¿Entonces quién era? ¿Y cuál era su misión allí?
Uno de los otros soldados dio órdenes de seguir adelante y ella rezó para que por fin se marcharan. Gillian no se movió hasta que el polvo volvió a posarse sobre la superficie seca del camino y ya no podía oírse nada. Incluso entonces, se arrastró por el suelo hasta incorporarse y se tapó con la capa. No se movería de aquel sitio hasta estar completamente segura de que había una distancia de seguridad entre los soldados y ella.
Sacó el odre de cerveza aguada de entre los pliegues de su capa y dio un buen trago para refrescarse la garganta. El cansancio de caminar varios kilómetros, el polvo del camino y el miedo que aún palpitaba en sus venas le cerraban la garganta, y la cerveza la calmaba. Tentada de hacer uso de la comida que llevaba envuelta en un paño, Gillian decidió esperar, pues sólo se había llevado alimento suficiente para dos días de viaje desde su casa al convento, y tenía pocas monedas para comprar más.
Si acaso había alimento disponible para comprar durante el camino.
El invierno había llegado temprano y la última cosecha había sido mala, alterada por los planes de guerra y sus consecuencias. Cualquier excedente, incluso el necesario para alimentar a las muchas personas que vivían en las tierras de su padre, había ido destinado a alimentar al ejército del rey Harold a su paso. Habían pasado primero de camino al norte para enfrentarse a las tropas de Harald Hardrada, y luego de camino al sur para combatir al usurpador Guillermo de Normandía.
Las tropas del rey Harold tenían pocas posibilidades de reagruparse tras combatir a los nórdicos antes de dirigirse al sur a recibir a las tropas normandas junto a la costa. En un único día de mediados de septiembre, las esperanzas de Inglaterra se habían visto sacudidas cuando su rey y varios de sus aliados más cercanos fueron asesinados.
Peor, en los meses posteriores a aquella batalla junto a Hastings, los rebeldes y forasteros poblaban las tierras en busca de algo que avivara sus esfuerzos contra el ejército normando. Gillian suspiró. Se le revolvió el estómago al recordar los acontecimientos de los últimos meses, y ya le resultaba imposible la idea de comer. Decidió que ya había pasado suficiente tiempo y se puso en pie, se sacudió la tierra de la capa y del vestido y regresó al borde del camino.
Miró hacia el sol y se dio cuenta de que probablemente hubiese perdido una preciada hora de luz con aquel encuentro. Salió al camino e incrementó la velocidad de sus pasos. Tenía que llegar al convento a la caída del sol o pasaría otra noche sola en el bosque, idea que le asustaba más ahora que sabía que aquellos normandos compartían el camino con ella.
Pasó una hora, luego otra, y Gillian continuó andando, siempre mirando al frente y atenta a cualquier sonido de peligro, viajando en la misma dirección que los soldados, pero con cuidado de no alcanzarlos. A medida que el sol iba acercándose al horizonte, se dio cuenta de que no llegaría al convento antes de que las hermanas cerraran las puertas. Mientras se secaba el sudor de la frente con la manga, pensó que dormir oculta entre las sombras junto a los muros del convento sería casi tan seguro como dormir dentro.
De modo que se apresuró y decidió comerse los pedazos de pan y de queso que llevaba en la bolsa. Aminoró la velocidad sólo cuando llegó a la pendiente del camino que indicaba que estaba cerca de su destino. Sólo unos pocos kilómetros la separaban de la seguridad. La respiración se le aceleró a medida que ascendía por la pendiente hacia la cima, y tuvo que detenerse en varias ocasiones para tomar aliento antes de llegar.
Entonces perdió la habilidad de respirar por completo cuando contempló una visión terrorífica; la misma tropa de guerreros, más ahora, acampada a un lado del camino. Gillian miró hacia delante y se preguntó si podría continuar su camino como si fuera una simple campesina. Tal vez no le prestaran atención. Controlando su necesidad de correr, pues salir corriendo sería una invitación a seguirla, decidió que lo mejor sería caminar despacio.
Se cubrió la cara mejor con la capucha, agachó la cabeza y fue poniendo un pie delante del otro, obligándose a ir despacio y a medir sus pasos. Por el rabillo del ojo miró a los soldados y aceleró el paso. Aunque varios se acercaron al camino, nadie la detuvo. Sintió cómo crecía su esperanza a medida que avanzaba. Ya casi había dejado atrás el campamento cuando un hombre grande se puso en su camino y le bloqueó el paso.
Ella lo esquivó, o lo intentó, pero él se movió al mismo tiempo. Obviamente se trataba de un hombre fuerte, así que Gillian sopesó sus opciones. Se dio la vuelta con la intención de regresar por la misma dirección por donde había llegado, pero entonces se encontró con otro guerrero. Luego un tercero y un cuarto bloquearon los laterales, de modo que no le quedó sitio al que ir. Respiró profundamente y esperó a que actuaran.
—¿Señorita, qué estáis haciendo sola por estos caminos? —preguntó uno de ellos con un inglés muy acentuado—. ¿Qué os proponéis?
Aunque había esperado no tener que usarla, Gillian llevaba preparada una historia para responder a esa pregunta. Sin mirarlo a la cara, se dio la vuelta hacia el que había hablado.
—Mi señora me envía al convento, milord —respondió con una reverencia de cabeza.
—Ya casi es de noche —dijo el que tenía detrás—. Venid, estaréis más segura en nuestro campamento esta noche.
¿Estaba a salvo una oveja cuando la protegía un lobo? Creía que no. Negó con la cabeza y rechazó la invitación.
—Las hermanas me esperan, milord. Debo darme prisa. Mi señora se enfadará si no llego a tiempo.
Intentó abrirse paso empujando al que tenía delante, pero éste apenas se movió. Gillian lo intentó una vez más, sin éxito. Antes de que pudiera probar suerte una vez más, dos de ellos la agarraron de los brazos y la arrastraron hacia los demás. Forcejeó, pero no consiguió zafarse de ellos, y el corazón comenzó a acelerársele en el pecho, haciendo que la cabeza le diese vueltas.
Antes de que pudiera darse cuenta, ya estaban en mitad del campamento, lo suficientemente lejos para que no pudiera escaparse con facilidad. No se lo puso fácil, pero aquello tampoco ralentizó ni impidió su progreso. Simplemente la arrastraban entre ellos. Estaban haciéndole daño en los brazos y sabía que por la mañana tendría hematomas; si sobrevivía hasta entonces.
A juzgar por sus susurros furiosos, supo que algo pasaba. Decidió aprovecharse de la situación. Pisó con todo su peso el empeine del soldado que tenía detrás y lo empujó con las caderas en un intento por hacerle perder el equilibrio.
No funcionó.
Al contrario, pues ahora le dolía el pie y tuvo que ir cojeando el resto del camino. Finalmente se detuvieron y ella aprovechó el momento para soltarse y huir. Un soldado le agarró la capa, que cedió cuando los nudos se soltaron. Gillian no había dado ni dos pasos, dos pasos dolorosos, antes de que un brazo con cota de malla le rodeara la cintura y la arrastrara contra la superficie más dura que jamás había sentido. Tan dura era que le dejó los pulmones sin aire y a punto estuvo de dejarla inconsciente cuando golpeó con la cabeza la lámina del pecho.
—¿Adónde vais, señorita? ¿Habéis decidido no honrarnos con vuestra presencia esta noche?
Cuando reconoció la voz del guerrero que la tenía prisionera, se sintió aterrorizada. Sin posibilidad de escape y con la sospecha de que aquellos hombres planeaban todo tipo de actos ilícitos e inmorales contra ella, escuchó las risas de los que presenciaban la escena y quiso desmayarse. Pero en vez de eso emitió un grito ahogado cuando aquel gigante la rodeó con su otro brazo y la atrapó en un abrazo indecente contra su pecho. Luego apoyó la cabeza contra la suya hasta hacerle sentir su aliento caliente sobre la piel del cuello.
—Dime lo que buscas, cariño —le susurró en inglés—, y trataré de