Danny se encogió de hombros.
–Si me entero de alguien que esté interesado, te lo mandaré –se dio la vuelta y vio a Seb–. Eh, ¿quieres comprar una casa flotante?
¿Una casa flotante?
Cualquier otro día, se habría reído, pero ése, lo pensó, y sin querer, preguntó con cautela:
–¿Qué tipo de casa flotante? ¿Dónde?
Danny y Frank se miraron.
Entonces, Frank se levantó y fue hacia la puerta.
–No es demasiado grande, seguro que no la quieres. Dos habitaciones, un baño. En realidad, es bastante pequeña. Está en la parte este del lago Union. La compré cuando llevaba aquí un año. Y me encanta, pero Cath… Vamos a casarnos, y a Cath no le gusta.
–Cuéntame más.
Frank pareció sorprenderse. Y entonces, empezó a darle detalles.
–Es muy funcional. Tiene unos cincuenta años, pero está muy cuidada. Es un lugar bonito y tranquilo. Justo al final del muelle. Como es evidente, las vistas son estupendas. El inquilino iba a comprarla, pero no ha conseguido la financiación, acaba de llamarme.
–¿Tienes un inquilino?
–Alquilé la habitación que estaba vacía.
–¿Y cuánto pides por ella?
–¿En serio? –preguntó Frank.
–Te lo acabo de preguntar, ¿no?
–¡Ah! Bueno… –sorprendido, Frank le dijo una cantidad.
No era barata, pero la paz tenía su precio. Y luego, siempre podría volver a venderla.
Seb asintió.
–Te haré un cheque.
Capítulo 2
ERA PERFECTA.
Seb vio la casa flotante desde la colina. Estaba justo al final del muelle. Tenía dos pisos y parecía cómoda y acogedora. Tal y como le había dicho Frank.
No podía haber tomado una decisión mejor, pensó mientras aparcaba. Se sintió vivo, con energía, sonrió.
Le había costado mucho dinero, pero ¿para qué quería el dinero, además de para pagar la boda de su hermana, la universidad de sus otras hermanas y comprar regalos a los hijos que iban teniendo las ex mujeres de su padre?
Además, Frank le había asegurado que sería fácil de vender, que su inquilino se la compraría en cuanto consiguiese el dinero.
Aunque, en esos momentos, a Seb sólo le interesaba la tranquilidad.
La visita a su ático un rato antes, había terminado de convencerlo de que había hecho lo correcto. Los platos sin fregar. Los teléfonos móviles sonando y sus hermanas riendo. Todas habían ido a abrazarlo.
Se había preparado para ello.
Pero se había olvidado de la música, la televisión, los gritos. Y los olores. Los acondicionadores de pelo dulzones, las lacas, los geles y los miles de perfumes.
Su ático olía como un burdel.
Unos minutos allí lo habían convencido de que había tomado la decisión correcta.
Sus hermanas habían parecido disgustarse, pero él había conseguido zafarse de ellas y había ido a su habitación a hacer las maletas.
Había recogido lo que pensaba que podía necesitar, o lo que no quería que le rompiesen, como el antiguo violín que había pertenecido a su abuelo, y se había despedido de ellas.
–Volveré el domingo para llevaros a cenar –les había prometido.
Antes de marcharse, Jenna le había pedido dinero para pagar unas pizzas para la cena.
–¿Seguro que no quieres quedarte? –le había preguntado, sin devolverle el cambio.
–No.
Pero en ese momento, de camino a la casa flotante, deseó haberse quedado a tomar al menos un trozo de pizza.
No importaba. Se prepararía algo cuando se hubiese instalado, y hubiese conocido al inquilino de Frank. Si tenía alquilada una habitación en una casa flotante, se alegraría mucho cuando le propusiese que se trasladase a su estudio gratis. Y tal vez cuando quisiese vender la casa flotante, él ya habría obtenido el préstamo y podría comprársela.
Subió a bordo y empezó a silbar mientras abría la puerta.
–Hogar, dulce hogar –murmuró.
Abrió la puerta y entró en el pequeño recibidor, en el que había una escalera que daba al segundo piso a un lado, y estanterías y una puerta al otro. Al frente, al fondo del pasillo, había una ventana por la que entraba el sol. Eso, y la música, hicieron que se acercase.
Era un minué de Bach, ligero y cadencioso, rítmico, ordenado, nada que ver con el estruendo que había dejado en su ático.
Sintió que desaparecía la tensión de sus hombros. Se había preguntado cómo iba a convencer al inquilino de Frank de que se marchase. La música de Bach lo tranquilizó. Tenía que ser una persona sensata.
Llegó al final del pasillo y entró en el salón. Se quedó inmóvil al ver una jaula con dos conejos en una de las ventanas. También había un acuario en la barra que separaba la zona de la cocina del resto de la habitación. Había tres gatitos en el suelo, uno de ellos intentando subirse a una caja de cartón que les impedía atravesar la puerta.
Pero lo que más le sorprendió fue ver un par de largas y femeninas piernas subidas a una escalera en la terraza.
–¿Ya has vuelto? –preguntó la mujer que, al parecer, había oído la puerta–. Es demasiado pronto. Márchate y vuelve dentro de media hora.
Seb no se movió. Siguió mirando las piernas. Y sintió interés e irritación al mismo tiempo.
¿El inquilino era una mujer? ¿Y Frank no se había molestado en decírselo?
Bueno, tal vez para él no fuese importante.
–¿Cody? –llamó la mujer–. ¿Me has oído? Te he dicho que te marches.
Seb se aclaró la garganta.
–No soy Cody –contestó, más tranquilo al ver que no le temblaba la voz, sin dejar de mirar las piernas.
–¿No…?
La mujer bajó un par de peldaños y se agachó para asomar la cabeza.
Seb se quedó de piedra.
¿Neely Robson?
Imposible. Cerró los ojos y los volvió a abrir. Era Neely Robson.
Se miraron el uno al otro.
Y entonces, casi a cámara lenta, ella se incorporó y Seb dejó de ver su rostro. Por un instante, creyó que se lo había imaginado.
Entonces la vio bajar de la escalera y acercarse a la puerta, con una brocha en la mano.
–Señor Savas –dijo de manera educada, con voz un tanto ronca y provocativa.
Seb se preguntó si a Max también lo llamaría señor Grosvenor.
–Señorita Robson –respondió él en tono cortante.
–Lo siento. No esperaba… Pensé que era Cody con Harm –comentó. Estaba ruborizada.
Seb sacudió la cabeza, sin saber de lo que le estaba hablando.
–Mi perro. Harmony. Así se llama. El chico que vive al otro lado del muelle se lo ha llevado a dar un paseo. Pensé que ya estaban de vuelta y todavía no he terminado de pintar.
Era