—Ha tenido la desfachatez de acudir.
Yo miré con curiosidad hacia el hombre que había cambiado el humor de mi protector.
—¿Quién es?
—El capitán Harry Paye, el corsario… Ahora mismo vuelvo. —Se alejó en dirección al lugar donde se encontraba Lope Cortés, que le recibió con una afectuosa palmada en la espalda.
Arripay, como le llamaban transcribiendo fonéticamente al español su nombre, era bastante más joven de lo que yo había supuesto. Musculoso y enérgico, llevaba el cabello rojizo corto. Aunque estaba vestido al gusto de la época podía ver algún tatuaje asomando en su cuello y en sus manos, que a buen seguro tendrían continuación en sus brazos y sobre su amplio pecho. Los ojos eran pequeños y vivos, como los de un ave rapaz, y la tez quemada por el sol. Hablaba animadamente, debía de estar contando algo gracioso porque los que estaban a su alrededor reían. No parecía un hombre peligroso, pero ya se sabe, las apariencias a menudo nos engañan.
Justo detrás alcancé a ver un remolino de rizos rubios que sobresalían unos centímetros por encima de la cabeza de Arripay. No hizo falta que nadie me dijera quién era el dueño de ese impresionante pelo. Una punzada en el costado me dio la respuesta, Sam Waters también había sido convocado a la reunión y ya se había percatado de nuestra presencia. Se disculpó ante la dama con la que estaba coqueteando abiertamente y ella transformó su inicial mohín de fastidio en una mirada asesina al ver que los pasos del oficial se dirigían hacia el lugar donde Constanza y yo nos encontrábamos. Para terminar de complicarlo todo, mi anfitriona divisó a alguien entre el grupo de damas de la condesa.
—¡Oh! Es Adela —dijo para sí—. Discúlpame un momento, cara, tengo que discutir un asunto con ella.
—Pero… —empecé a decir. No tuve tiempo de añadir nada más, el huracán italiano se alejaba a toda prisa hacia una mujer de gesto agrio, como si todo a su alrededor oliera mal.
—Estás hecho de otra pasta, muchacho. Lo supe desde el momento en que viniste a verme con tu padre para negociar la deuda de tu hermano —estaba diciendo Arripay.
La última incursión a Galicia había sido un éxito, en parte gracias a la habilidad del primer oficial del Mary, y el capitán Paye estaba contento. Apuró el contenido de su copa del excelente vino que la condesa había elegido para la ocasión y la alzó para que un criado se la rellenara de nuevo. Luego observó a su primer oficial de arriba abajo con gesto crítico.
—No, no parecías un Waters. —Hizo una pausa—. Y sigues sin parecerlo, he de añadir.
—A mi madre no le gustaría escuchar eso, capitán —dijo Sam agachando la cabeza con su acostumbrada media sonrisa.
—Ja, ja, ja. ¡Muy cierto! —respondió palmeándole sonoramente la espalda—. Me gustas, chico. —Dirigió la mirada hacia las damas de la condesa Isabel—. Y parece que no soy el único…
Sam levantó la vista y las damas estallaron en un revuelo de cuchicheos. Solía ocurrirle. Hizo una mueca. Le dolía el brazo. Aquel gigantón con el que había tenido que pelear tenía unos puños que parecían de hierro y le había machacado el hombro. No creía tener nada roto, pero el hematoma se extendía a lo largo de la extremidad. Además de los nudillos despellejados tenía la mano un poco hinchada. Una de las damas se acercó y todo comenzó a fluir del modo acostumbrado. Le resultaba sencillo. En el fondo tenía un don.
Al verlos entrar todo lo demás pasó a un segundo plano. Ni siquiera era capaz de oír lo que la dama que tenía a su lado, y que insistía en aferrarse a su brazo herido, le estaba diciendo. Constanza Valeri era toda una belleza. El pelo largo y ensortijado. La boca generosa de labios gruesos. La nariz recta y los ojos rasgados, de gata. Pocas mujeres en la villa podían competir con ella. Le constaba que además era inteligente y culta y una mujer con un carácter difícil de doblegar que no toleraba imposiciones de nadie. La miró con detenimiento. No le hubiera importado compartir su lecho, pero ni se le habría ocurrido rivalizar con el capitán Villa.
Sabía lo que sus hombres contaban de él. Que miraba de frente a la muerte. Que nunca dudaba en luchar codo con codo junto a sus soldados. Que era compasivo y justo. Pero también un arma letal con una brillante mente de estratega. Le respetaba y, además, el conde Enríquez le tenía en gran estima y no conviene enemistarse con quien te paga.
Justo detrás estaba su sobrina Blanca, no tenía claro si le gustaba o no. Atesoraba un atractivo más bien discreto. No es que fuera fea. De hecho, era bastante bonita. Sí, bonita era un término más sutil que encajaba mejor con ella. No poseía una de esas bellezas deslumbrantes o tan apabullantes que cortaban el aliento como las mujeres con las que solía tratar. Su magia no residía tanto en lo que se veía como en lo que se sentía teniéndola cerca. No guardaba relación con ver, sino con sentir. Era algo difícil de explicar. Difícil de definir. Y lo más maravilloso de todo era que ella no parecía darse cuenta del efecto que producía. Muchas veces las cosas que no podemos explicar, pero que son capaces de emocionarnos, son las mejores.
Vio que tanto Bernal como Constanza se dirigían a saludar a algunos de los invitados y él no era de los que se quedan con la duda. Era el momento ideal para acercarse a ella y comprobar si la magia surtía de nuevo efecto o se había desvanecido como la bruma. Se deshizo de la dama y se dirigió hacia donde Blanca estaba intentando pasar lo más desapercibida posible.
Waters no varió su trayectoria al ver que me quedaba sola, plantada como una seta al lado de un búcaro de flores y sin parar de retorcerme las manos por los nervios.
—Una flor entre las flores. —Parecía divertido. Yo, en cambio, enrojecía por momentos. Al ver que no respondía continuó hablando—: Dos veces en un día, sin duda, soy un hombre afortunado, mademoiselle…
No recordaba mi nombre o quería hacerme ver que no había causado en él un impacto tan profundo como para recordarlo. En ese caso, ¿por qué narices no me dejaba tranquila? El vestido, que yo misma había admirado ceñirse a mis curvas, empezaba a agobiarme. Era un final de octubre cálido, de esos que se presentan de cuando en cuando en Asturias, y la manga larga me picaba. Él insistió. No voy a negar que era arrebatadoramente sexy, pero su presencia estaba empezando a fastidiarme bastante.
—¿Os ha comido la lengua el gato? —Su tono era ahora jocoso.
—En el hipotético caso de que hubiera un gato por estos lares dudo mucho que considerara siquiera el esfuerzo de trepar, forzarme a abrir la boca y comerse mi lengua habiendo tantos manjares al alcance de su mano, es decir, pata… señor. —Lo solté con una firmeza que me resultó desconocida a mí misma—. Y, por cierto, mi apellido es Villa —agregué envalentonada—. Soy la sobrina del capitán Bernal Villa, para vuestra información.
¡Ja! A ver qué contestas a eso, guapito de cara. Y entonces, hizo lo peor que podría haber hecho: se rio, y ¡Dios!… Su risa estremecía el alma.
—Muy ingeniosa. —Puso tono de confidencia—. La verdad es que vaticinaba una noche soporífera, pero ahora veo un futuro mucho más prometedor.
—Ah, ¿sí? —contesté buscando desesperada a Constanza. Puede que el rol de chulita me hubiera servido de ayuda, pero no podría mantenerlo durante mucho más tiempo. Por dentro estaba temblando como una hoja.
Me examinó con cuidado posando sus ojos en cada detalle, sin prisa, dejando que sus ojos fueran sus manos. Reparó en mi torques.
—Una aguamarina —observó—.