Seb se preguntó qué habría estado haciendo Neely con él, pero tampoco lo dijo en voz alta.
No obstante, tenía que decir algo. Se había dado cuenta de la atracción que sentía su jefe por Neely Robson. Era una mujer atractiva. Eso no podía negarlo.
Pero la empresa era tan grande que Max no se había fijado en ella hasta que había ganado un premio en febrero.
Desde entonces, Max le había prestado cada vez más atención.
Seb la había visto salir del despacho de Max en numerosas ocasiones durante los últimos meses, y lo había oído nombrarla. También había visto que Max fijaba la mirada en ella durante las reuniones.
No le había dado importancia. Max no era como su padre. Max era un hombre decidido y profesional, y adicto al trabajo.
Era imposible que Max Grosvenor se dejase seducir por una cara bonita. Tenía cincuenta y dos años y ninguna mujer lo había atrapado todavía.
Aunque Seb suponía que siempre había una primera vez. Si hasta había ido a navegar…
–Sólo quería decir que no tiene demasiada experiencia con edificios de viviendas y…
–No te preocupes por su experiencia. Yo trabajaré con ella. Y si está verde, ya aprenderá. Yo la ayudaré –arqueó una ceja–. ¿No crees?
Seb apretó los dientes con tanta fuerza que le dolió la mandíbula.
–Por supuesto –dijo.
Max sonrió.
–Es muy creativa. Deberías conocerla mejor.
–Ya la conozco.
Max rió.
–No tanto como yo. Ven a navegar con nosotros la siguiente vez, ¿qué te parece?
–La siguiente… ¿Has ido a navegar con…? –no fue capaz de terminar la frase.
¿Max y Neely Robson habían salido a navegar juntos? Max debía de estar pasando por una crisis. Aquél era el tipo de cosas que hacía Philip Savas, no Max Grosvenor.
–No se le da mal –comentó Max sonriendo.
–¿No? –Seb se puso en pie y recogió su cartera–. Me alegra saberlo, pero sigo pensando que vas a cometer un error.
Max dejó de sonreír. Miró por la ventana hacia el monte Rainier, aunque Seb no sabía si realmente lo estaba viendo. Por fin, volvió la mirada a los ojos de Seb.
–No sería el primer error que cometo –comentó–. Gracias por preocuparte, pero creo que esta vez no me estoy equivocando.
Se miraron fijamente. Seb quiso decirle que estaba muy equivocado, que él lo había visto muchas veces en su propio padre, sacudió la cabeza y dijo:
–En ese caso, voy a volver a mi trabajo, si no quieres hablar de nada más conmigo.
Max sacudió una mano.
–No, nada más. Sólo quería decirte lo del proyecto Blake-Carmody en persona. Me parecía poco apropiado hacerlo por teléfono. Ah, y no es mi intención ofenderte, ocupándome yo de él, Seb. Es sólo, que quiero hacerlo.
Con Neely Robson.
–Por supuesto –contestó Seb.
Ya había abierto la puerta cuando oyó a Max que le sugería:
–Deberías tomarte algo de tiempo para ti, Seb. No todo es trabajo en la vida.
Era cierto, pero no quería oírlo de boca de Max Grosvenor. Cerró la puerta sin decir palabra.
–¿No te parece estupendo? –le dijo Gladys sonriendo.
–¿El qué? –preguntó Seb, frunciendo el ceño.
–Max. Es estupendo que por fin tenga una vida.
Si Max por fin tenía una vida, a él no le daba ninguna envidia.
Las relaciones, según su experiencia, siempre eran complicadas, impredecibles y caóticas. Si Max se sentía tentado a tener una, era sencillamente porque estaba pasando por una crisis.
Y con Neely Robson, a la que le doblaba la edad. Estaba abocado al desastre.
A Seb siempre le había parecido que la vida de Max era ideal: ordenada, clara y controlable.
Sacudió la cabeza e intentó olvidarse del tema y pensar en el proyecto del colegio de Kent.
Eran más de las seis. Podría haberse marchado, pero ¿para qué? Tenía trabajo pendiente y ningún motivo para volver a casa.
Seguro que su ático estaba hecho un desastre, con sus hermanastras recién llegadas. Además del desorden, seguro que hablaban todas a la vez, acerca de la boda, de Evangeline y Garrett, de lo perfecto que era todo, de lo felices que iban a ser. Y luego lo compararían todo con sus propias vidas amorosas.
Y especularían acerca de la de él.
Sus hermanas siempre habían intentado sonsacarle acerca de su vida privada. ¿Con quién salía? ¿Iba en serio? ¿La quería?
Él no tenía vida amorosa. Y no pretendía tenerla.
Sí tenía necesidades, por supuesto. Hormonas. Testosterona. Era un hombre con todos sus instintos, pero eso no significaba que fuese a casarse.
Ni que creyese en los cuentos de hadas.
Más bien al contrario, creía en proporcionar a sus hormonas lo que necesitaban de manera sana y sensata. Y llevaba años haciéndolo mediante aventuras discretas con mujeres que querían lo mismo que él. Ni más, ni menos.
Y si su última aventura había terminado un par de meses antes, había sido porque la guapa ingeniera que había estado satisfaciendo sus necesidades se había marchado a vivir a Filadelfia a principios de año. Y eso sólo significaba que tendría que buscarse a otra para reemplazarla.
No tenía por qué meterse en una relación seria.
Aunque sus hermanas no pensaban igual. Y nunca dudaban en decírselo.
Y dado que Evangeline se las había enjaretado durante todo un mes, seguro que se sentían libres de expresar sus opiniones.
Que Dios lo ayudase.
Necesitaba buscarse un refugio, aunque fuese sólo para ese mes. Un lugar donde nadie pudiese encontrarlo.
Pensó en trasladarse a un estudio vacío que había comprado dos años antes. Era tentador, pero estaba muy cerca de su ático. Y Vangie lo sabía. Todas lo sabrían si se iba allí.
Tal vez pudiese comprar un sofá para su despacho y dormir allí, aunque Max, con su nueva actitud, no estaría de acuerdo con la idea.
Pero él no estaba pasando por una crisis, como Max. ¿Por qué no iba a trabajar veinticuatro horas al día si era lo que quería? Al menos, en su despacho, podría concentrarse.
Intentó volver a pensar en el colegio de Kent. Casi todo el mundo se había marchado a casa ya. Eran casi las seis y media. Max había desaparecido hacía media hora.
Había intentado trabajar durante otra media hora más, pero su estómago había empezado a rugir.
Por suerte, no tenía que ir a casa a cenar, podía comprar algo preparado y volver a comérselo a su despacho. No iría a casa hasta la hora de dormir.
Tomó su chaqueta y salió al pasillo.
Sólo había una luz encendida, la del despacho de Frank Rodríguez. De camino al ascensor, oyó hablar a Frank y a Danny. Y sintió envidia. Aunque no quería el trabajo de Frank, ni el de Dani. Y no era culpa suya si no había conseguido el que sí quería.
–No puedo ayudarte –oyó que decía Danny Chang–. Ojalá pudiese –decía