Max era, o había sido desde que Seb había ido a trabajar para él, un modelo a seguir. Trabajador, centrado, brillante. Era el hombre en el que él se quería convertir, la figura paterna que nunca había tenido.
Así que, si no estaba allí a las cinco y cuarto de la tarde, después de haber sido él quien había convocado la reunión, era que algo iba mal.
–¿Está bien?
–Yo diría que no puede estar mejor –comentó Gladys con alegría–. Está de excursión.
Seb frunció el ceño todavía más. ¿De excursión? ¿Max? Tal vez había entendido mal a Gladys y había dicho «de reunión».
–Estoy segura de que no tardará –en ese momento, sonó el teléfono–. Despacho del señor Grosvenor.
Por su sonrisa, Seb supo quién llamaba.
–Sí, está aquí –dijo Gladys–. Esperándote. Ah… –miró a Seb–. Estoy segura de que sobrevivirá. Sí, Max. Sí. Se lo diré.
Colgó y, sin dejar de sonreír, levantó la vista hacia donde estaba Seb.
–Está en el garaje. Me ha dicho que puedes entrar en su despacho y esperarlo ahí.
–Está bien, gracias, Gladys –respondió él, sonriendo también.
Después de observar el impresionante paisaje, abrió la cartera y empezó a sacar los bocetos que había preparado para ponerse a trabajar lo antes posible. En ese momento se abrió la puerta y apareció Max.
Seb levantó la vista… lo miró fijamente.
–¿Max?
Por supuesto que era Max, su figura alta y ágil, el rostro delgado y de líneas duras, el pelo canoso y la sonrisa de oreja a oreja que lucía eran inconfundibles.
Pero ¿dónde estaba la corbata? ¿Y la camisa de manga larga? ¿Y los resplandecientes zapatos negros? En otras palabras, el uniforme de Max. La ropa con la que había ido a trabajar todos los días durante los últimos diez años.
–Serás más profesional si tu aspecto es profesional –le había dicho a Seb nada más contratarlo–. Recuérdalo siempre.
Y él lo había hecho. En esos momentos, llevaba su propia versión del uniforme: pantalones azules marino, camisa de rayas grises y blancas y corbata a juego.
Max, por su parte, vestía unos vaqueros desgastados y una cazadora azul marino encima de una camiseta amarilla de la universidad de Washington. Estaba despeinado y no llevaba calcetines.
–Lo siento, llego tarde –dijo enseguida–. Había ido a navegar.
Seb tuvo que hacer un esfuerzo por mantener la boca cerrada. ¿A navegar? ¿Max?
Mucha gente salía a navegar, incluso durante la semana, pero Max Grosvenor, no. Max Grovenor era adicto al trabajo.
Lo vio quitarse la chaqueta y sacar una cartera de diseño del armario.
–Habría ido a casa a cambiarme, pero había quedado contigo. Así que… –se encogió de hombros, parecía contento– aquí estoy.
Seb seguía perplejo. Lo habría entendido si Max hubiese tenido otra reunión, aunque hubiese sido en un barco. Cosas más raras habían pasado. Pero no le hizo preguntas.
A pesar de su atuendo, Max volvía a estar centrado en el trabajo. Abrió la cartera y sacó los papeles del proyecto Blake-Carmody.
–Es nuestro –comentó sonriendo.
Y Seb sonrió también, satisfecho de que todo su trabajo hubiese obtenido un fruto.
–Estuvimos echándole un vistazo mientras tú estabas en Reno –continuó Max–. Me traje también a un par de personas del proyecto. Espero que no te importe, pero el factor tiempo era esencial.
–No, no me importa –Seb lo comprendía. A pesar de que él había trabajado mucho en el proyecto, Max era el presidente de la empresa.
Y nadie podía haber ido a Reno en lugar de Seb, ya que el proyecto del complejo hospitalario era todo suyo.
Max asintió.
–Por supuesto que no –dijo Max dejándose caer en el sillón de piel que había detrás de su escritorio y cruzando los brazos detrás de la cabeza. Luego, con un gesto, le indicó a Seb que se sentase también–. Estaba seguro de que lo entenderías. Y le dije a Carmody que gran parte del trabajo era tuyo.
Seb se sentó en el otro sillón.
–Gracias.
Le alegró oírlo, así Carmody entendería que Max no era el único responsable del trabajo y no se sentiría mal cuando Seb se pusiese al frente del proyecto.
Max bajó los brazos y se echó hacia delante, apoyando los antebrazos en los muslos y entrelazando los dedos.
–Así que espero que no te molestes si llevo yo el proyecto.
Seb se quedó sin habla.
–Sé que habíamos hablado de que lo llevases tú –continuó Max–, pero has estado muchas veces en Reno. Y todavía tienes cosas que hacer en el proyecto Fogerty, y en el edificio Hayes, ¿verdad?
–Sí, es verdad –pero eso no significaba que no quisiera trabajar todavía más para llevar a cabo el proyecto Carmody-Blake.
Max asintió con alegría.
–Exacto. Así tendrás más tiempo para trabajar en el concurso del colegio de Kent. Les impresionaron mucho tus ideas.
Seb hizo un sonido inarticulado y esperó parecer contento con el cumplido. Porque era un cumplido. Pero… él también quería el proyecto Blake-Carmody.
En realidad, no tenía derecho a sentirse decepcionado. Sí, lo habían invitado a compartir sus ideas acerca del mismo, y sí, Max se las había tomado en serio. Hasta habían hablado de la posibilidad de que él lo llevase, pero nunca de manera oficial.
Y era comprensible que Max quisiese hacer ese proyecto. A pesar de que, durante los últimos meses, Max había estado hablando de tomarse el trabajo con más calma.
–Sabía que lo entenderías. Rodríguez estará al mando de la zona de oficinas. Y Chang, de la de tiendas –continuó Max.
Aquello tenía sentido. Frank Rodríguez y Danny Chang también habían contribuido al proyecto con sus ideas. Seb asintió.
–Y le he encargado a Nelly que se ocupe de las viviendas.
–¿Qué? –Seb se puso muy tieso–. ¿Neely Robson?
De pronto, le pareció que no se trataba sólo de que Max se quedase en el proyecto, sino…
Seb sacudió la cabeza.
–No puedes estar hablando en serio.
–Por supuesto que sí –contestó Max, que se había puesto tenso al oír su tono de voz.
–¡Pero si no tiene suficiente experiencia! ¿Cuánto tiempo lleva aquí? ¿Seis meses? Está verde.
–Ha ganado premios.
–Hace dibujos bonitos –Seb pensaba que podría haber sido decoradora de interiores.
Él sólo había trabajado con Neely Robson en una ocasión, durante el primer mes de ésta en la empresa. Y no habían encajado bien. A Seb le había parecido que sus ideas tenían poca sustancia y se lo había dicho. Y ella había contestado que él sólo quería construir rascacielos, que eran símbolos fálicos.
Era evidente que no se habían caído bien.
–A los clientes les gusta.
«A ti te gusta»,