Neil Fontaine sale de Sheffield. Se mete en la primera área de servicio. Observa la cafetería. Espera. Apaga el cigarrillo. Baja del Mercedes. Cruza el aparcamiento. Sube los escalones del restaurante.
El cabrón se sienta enfrente del Mecánico.
—Bonito bronceado, David —dice el cabrón.
—¿Dónde está? ¿Dónde está mi mujer?
El cabrón deja un paquete de cigarrillos en la mesa.
—En un sitio seguro.
—¿Dónde?
El cabrón enciende un cigarrillo. Aspira. Espira. El cabrón sacude la cabeza.
—Cabronazos. Hijos de la gran puta.
El cabrón asiente con la cabeza.
—Sí, sí, sí —dice el cabrón.
—¿Qué quieren?
El cabrón levanta tres dedos.
—El diario. Julius Schaub. Silencio —dice el cabrón.
—No tengo el puñetero diario y no quiero saber dónde está el puto Schaub. Pero yo nunca hablo. Eso ya lo sabes. Nunca.
El cabrón apaga el cigarrillo.
—Les contaré lo que me has dicho —dice el cabrón.
El Mecánico deja un sobre en la mesa.
—Dales esto cuando lo hagas.
—¿Qué es?
El Mecánico da unos golpecitos en el sobre.
—Los cuatro mil que me pagaron.
—No se trata de dinero, David. Nunca. Ya lo sabes.
El Mecánico empuja el sobre hacia el cabrón. El muy hijo de puta…
—Quiero recuperar a mi mujer —dice el Mecánico—. La amo, Neil. La amo.
Las pesadillas han vuelto. Neil Fontaine sueña con la calavera. La calavera y una vela. Se despierta en su habitación del County. La luz sigue encendida. Se sienta en el borde de la cama. La libreta en la mano. Despedaza la noche. Recompone los pedazos a su manera. Deja de escribir. Deja la libreta a un lado. Se levanta. Descorre las cortinas.
Jennifer Johnson se da la vuelta en la cama. Pronuncia el nombre de él en sueños…
Hay momentos así.
Neil Fontaine se queda junto a la ventana. La luz de verdad y la eléctrica…
Siempre hay momentos así.
Martin
a la fuerza. Sonría. Hacen la foto… ¡El siguiente! Me quitan la cartera, el reloj, la alianza, el cinturón y los cordones de los zapatos. Me meten en una celda. Me dejan allí unas tres horas, puede que cuatro. Me siento en el suelo con las rodillas levantadas. Los brazos sobre las rodillas. La cabeza sobre los brazos. Vienen y me llevan a una sala de interrogatorios. Hay dos policías. Los dos de paisano… Uno viejo. Otro joven… No dicen nada. El viejo se va a alguna parte. Me deja con el joven. No dice nada. Entonces el viejo vuelve. Se sienta. ¿Cómo llegasteis a Silverhill?, me pregunta. Fuimos en coche. ¿De quién era el coche? De Geoff Brine. ¿Dónde está? Lo aparcamos en Tibshelf. Al otro lado de la M1. ¿Cómo llegasteis allí? Por la A61. Él asiente con la cabeza. ¿Qué opina tu querida Cath de todo esto?, me pregunta. ¿Qué? ¿Tu mujer?, dice. ¿Tu querida Cath? Ella te mantiene, ¿no? ¿Qué tiene que ver eso? Bueno, tú estás aquí detenido mientras ella trabaja en dos sitios para que tengas comida y cerveza… para que puedas ir a infringir la ley. ¿Cómo sabe eso?, pregunto. ¿Con quién ha hablado? Él sonríe. Supongo que como no tienes hijos, no tienes los mismos compromisos que el resto de nosotros, ¿no? No le contesto. El joven se inclina hacia delante. ¿Y eso?, pregunta. Lo miro. ¿Y eso, qué?, digo. ¿Es culpa tuya o de tu mujer?, pregunta. ¿Qué? ¿No te funciona el aparato? Lo miro. Sacudo la cabeza. Él sonríe. Guiña el ojo. Supongo que debes de tener dinero de sobra, dice el viejo. Como no tienes hijos… ¿Quiere que le preste, verdad?, digo. Él ríe. Dice que no con la cabeza. Yo, no, contesta. Pero a tu amigo Geoff podría interesarle. Tiene deudas. Compras a plazos. Hipoteca. Dos hijos. No tardará en ir a pedirte limosna a la puerta de casa. A menos que vuelva a trabajar, dice el joven. El viejo asiente con la cabeza. Volverá, dice. Por eso quiere que haya una votación. ¿Y tú?, pregunta el joven. ¿Quieres que haya una votación? Claro que quiere, comenta el viejo. A nuestro Martin le encanta la democracia. Votó a los tories el año pasado. Vaya, qué sorpresa, dice el joven sonriendo. Y aquí estamos, tres buenos tories charlando en una comisaría de policía. No voté, digo. El viejo ríe en mis narices. Mentiroso, dice. No miento. Sí que mientes. No miento. Mientes, dice. Debes de mentir, porque me han dicho que no te acuse. Me han dicho que te suelte. Ahora miente usted, digo. Él niega con la cabeza. Miente, repito. Sé que miente. Quédate si te apetece, dice él. Me da igual. Me levanto despacio. Él asiente con la cabeza. Pete Cox te espera fuera, dice. Él te llevará a casa. Me dirijo a la puerta. Sonríen. Me dicen adiós con la mano. No sé qué estás haciendo, dice el joven, pero sigue así. Pete me lleva a casa. Me deja en la puerta. No le invito a entrar. Creo que se puede armar una gorda. Abro la puerta. La casa está en silencio. Entro en la cocina. Cath no está. Día 36. No se puede hablar con ella. O grita y monta un número o se queda tumbada en la cama llorando. Los piquetes son un alivio, y eso es mucho decir esta semana. El de Babbington fue un piquete de masas. Dos o tres mil personas. Un empujón tremendo. Crr, crr. Un montón de detenciones. Sonrían. Las cámaras otra vez preparadas. Pete nos dijo que nos quedáramos atrás después de lo que había pasado el fin de semana. Hoy toca en Agecroft, en Lancashire. Mañana iremos a Sheffield a la gran reunión. No hay rastro de Geoff. Pete dice que lo pusieron en libertad bajo fianza, pero que no puede entrar en Nottingham. Su mujer se subió por las paredes. Pobre desgraciado. Cuando llegamos a Agecroft hay unos seiscientos. No parece que haya tantos policías, pero se llevan a cualquiera que insulte o grite esquirol… Palabras y conducta amenazantes. A las once y media empiezan a aparecer los del turno de tarde. El inspector deja que seis chicos se acerquen a la verja y les digan que paren de trabajar. No para ni Dios. Como en Nottingham. A todo el mundo le toca los cojones. Entonces empiezan los empujones. El plan consiste en formar un muro humano que cruce la carretera. Al principio tenemos suerte, pero luego la poli se organiza y no hay nada que hacer. Unos cuantos puñetazos. Unas cuantas detenciones. Los esquiroles entran. Unos chicos insultan a un equipo de cámaras de itn cuando vuelven a los coches. A partir de mañana será distinto. Día 37. Sirenas y gritos todo el día… Arthur Scargill, Arthur Scargill, siempre te apoyaremos. Siempre… te… apoyaremos. Se suponía que solo tenían que venir cuatro hombres de cada mina de carbón de la cuenca de Yorkshire. Ni hablar. Hoy, no… No votaremos. No nos venderemos… Es el momento de ver quién es quién. Cuatro mil tíos alrededor del bloque de pisos de St. James… La Guardia Roja […]
La sexta semana
lunes 9-domingo 15 de abril de 1984
Cabrones. La cara oculta de una luna chunga y jodida. El Mecánico conduce a través de la noche. De norte a sur. Cabronazos. Los perros en la parte trasera. Llega a Worcester al amanecer. Aparca delante del bungaló. Recorre el camino de entrada. Aporrea la puerta…
No levanta el dedo del timbre.
—¿Quién es? ¿Qué quieres? —grita alguien desde dentro.
—Quiero hablar con Vince.
—No está aquí.
—¿Dónde está?
Se oyen susurros detrás de la puerta.
—¿Quién es? —pregunta alguien.
—Su amigo, David Johnson. Tengo que hablar con él. Es importante.
La puerta se abre. Su mujer y su hijo adolescente miran fijamente. Sacuden la cabeza.
—¿Dónde está? —vuelve a preguntar