realizar cualquier tarea que le ordenase.
—Sí —respondió Ansel en su dialecto—. Es… la dama… es muy decidida —negó con la cabeza como si hubiera