–Quiero que hablemos de lo de anoche –le dijo Rachel sin preámbulos.
–Te pido perdón si parecí un poco abrupto –murmuró él finalmente–. Es un tema sensible para mí.
Rachel enarcó las cejas.
–¿Que si me pareciste un poco abrupto? –le espetó cruzándose de hombros–. Buen intento, Mateo, pero no te vas a ir de rositas con esa disculpa.
A pesar de la tensión que lo atenazaba por dentro, su respuesta casi le hizo sonreír.
–¿Ah, no?
–No. Estamos a punto de casarnos. Faltan menos de veinticuatro horas para la boda. Y no voy a consentir que te pongas hecho una furia y te niegues a hablar de algo que está claro que es importante. Al fin y al cabo se supone que querías casarte conmigo, o eso me dijiste, porque somos amigos, porque hay afinidad entre nosotros y confiamos el uno en el otro. Así que cuéntame qué es lo que pasa con esa Cressida.
–Ya te he dicho todo lo que tienes que saber: salimos durante un tiempo. Los dos éramos muy jóvenes. Es algo que pertenece al pasado.
–Pues a mí me parece que hay algo más.
–Yo no te pregunto por tu relación con aquel hombre que te partió el corazón –le espetó él.
Rachel dio un respingo.
–No me partió el corazón, ya te lo expliqué. Te dije que nunca estuve enamorada de él –replicó. Se quedó callada un momento, como si estuviera sopesando si hacerle o no la pregunta que Mateo sabía que iba a hacerle–. ¿Tú estabas enamorado de ella, de esa Cressida?
Mateo hizo un esfuerzo por mantener una expresión neutra. No le resultó fácil.
–Supongo que sí. Sí.
Ella asintió lentamente, como si estuviera intentando digerirlo.
–Me habría gustado que me lo hubieras dicho antes.
–¿Antes de qué?
–Antes de pedirme que me casara contigo.
–Lo que pasó antes de ese día no tiene ninguna relevancia para nuestro presente ni para nuestro futuro. De eso hace ya quince años.
–¿Por eso quieres un matrimonio sin amor? –le preguntó Rachel con expresión impasible.
–No es eso lo que yo dije…
–Como si lo hubieras hecho. Dijiste que preferías un matrimonio basado en la amistad y en la confianza antes que en el amor. Para mí ha estado muy claro desde el principio. Lo que no imaginaba era que… que fuese porque estuviste enamorado una vez.
Mateo contrajo el rostro, pero no lo negó.
–¿Qué pasó? –le preguntó Rachel–. Creo que merezco saberlo. ¿Por qué se terminó? ¿Te dejó?
Mateo apretó la mandíbula.
–Murió.
Rachel se quedó callada.
–Lo… lo siento mucho –murmuró al fin.
Mateo asintió con la cabeza. No quería decir más, revelarle más.
–Entonces, si no hubiera muerto… –musitó Rachel, casi para sí, agachando la cabeza. Mateo no dijo nada, pero ella asintió, como dándolo por hecho y alzó la vista–. Deberías habérmelo contado. Da igual cuánto tiempo haya pasado. Tenía derecho a saberlo.
–No pensé que fuera importante.
–Dijiste que confiabas en mí, Mateo, pero… ¿puedo confiar yo en ti?
–Esto no tiene nada que ver con la confianza…
–¿Ah, no? –replicó ella con tristeza. Y, sin esperar una respuesta, se dio la vuelta y abandonó las caballerizas.
Capítulo 12
HABÍA llegado el día de su boda. Rachel se miró en el espejo con su vestido de novia, e intentó alejar el mal presentimiento que se cernía sobre su ánimo como una nube negra. Por mucho que Mateo insistiera en que no, para ella suponía una gran diferencia saber que había amado a una mujer y la había perdido, en vez de creer, como hasta entonces, que nunca había estado interesado en el amor.
Sabía que en aquel matrimonio había mucho, muchísimo más en juego que su propia felicidad, pero le causaba un gran dolor saber que Mateo había amado a otra mujer, y que la había amado tanto y sufrido como para no querer volver a enamorarse nunca más.
Desde su confrontación en las caballerizas, Rachel había notado un distanciamiento entre Mateo y ella, y eso la entristecía. No era un buen comienzo para un matrimonio, para pronunciar sus votos ante Dios, con esa tensión entre ellos. Y, sin embargo, parecía que así era como iba a ser.
Había intentado no pensar en eso mientras Francesca la ayudaba a vestirse, le aplicaba un maquillaje natural y le hacía un elegante recogido, pero le había sido imposible.
–Casi me parece mentira –murmuró aturdida, señalando su reflejo–. Esa no puedo ser yo.
–Pues eres tú –contestó Francesca con una amplia sonrisa–. Estás sencillamente fabulosa.
–Y es gracias a ti y solo a ti.
–No es verdad –replicó la estilista, pero luego añadió con un guiño–: Aunque un poquito sí que te he ayudado.
Rachel fue hasta la ventana, que se asomaba a la fachada de palacio y a la inmensa plaza en cuyo extremo opuesto se alzaba la catedral. Ya había un montón de gente en los alrededores, aunque aún faltaban varias horas para la ceremonia.
Desde su llegada a Kallyria había estado demasiado ocupada y abrumada como para mirar en Internet lo que los medios estaban diciendo de Mateo y de ella, pero en ese momento sintió curiosidad.
–Francesca –dijo vacilante, girándose hacia ella–, ¿qué dicen de Mateo y de mí?
La estilista, que estaba recogiendo sus cosméticos, la miró y enarcó una ceja.
–¿Eh?
–¿Qué se dice de nosotros? ¿Se pregunta la gente por qué vamos a casarnos?
–Bueno… –Francesca se quedó callada un momento–. No he oído a nadie decir nada malo, si es eso lo que te preocupa. A todo el mundo le parece muy romántico que, habiendo trabajado juntos durante tantos años, Mateo te quiera a su lado ahora que va a convertirse en rey. En fin, romántico sí que es, ¿no?
Rachel esbozó una sonrisa forzada.
–Claro.
–Quiero decir que… Mateo podría haber elegido a cualquier otra mujer, pero ha querido que fueses tú. La gente dice que eres la mujer más afortunada del mundo.
Rachel esbozó otra sonrisa forzada y se volvió de nuevo hacia la ventana. La mujer más afortunada del mundo… ¿Por qué no se sentía así? ¿Por qué se sentía como si estuviera viviendo una mentira?
Cuando llegó la hora bajaron al vestíbulo, donde esperaban los fotógrafos. Durante el interminable posado, Rachel se dijo que sí era afortunada, a pesar de las dudas que la asaltaban en ese momento. Mateo era un buen hombre, un hombre con el que se llevaba bien y en el que confiaba aunque el amor nunca fuera a formar parte de la ecuación de aquel matrimonio.
Cuando se preparó para salir del palacio y recorrer sola la plaza abarrotada de gente para llegar a la catedral donde la esperaban el novio y unos mil invitados, los nervios se apoderaron nuevamente de ella. Las puertas se abrieron, y el brillante sol le hizo guiñar