Les contaba cuán suave era su pelo y pegaba mi cara a su hocico para que me olieran. Me colocaba justo delante de sus ollares. Sabía que el olfato era importante en los perros y sospechaba que también lo sería en los caballos. Así que dejaba que se recrearan en mi aroma y emitieran su juicio sobre mí.
El voto de confianza pareció gustarle en especial a una hermosa yegua de asturcón. Sólida y de pelaje negro rojizo, tenía una cola majestuosa y unos ojos oscuros y grandes. Me pregunté si echaría de menos las montañas. Siempre se acaba añorando el hogar.
Los otros mozos ponían los ojos en blanco, pero acataban las instrucciones del capitán Villa sin rechistar. No obstante, se guardaban de mezclarse con el muchacho de pelo enredado. Eso también me convenía. Menos relaciones, menos explicaciones. Además, ganaba tiempo para pensar e ir haciéndome una composición de lugar sobre mi situación.
No había vuelto a sentirme mareada y cada vez tenía más claro que las historias de mi abuela estaban convirtiéndose en realidad. En la realidad en que estaba inmersa en ese preciso instante.
Me venían a la cabeza retazos de imágenes olvidadas. Y por la noche, cuando me acurrucaba en mi rincón acompañada por el cuerpo cálido y peludo del perro que ya había decidido adoptarme definitivamente, el viento me traía esas historias en forma de susurro, de rezo.
Soñaba, entonces, con mi abuela al calor de la antigua cocina de carbón renegrida por el uso contándome que hay quienes saltan entre cuerdas y son capaces de pasar de una vida a otra. Que podemos vivir muchas vidas sin dejar de ser nosotros mismos. Que hay muchos modos, momentos y lugares en los que existir. Que las cuerdas cantan cuando vibran y que según la canción que canten viviremos una u otra vida. Que la melodía puede variar durante una misma existencia y que a veces dura solo una nota y otras veces años porque el tiempo, el que queremos encerrar entre las manecillas de un reloj, no existe. Que algunos nunca llegaban a atreverse a saltar. Cuando notaban que se desvanecían su mente racional tiraba tan fuerte de ellos que volvían a la consciencia sin darse la oportunidad de experimentarlo. Miedo al abismo, lo llamó. Me lo contaba mientras añadía un leño grueso y redondo de manzano y yo miraba embobada los colores del fuego envolviéndolo.
—Pero tú saltarás —declaró un día justo antes de que yo me quedara dormida.
Entreabrí un poco los ojos para preguntarle.
—¿Me dolerá? —pregunté siguiendo la lógica infantil.
—No, pequeña. Solo recuerda cuando hayas saltado que sigues siendo tú y ¡vive!
Tenía que ser eso, no encontraba otra explicación. Los breves episodios que me habían ocurrido hacía tantos años eran la preparación, o la prueba, para saber si tendría el valor necesario para ser otra versión de mí misma y seguir el consejo de mi abuela: vivir allí donde y cuando me tocara hacerlo.
Se habían terminado los ensayos. Acababa de hacer mi debut, ¡y de qué manera!
No tenía claro si me despertaría de golpe y aparecería de nuevo en lo que había sido mi vida hasta hacía tres días o cuánto tiempo permanecería allí. No era capaz de recordar más pistas y mis anteriores episodios nunca habían pasado de unos minutos de duración por lo que no me servían de gran ayuda. Nunca había permanecido tanto tiempo dentro de otra vida, de otra cuerda, de otro plano. De lo que estaba segura era de que no me quedaba más remedio que adaptarme lo antes posible.
La mañana del cuarto día me levanté temprano, como ya era mi costumbre, dejando a mi amigo peludo remolonear sobre la manta que compartíamos. El agua estaba helada, pero sentirme limpia, aunque de manera un tanto precaria, me reconfortaba. Me habían proporcionado una camisola de tela vasta y unas calzas además de la manta. Me despojé de la parte superior e introduje mi mano en el cubo sintiendo cómo se me erizaba todo el vello con su contacto.
La voz a mi espalda atronó la quietud de la mañana.
—¡Por los clavos de Nuestro Señor Jesucristo! Pero ¿qué demonios…?
Cogí rápidamente la camisa para cubrirme el pecho, pero Bernal ya había visto lo suficiente.
—Bernal… yo…
No me dejó continuar.
—¡Tú! ¡Tú eres…! —Me señalaba con el dedo índice.
Di un paso hacia delante apenas cubierta con la camisa que sujetaba con mi mano izquierda.
—… una mujer —dije completando su frase—. Y por el escándalo que estás montando tal parece que nunca hubieras visto a una.
Por lo que conocía de Bernal hasta el momento estaba segura de que apreciaría que fuera directa. Su rostro empezó a relajarse y soltó una risotada.
—¡Demonio de chico! —se corrigió—. Perdóname, no quería… es decir…
—Entiendo tu sorpresa, pero empiezo a congelarme. ¿Podrías darte la vuelta para que termine de vestirme?
Se giró de mala gana, no estaba dispuesto a quedarse a medias con la información.
—Pero ¿por qué has mentido?
—Simplemente me pareció más seguro dadas mis circunstancias y te recuerdo que fuiste tú quien me asignó género. Lo único que yo hice fue no sacarte del error.
Asintió. Una mujer sola y desorientada era una presa fácil y más en tiempos convulsos como aquellos.
Había escuchado hablar a los mozos entre sí y la tensión se palpaba en el ambiente. Palabras sueltas que me ayudaron a conocer el momento que estaba viviendo la villa. Al parecer llevaba meses sitiada por el ejército del rey Enrique III de Castilla. De inmediato se me vino a la cabeza la imagen del colegio y su añeja marca de una bombarda en la fachada. Nos habían contado su historia. Algo sobre un tal conde Alfonso Enríquez, el primogénito, pero bastardo hijo de Enrique II de Trastámara que nunca había cejado en su empeño de proclamarse legítimo heredero al trono y que se había levantado en armas en su más formidable fortaleza: la casi inexpugnable villa de Gixón. A mí me había encandilado la historia de caballeros aguerridos y luchas con espada así que había prestado más atención de la habitual y fantaseado con castillos.
Gixón era una península fortificada, una auténtica fortaleza natural, a media legua del cabo de Torres y tres leguas del cabo de Peñas.
La rodeaban, por un lado, el bravo mar Cantábrico y sus acantilados. Por el otro, estaba amurallada desde los tiempos de los romanos. Un castillo bien protegido por un foso ancho y profundo que se llenaba de agua de mar cuando subía la marea y dejaba a la península sobre la que se asentaba la villa incomunicada guardaba la entrada. Además, la estrecha lengua de tierra, que no superaba los trescientos pasos de anchura en la bajamar ni los ciento cincuenta en la pleamar y que la unía con el continente, era un terreno cenagoso que hacía compleja la conquista. Amén de que desaparecía bajo el agua cuando la marea era alta. Asimismo, era imposible rendir la villa por hambre dado que se abastecía por mar. Los consejeros del rey Enrique III lo sabían, al igual que conocían la crudeza con la que el invierno asturiano podía tratarles. Por ello, estaban abiertos a pactar una tregua y a que un árbitro neutral mediara en el conflicto.
Pero ¿en qué siglo había sucedido todo aquello? Esa era la cuestión fundamental. Hice un esfuerzo por recordar… tenía que haber sido en torno al siglo… XIV o XV. La noticia me golpeó de lleno confirmando lo que me había estado negando a admitir. Ya no tenía ninguna duda, había saltado.
Desde luego, no era el mejor momento para aparecer de la nada, pero los humanos solo podemos jugar las cartas que nos reparte el destino. Así que tendría que jugar bien mis bazas, si es que las tenía.
La