El éxito del restaurante El Celler de Can Roca a lo largo de los años se ha basado en la aportación de todos los hermanos Roca, un trabajo a tres bandas que ha conseguido la armonía perfecta entre la cocina, los postres y la bodega, además de un esmerado servicio.
Este juego a tres bandas ha sido el punto de partida para gestar el nuevo proyecto de arquitectura, por cuyo motivo se ha querido potenciar la planta triangular del comedor existente y trabajar con la idea de tres jardines de carácter totalmente distinto, pero que se complementan.
La intervención arquitectónica ha querido conectar visualmente todos los espacios y abrirse al entorno inmediato de los jardines —el primero de acceso y el segundo oculto detrás de la torre donde está el huerto—, con el fin de potenciarlos y, al mismo tiempo, crear otros nuevos que organicen el interior.
El proyecto se basa en un gran vacío que penetra sobre el tejido de la edificación de la sala principal. Con esta intervención, juntamente con la abertura de grandes ventanas y la ayuda de los reflejos de los paramentos de espejos, se han creado relaciones hasta ahora inexistentes; todos los espacios se agrupan en un solo conjunto que se observa y dialoga con todas las partes. Estas operaciones relacionan el exterior inmediato con el interior, ampliando los límites de las salas, y ayudan a jerarquizar los espacios y organizar los usos.
En la planta triangular de la sala existente la propuesta perfora el volumen con una caja triangular de cristal que aporta luz y transparencia al interior. Este vacío en el lleno, este nuevo elemento exterior en el interior, reorganiza las circulaciones y a los comensales a su alrededor. Asimismo, aporta más fuerza y luz al comedor y equilibra la superficie restante al espacio íntimo que requiere este tipo de cocina. Esta intervención crea un espacio de contemplación, intimista, de introspección, que se observa desde todos los rincones pero que no se muestra totalmente gracias al reflejo del cristal y a la nueva vegetación que arranca hacia el cielo. Nace así el tercer jardín.
Desde la calle, una nueva fachada recubierta de madera esconde la puerta por la que se entra al jardín de acceso. A través de una rampa voluntariamente estrecha, oscura y llena de vegetación se acentúa el paso dramático hacia el primero de los jardines, que nos descubre el efecto contrario: un espacio abierto y claro.
El jardín de acceso es una reinterpretación del patio existente, donde un pavimento de piezas de hormigón prefabricado aporta dinamismo ante la hierática fachada principal de la torre, y conduce al visitante al acceso principal. Este es un punto de bienvenida donde solo se establece un diálogo entre la vegetación y el pavimento; y entre la fachada de la torre existente y los nuevos recubrimientos y aberturas practicadas.
La fachada de la torre se ha mantenido igual pero se ha cerrado totalmente el porche anexo, por donde se accede al interior, con un revestimiento de madera de teca recuperada; se ha abierto asimismo la edificación anexa de la sala principal con una gran caja de cristal que aporta transparencia a la sala de puros y favorece la comunicación visual hasta el comedor interior.
La recepción, situada en el antiguo porche de la torre, no conserva ningún vestigio de su fisonomía original con excepción de la vuelta catalana. A través de la puerta ciega de acceso, el visitante descubre a ambos lados dos paramentos blancos lacados, dos volúmenes intrusivos que enmarcan el paso y que acentúan con un ritmo marcado los accesos a los usos adyacentes y dramatizan los pasos intersticiales a estos. Es un lugar donde contrasta la rugosidad del techo original con los nuevos paramentos lacados, la quietud inicial y el ir y venir de los camareros y comensales, la opacidad de la puerta y la luz del reflejo del jardín que se anuncia al final. Es aquí donde el cliente empieza a descubrir las miradas cruzadas entre los espacios, los reflejos a través de los espejos.
La sala de la cava de puros se abre a la derecha del acceso. Es una sala rectangular, con la cava y la bodega en los extremos y la transparencia al comedor y jardín en las paredes longitudinales. Es un escaparate, una caja blanca, donde solo el contrapunto del color vino del mobiliario rompe esta serenidad. Desde este espacio de reposo y contemplación, con una situación privilegiada, se crea el juego de miradas cruzadas de la gente que llega o se va, de la gente que disfruta del comedor.
Se accede al comedor a través del volumen blanco de recepción por dos rampas estrechas y largas y se llega a la gran sala presidida por el patio triangular central. La primera visión tangencial del patio organiza los recorridos a su alrededor y deja las mesas solo en dos de los lados y alejadas hacia el perímetro de la sala; el ajetreo de los camareros discurre así alrededor de esta caja de luz. Al igual que el follaje de los abedules plantados en el nuevo jardín, la sala juega con esta dualidad de tonos; el revestimiento de madera de roble de las paredes con delgas ligeramente inclinadas crea una doble visión blanco-roble según el sentido del recorrido. Esta combinación de blanco brillante y madera de roble viste toda la sala: el techo, el suelo y el mobiliario.
Desde el vestíbulo aparece otra vez, al fondo, la imagen del tercer jardín. El primero de bienvenida, el segundo de contemplación e introspección y el último de ensayo y creación. Allí, detrás de la cocina, se esconden el huerto y las plantas aromáticas, cómplices de la experimentación culinaria y las esencias. Al principio del antiguo porche curvado, una superposición y sucesión de planos inclinados de espejo esconden los servicios y oficinas que se muestran en el reflejo del jardín posterior de la torre. Y a medida que se avanza hacia ellos, dejan entrever la nueva bodega.
Cinco grandes cajas de madera desorganizadas sobre el jardín posterior penetran en el cerramiento del antiguo porche curvado simulando el baile de cajas de vinos que esperan ser abiertas para saborear su contenido. Desde fuera, estos volúmenes esconden, bajo el revestimiento de antiguas cajas de vinos recuperadas, el contenido de vinos de diferentes regiones muy especiales con una degustación donde participan todos los sentidos. El resto de la bodega, bajo el cobijo del antiguo porche, se distribuye en forma de abanico según la organización de los estantes de vinos.
Y finalmente, y lo más importante, la cocina. Oculta en el corazón de la antigua torre, es el centro de gestación culinaria alrededor del cual gira todo el proyecto. La cocina, a través de la puerta principal de la torre, se muestra al visitante de manera franca y gentil y en su recorrido longitudinal traza la relación entre el jardín de acceso y el jardín posterior.
El contraste y la sorpresa están presentes en todo el recorrido del restaurante. La dualidad de conceptos opuestos como la opacidad del acceso principal y la transparencia de la sala de puros, la luminosidad del jardín de acceso y la penumbra recogida del vestíbulo de recepción, los materiales cálidos, mates y naturales sobre los fríos, blancos y brillantes del comedor, serán recursos empleados en todo momento para mantener el diálogo y la sorpresa buscados.
Se crea así la metáfora de la arquitectura que viste la gastronomía, no solo epidérmicamente, sino que busca la misma percepción de sorpresa inicial para, finalmente, recoger y acomodar al visitante. Un dulce equilibrio de sensaciones.
Así pues, podemos decir que El Celler de Can Roca se viste de un nuevo espacio que tiene la voluntad de mantener y reforzar la expectación, la sorpresa, el contraste y la calidad que siempre ha marcado el espíritu del restaurante.
LA CULMINACIÓN
El tercer Celler es el restaurante más completo, más grande, más estudiado, más equipado y más espectacular de los tres que han formado la historia de la casa. «Venir aquí significa no tener limitaciones», apunta Joan. El nuevo emplazamiento representa poder tener al alcance los metros cuadrados, las herramientas y el equipo necesario para conseguir la excelencia, es decir, rodearse de todo lo necesario para continuar construyendo el sueño.
No obstante, lo que más les cuesta es alejarse de Can Roca, la casa familiar que durante tantos años ha servido de sala de estar, de camerino y de pista de pruebas. La separación —aunque solo de unos metros— es el precio emocional que deben pagar para poder avanzar, según Joan: «El cambio nos hizo crecer profesionalmente porque hizo que todo fuera más riguroso. Antes siempre había aquella parte canalla detrás, aquí todo es más serio». Ahora bien, los escasos doscientos metros que separan los dos mundos permiten mantener el vínculo con la