La miré extrañada y ella se inclinó hacia mí con complicidad.
—Así es, lo llaman el mal de Waters. Desde que ese diablo de Harry Paye puso sus pies en el puerto acompañado por su apuesto primer oficial los desmayos y suspiros no han cesado. ¡Hasta he visto casos de una gravedad extrema! —Dejó escapar una risita y bajando aún más el tono se acercó a mi oído—: No te culpo por sentirte indispuesta en su presencia. Ese hombre lleva el peligro escrito en su cara y eso resulta taaaaan excitante.
Decidí no seguir con el tema, Constanza era una mujer de mundo y cualquier cosa que dijera la conduciría a la verdad que yo no quería reconocer: que estaba cayendo en las redes del pirata con todo el equipo. Y en mi situación un enamoramiento no podía hacer más que acrecentar mis problemas. En cualquier momento podía ocurrir, simplemente desaparecer y volver a mi aburrida vida anterior. A mis sábados devorando películas de cine clásico hasta tener los ojos rojos, a mi empleo casi de subsistencia y a mi ¿vida amorosa? ¿Tenía de eso? No desde el último capullo. Sacudí la cabeza para alejar esos pensamientos y me concentré en el momento, el aquí y ahora. No tenía más.
Pasamos el resto de la mañana paseando por la plaza donde compramos unas manzanas de buen tamaño y aspecto áspero pero deliciosas y jugosas. Nos acercamos también a la playa, que ocupaba una extensión considerablemente mayor en este siglo que en el mío. Ya se sabe que al mar hay que pagarle lo que se le roba y en vista de la cantidad de arena que le habíamos robado nos cobraría una nada desdeñable suma. La brisa me sentó bien.
Constanza seguía al pie de la letra los consejos médicos de su difunto marido y entre ellos se encontraba la recomendación de respirar con frecuencia aire de mar. Yo dudaba mucho que Enrico supiera lo que eran el ozono y los oligoelementos que se encuentran en la brisa marina, pero lo que estaba claro era que el médico milanés había llegado a muy acertadas conclusiones sin conocerlos.
—Enrico era un hombre culto —empezó a contarme de pronto con la mirada puesta en las aguas del Cantábrico que hoy tenían un hermoso color verde azulado—. Bien es verdad que era bastante mayor que yo y no especialmente agraciado, pero no es menos cierto que sus maneras eras corteses y dulces. Procedía de una noble familia…
Me pareció que cambiaba rápidamente de tema al mencionar a la familia de su esposo como si temiera que fuera a escapársele algo que no quería compartir. Se mordió el labio inferior un instante para luego proseguir como si tal cosa acompañando con gestos su chispeante acento.
—Había viajado mucho en su juventud. ¡Hasta llegó a ser médico de la corte en Asia! Decía que allí el cuerpo se curaba desde el espíritu porque toda afección que se manifestaba externamente tenía su origen en un problema interior. Que tan importante era el cuidado de la carne como del alma… pero te estoy aburriendo con mi cháchara, perdóname, cara.
Enrico parecía haber sido un hombre interesante. Cultivado, atento y, por lo visto, enamorado hasta las trancas de la italiana. ¡Lo que le hubiera gustado a Federico Fellini esta pareja! La insté a continuar.
—No, por favor, sigue contándome.
—Está bien, pero luego no te quejes —se rio—. Me reveló que el silencio nos prepara para el conocimiento interior y que todos los dioses residen en nosotros mismos y en la madre naturaleza.
Me sorprendió escucharla hablar del tema con tanta naturalidad, no creía que esos conocimientos fueran bien acogidos en la sociedad de la época dominada por un concepto religioso más basado en el miedo que en la armonía de los elementos. En eso no habíamos avanzado gran cosa. Aunque en mi siglo la religión que el mundo profesaba era otra, seguía llevándose fatal con cualquier tipo de armonía natural. Pareció leerme el pensamiento porque agregó:
—Claro que nunca se me ocurriría hablar de esto en público. Enrico se cuidaba mucho de desvelar ciertos temas, sobre todo siendo como era médico del Papa. Que Dios tenga en su gloria. —Se volvió para mirarme con sus profundos ojos oscuros—. De repente he sentido que lo entenderías. Quizás la intuición de Bernal acierte y seas un pequeño angelo.
Me puso la mano en la mejilla con ternura y emprendimos el camino de vuelta a casa. Era extrovertida y sumamente alegre, el tipo de persona que inspira confianza. Me sentía a gusto en su compañía. Aunque me resultaba extraño que hubiera mantenido tanto misterio en torno a la familia de Enrico y en cambio hubiera compartido detalles bastante delicados, al menos a mi entender.
Mientras caminábamos recordé lo que me había contado. De modo que Enrico había sido nada menos que médico ¡de un Papa! Pero ¿de cuál? Lo bien que me habría venido mi móvil en ese momento para buscarlo en san Google y para ir anotando todo lo que iba descubriendo. Era tan fascinante que no deseaba olvidarme de nada y yo no era precisamente conocida por mi memoria de elefante.
Bernal nos esperaba en casa dando vueltas de arriba abajo como un gran león enjaulado.
—¿Se puede saber dónde os habíais metido? —se dirigió a mí con gesto serio o quizás sería más exacto decir que rugió—. Te dije que no te movieras de aquí.
—Vamos, Bernal, hemos ido a dar un paseo, necesitábamos aire fresco —medió Constanza intentando aplacarle—. Hemos ido a ver a monsieur Dumont y nos hemos encontrado con el signore Waters allí.
—¡Ah! ¡Estupendo! Ahora sí que me quedo más tranquilo. —Alzó los brazos al cielo—. O sea que os habéis paseado tan tranquilas por los lugares más concurridos de la villa y además habéis confraternizado con la piratería… Pero ¿se puede saber en qué estabais pensando?
—No creo que sea para tanto… —señalé.
Se volvió hacia mí, estaba realmente furioso.
—No lo crees, no lo crees… ¿y qué sabes tú para emitir ese juicio? ¿Sabes acaso dónde estás? ¿En qué momento? ¿Los peligros que acechan? —Se dejó caer en la butaca que le gustaba, en la que le había visto leer.
—Lo siento, no pensé…
Su reacción me hizo replantearme mi perspectiva. En el fondo tenía toda la razón, yo no tenía ni idea acerca de nada de lo concerniente a lo que me rodeaba. Él sacudió la cabeza mirando al suelo.
—Perdonadme vosotras, me he puesto muy nervioso al no encontraros en casa.
—Cuéntanos qué ha pasado en palacio —preguntó Constanza con dulzura mientras apoyaba su mano en el fuerte hombro de Bernal.
—El rey Enrique ha enviado emisarios al conde. Le ofrece una tregua. El invierno se acerca, y parece que va a ser frío y lluvioso. El rey tiene miedo de quedar aislado de la meseta. Un ejército de ese tamaño es imposible de abastecer si se cierra el paso de Paxares. Además, según cuentan nuestros espías, la enfermedad ya ha hecho acto de presencia en el campamento real. No le queda más remedio que pactar.
—¿Tan grande ese es ejército que envía a sitiar una villa tan pequeña? —quise saber.
—Cuatrocientos hombres de armas y dos mil peones y ballesteros frente a los cien hombres de armas, cuatrocientos escuderos y cien ballesteros, amén de los mercenarios que el conde Enríquez ha logrado reunir.
—Y nada tienen que envidiar a las huestes reales —agregó Constanza—. Hasta ahora han impedido cualquier avance de los castellanos. Son muchos los que han muerto en nombre del rey. Nuestras fuerzas son muy hábiles con las ballestas, flechas y truenos.
—Sí, aun cuando han lanzado proyectiles al centro de la villa no nos hemos amilanado. No obstante, veo con buenos ojos una tregua —opinó Bernal—. Las murallas resisten y la moral es alta, pero el rey Enrique no es ningún tonto. Ese crío tiene cojones y no va a permitir que las pretensiones de su tío lleguen a buen puerto. No debemos olvidar que por sus venas corre sangre de Enrique II, el bastardo, que fue capaz de cortarle la garganta al legítimo rey Pedro I con tal de sentar su culo en el trono.
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