Al hermano pequeño, Jordi, le toca pensar cuál de sus postres podría definir El Celler: «Quizás ANARQUÍA (un postre muy complejo y trabajado, una paleta desordenada con decenas de componentes diferentes que el comensal y el azar combinan como les parece, un caos generador de nuevas experiencias organolépticas personalizadas). Para mí este plato significa que todo es posible, que —al menos en principio— todo puede funcionar. Quiere decir no poner límites entre lo dulce, lo salado y lo líquido. También expresa la libertad, que es como yo veo El Celler desde mi perspectiva. Quizá porque en el mundo de la pastelería de restaurante hay menos referencias —y lo que no está es lo que puede ser—, demuestra que la armonía a menudo proviene de fuentes culturales o heredadas. El plato nació un día en que los tres estábamos analizando cómo construir un consomé de perretxikos con aguacate y buscábamos los porqués de todo, de cada ingrediente, de cada técnica, de forma obsesiva. En aquel momento se me ocurrió: ¿por qué tiene que haber un porqué? No hay que reflexionar tanto. Esto encendió la mecha. Sí, la libertad. El “¿y por qué no?”»3.
1. MASSANÉS, T. «El Celler de Can Roca; un restaurant que enlluerna». Què fem? Barcelona: La Vanguardia, 28 de noviembre de 2008.
2. Ibíd.
3. Ibíd.
LA GESTACIÓN DEL SUEÑO
Así como en 1997 hay una necesidad de dejar la primera cocina y hacer una remodelación importante del espacio, diez años más tarde la reforma se ha quedado pequeña y la precariedad vuelve a ser un impedimento. Jordi está al frente de una partida de postres que llega a tener cinco personas, pero con capacidad física solo para tres: los otros dos cocineros tienen que trabajar en la cocina de Can Roca. Solo disponen de una mesa de un metro y medio de largo, con una nevera debajo y un horno colgado en la pared. Para calentar algún ingrediente en el microondas o para montar la nata, tienen que ir a la cocina de los padres. Algo tan necesario en pastelería —y tan delicado— como atemperar el chocolate se convierte en toda una odisea: lo tienen que hacer por la mañana, en el comedor, con el aire acondicionado a la máxima potencia. «Había días en los que me levantaba optimista e intentaba pensar que, con esta dispersión de infraestructuras y maquinaria, era como tener un obrador de cincuenta metros cuadrados solo para mí. Pero después volvía a poner los pies en la tierra y me daba cuenta de que esto no era real. Me las ingeniaba, me organizaba como podía, y aprendí el rigor del orden», recuerda Jordi. Lo cierto es que dispone de un espacio ideado para elaborar un carro de postres como el de los inicios, con una superficie muy limitada y donde hace mucho calor.
El stock de vinos de Josep va creciendo con los años y, por falta de espacio, su colección de referencias se va desperdigando por garajes y locales próximos a El Celler, alquilados para este fin. Con su memoria proverbial, Josep es el único capaz de recordar que el Borgoña queda dos calles más arriba y que los Riesling reposan en el aparcamiento de atrás. La bodega se convierte, así, en un rompecabezas curioso, pero no muy práctico.
Se contemplan diversas opciones para poder continuar evolucionando y se vuelve a plantear la idea de trasladar definitivamente el restaurante a la Torre de Can Sunyer. Ahora bien, ello supone buscar un nuevo emplazamiento para los banquetes y comienzan a estudiar alternativas en terrenos próximos. Encontrar la solución perfecta no es fácil, recuerda Jordi: «Pasaron cinco años desde que empezamos a hablar de la mudanza hasta dar el paso de iniciar las obras. Hicimos diversos proyectos de cómo sería El Celler y cada uno de nosotros iba visualizando su espacio, pero sin saber dónde se acabaría ubicando. Después del servicio pasábamos horas hablando y dibujando, a veces hasta las cuatro o las cinco de la madrugada le dimos muchas vueltas a cómo sería todo. Tomábamos una decisión, íbamos a dormir y a la mañana siguiente cambiábamos de idea. Llegó a ser obsesivo».
Pero los quebraderos de cabeza de las noches en blanco acaban dando sus frutos. Toman la decisión de iniciar la reforma integral de la Torre y llega el momento de poner en marcha el proyecto. Joan, Josep y Jordi tienen claro que las obras se deben financiar sin pasar por el banco ni pedir créditos. Escarmentados por el ahogo económico que supuso, años atrás, la compra del edificio, ahora quieren dar este nuevo paso con los ahorros conseguidos durante los años de intenso trabajo. «El nuevo restaurante no es racional. Sabemos que es como comprarse un yate o un Ferrari. Realmente no lo necesitas, porque puedes ir en otro tipo de coche. Y como se trata de un regalo que nos hacemos, nos lo tenemos que ganar, no queremos que los clientes paguen por ello». Es una reflexión cargada de ética y sensatez, dos valores por lo general subestimados por la sociedad en época de vacas gordas, pero que en El Celler siempre están presentes y dan resultados. Paradójicamente, los últimos años, los de la crisis económica más salvaje, han sido los de una mayor proyección internacional, los de mayores reconocimientos tanto dentro como fuera del país y los de mayor satisfacción personal para ellos.
Siguiendo estos mismos principios, la premisa inicial del cambio de ubicación no es tener más espacio para poder acoger más comensales y aumentar así la rentabilidad del restaurante, sino, al contrario, dar más satisfacción y comodidad no solo a los clientes sino también al personal. «Queríamos seguir siendo fieles a lo que hacíamos. Queríamos ampliar, no para facturar más, sino para trabajar mejor. Y esto la gente lo ha entendido muy bien», explica Joan. Los cambios de dimensión a menudo repercuten en la calidad de la atención al cliente; en El Celler, en cambio, el traslado satisface a todo el mundo, porque todos los ámbitos de la transición son positivos.
«Así se cierra el círculo, completamos el sueño que empezó a gestarse hace veinticinco años»
JOAN ROCA
«Este nuevo restaurante ha sido, durante muchos años, incertidumbre»
JOSEP ROCA
«El nuevo Celler se convirtió en una obsesión»
JORDI ROCA
Durante años el equipo de cocina ha tenido que apretarse físicamente para trabajar al máximo en un espacio muy reducido. Por esta razón cuando al fin llega el momento de cumplir el sueño, es evidente que el cambio tiene que realizarse sin condiciones, sin obstáculos, sin peros y sin medias tintas. Hay que ir a por todas. Josep tiene claro desde el principio que la cocina es lo más importante de este nuevo emplazamiento: «La gente viene aquí por la cocina y los que tienen que trabajar bien en primer lugar son ellos; por esta razón son ellos los que tienen que escoger primero el espacio que quieren. Y el que no quieran, el que quede libre, será el de mi bodega».
La metamorfosis de la Torre se encarga al equipo de interioristas de Sandra Tarruella e Isabel López. Aunque se establece una relación de confianza absoluta con las profesionales, los tres hermanos marcan desde el inicio algunas condiciones indispensables que debe tener el nuevo restaurante, tal como lo imaginan. «Queríamos que el restaurante tuviera luz, materiales orgánicos, madera, que viéramos pasar el tiempo, que tuviera pequeños reservados, que estos apartados estuvieran diseñados con unos muebles funcionales para el servicio y que hubiera un circuito de camareros y de clientes totalmente diferente», explica Josep con detalle y con una gran lógica. Y no