Ella no quería tenerla.
Seb era la mano derecha de Max y éste pensaba que era estupendo. Aunque era normal, ya que se parecían mucho.
–Te caerá bien cuando lo conozcas mejor –le había prometido Max.
Pero Neely no estaba de acuerdo, y no tenía ningún interés en conocerlo mejor.
No le hacía ninguna falta un hombre adicto al trabajo. Hacía veintiséis años que un hombre adicto al trabajo no se había casado con su madre, que estaba embarazada. Aunque su madre tampoco hubiese sido de las que se casaban.
Pero eso era irrelevante en esos momentos.
Lo importante era averiguar a qué tipo de juego estaba jugando el Hombre de Hielo.
–¿Así que ha dicho que sacó su chequera para salvar a Frank Bacon? –lo presionó.
–Nos hice un favor a ambos. Él quería vender. Y yo quería comprar. Llegamos a un acuerdo. Así de sencillo.
No era nada sencillo. Al menos, para ella. Abrió la boca para seguir discutiendo, pero se dio cuenta de que no merecía la pena.
Discutiendo no iba a cambiar nada. Había imaginado que no le darían el préstamo, ya que sólo llevaba ganando dinero de verdad desde que había terminado la universidad. De eso hacía dos años y medio y, con el dinero que ganaba, también tenía que pagar el crédito gracias al cual había podido estudiar y enviarle algo a su madre. Lara, que se había casado por fin cuando Neely tenía doce años, era viuda y tenía una pensión insignificante y un pequeño negocio de joyería. Era autosuficiente, pero no podía permitirse caprichos, a no ser que Neely se los pagase.
Ella había soñado con comprarse la casa flotante. Le había encantado nada más alquilarle la habitación a Frank, seis meses antes. Y había tenido la esperanza de que le diesen un préstamo.
Pero, al parecer, no había sido posible. Todavía.
Y Frank no había podido esperar y había tomado el camino más corto.
Se la había vendido a Sebastian Savas.
–Hablando de acuerdos. Tengo que proponerle un trato, señorita Robson –le estaba diciendo Sebastian en esos momentos. Estaba de pie, con una pila de libros en las manos, mirándola fijamente.
–¿Un trato? –repitió ella, esperanzada–. ¿Me la va a vender?
Él negó con la cabeza.
–No, pero tengo un lugar al que podría marcharse.
Neely volvió a sentirse como si le hubiesen dado un puñetazo en el estómago.
–Tengo un apartamento vacío –la miró con expectación, como si pensase que iba a saltar de alegría–. Podría dejárselo gratis durante seis meses.
Ella negó con la cabeza.
–No voy a marcharme a ninguna parte.
–Tiene que hacerlo –dijo él, frunciendo el ceño–. Yo voy a vivir aquí.
–Me alegro por usted.
Él la miró fijamente. Sus ojos verdes parecían más fríos que nunca.
–¿Está diciendo que quiere compartir casa?
Neely se encogió de hombros, haciendo acopio de indiferencia. Esperó resultar creíble.
–No quiero, pero si va a vivir aquí, tendré que hacerlo –señaló hacia las escaleras con la cabeza–. Su habitación es la de la derecha. Es más pequeña que la mía, pero tiene mejores vistas. Que la disfrute.
Y no esperó a escuchar su respuesta. No quería oírla. Además, tenía que alejarse de él antes de que no pudiese contener las ganas de lanzarle la brocha, o algo peor.
Así que volvió a salir a la terraza y se subió a la escalera para seguir pintando. En su cabeza, y en su corazón, estaba abofeteando a Sebastian Savas.
Él no se marchó, ni subió al piso de arriba. En su lugar, colocó los libros, quitó la caja que había delante de la puerta y salió a la terraza. Se apoyó en la barandilla y la miró.
–Los gatos van a escaparse –le advirtió ella.
Él ignoró su comentario.
–No quiero compartir casa, señorita Robson –dijo en tono monótono e inflexible.
Neely ya lo había oído hablar así antes, en el trabajo.
–Yo tampoco –respondió ella en el mismo tono. Metió la brocha en el cubo de pintura y continuó abofeteando la pared, sin mirar hacia abajo, aunque sabía que lo tenía detrás.
–En ese caso, tendrá que marcharse –sugirió Sebastian–. Comprenda que no la estoy echando a la calle. Mi oferta es muy justa, y el apartamento está muy bien situado.
–Sin duda, pero no me interesa –otra bofetada.
–Mire, señorita Robson –insistió él en tono comedido–. Creo que no me ha entendido. No puede quedarse aquí. Puede aceptar mi oferta o hacer las maletas y marcharse. No puede quedarse.
Neely se giró un poco para poder mirar por encima del hombro y verlo. Era grande e imponente incluso visto desde arriba.
–De eso nada, señor Savas –dijo ella también con tranquilidad–. Claro que puedo quedarme. Tengo un contrato –añadió con dulzura–. Por escrito. Cath, la novia de Frank, es abogada. Quería estar segura de que todo era legal. Intente escurrir el bulto, si quiere –terminó sonriendo de oreja a oreja.
Él apretó la mandíbula.
–Le pagaré.
Neely se encogió de hombros.
–Véndame la casa flotante. Le había ofrecido a Frank una buena cantidad.
–Una cantidad que, al parecer, no pudo reunir.
–Pero lo conseguiré, tengo un buen trabajo, perspectivas de futuro.
Él resopló con desdén.
–¿Por qué hace eso? –le preguntó ella, frunciendo el ceño.
–Por sus perspectivas. ¿Así llama a Max? Seguro que le encantará saberlo.
–¿Max? –Neely se quedó boquiabierta. Sebastian pensaba que estaba utilizando a Max.
Cerró la boca de repente. Le habría encantado tirarle la lata de pintura por la cabeza.
Él se encogió de hombros.
–Veo que no lo niega.
–¡Claro que lo niego!
–Bueno, pues no se moleste. Que él esté demasiado ciego para darse cuenta de lo que está haciendo, no quiere decir que los demás también lo estemos.
Neely apretó la brocha con los dedos, deseando tener entre las manos el fuerte cuello de Sebastian Savas.
–¿El resto? ¿A quién se refiere?
–A mí, para empezar. A Gladys.
–¿La secretaria de Max piensa que quiero utilizarlo?
–Está encantada porque lo está humanizando –comentó Sebastian–. No se me ocurre otra palabra para describirlo.
–No sabe de qué está hablando –se quejó ella.
–¿No?
–No, no lo sabe, señor Savas. Y no debería imaginar cosas que no son –se dio la vuelta y siguió pintando. ¡Estaba furiosa con él!
–Entonces, ¿qué voy a tener que hacer para echarla, señorita Robson? –insistió él–. ¿Cuál es su precio?
Neely no le hizo