Con la carta a los reyes magos escrita, solo les queda esperar que les traigan lo que han pedido, que el resultado final coincida con la imagen que han visualizado durante años en el sueño.
EL RESULTADO
La Torre de Can Sunyer es un espacio íntimo, acogedor, especial. El triángulo que define la historia de El Celler con la confluencia de los tres hermanos se toma como referencia a la hora de gestar el proyecto arquitectónico: por ello se potencia la planta triangular del comedor (reformada en 1994) y se juega con tres jardines diferentes.
Desde el principio el equipo de interioristas recibe el encargo de estructurar una sala para un número concreto de comensales, exactamente los mismos que caben en el antiguo Celler. Esta es la prueba de que la base de todo el planteamiento es seguir siendo fieles al discurso y a la filosofía que siempre les ha caracterizado. «Se evitó de forma radical que se pudieran poner más mesas vaciando el triángulo central de la sala y ubicando un jardín», explica Joan. De esta manera, con un jardín central, se reduce el espacio disponible de forma estructural al mismo tiempo que se organiza. Es una de las aportaciones de las interioristas que más les sorprende: ahora disponen de un pequeño bosque dentro de la sala, a través del cual ven pasar las horas del día, las estaciones del año… en definitiva, el tiempo. «No nos imaginábamos esta riqueza de ambiente que han conseguido, que de día es calma y espacio zen, y de noche es recogimiento y juego de espejos, con una luz muy intimista», apunta Josep.
La sala se convierte en un claustro triangular que recibe la luz natural de este bosque interior que permite estructurar el paso de los camareros, crear un espacio más reducido y dar más calidez al ambiente. Solo hay que ubicar las mesas y separarlas de dos en dos con unos muebles auxiliares que delimitan los ambientes, dando privacidad a cada grupo de clientes y a cada conversación. Sobre cada mesa, tres piedras blancas que simbolizan, de nuevo, el triángulo.
El nuevo Celler multiplica por cuatro las dimensiones de la cocina del antiguo restaurante. «Pasé muchas tardes con el delineante del proyecto dibujando la cocina, intentando ubicar todo, distribuyendo los espacios. ¡Lo dibujamos todo hasta treinta y dos veces!», explica Joan. Si durante dos décadas unas veinte personas han trabajado amontonadas en menos de cincuenta metros cuadrados, ahora el equipo de cocineros pasa a tener doscientos metros para organizar las diferentes partidas, e incluso dispone de una chimenea para las elaboraciones con brasas, humo o llama.
A la derecha del pasillo de entrada a la cocina, Joan se ha instalado un pequeño despacho con todo lo que necesita para realizar sus tareas diarias con la máxima practicidad y comodidad: los estantes con su colección de libros de consulta, un escritorio con ordenador y, con un simple giro de cabeza, toda la cocina a la vista.
La nueva bodega de Josep merece una atención especial. Si el nuevo Celler es un sueño hecho realidad para todos los hermanos, en su caso este cambio tiene connotaciones singulares, emotivas. Él no deja que el interiorismo defina su espacio, porque se plantea crear una nueva dimensión para transmitir la pasión que siente por los vinos: «Quería que fuera mi interpretación intimista del vino. Quería abrir vías de seducción desde una visión subjetiva, activando los mecanismos de la inteligencia emocional. Quería intentar decir cosas de mí mismo, dar energía, desnudarme, llenar de valores intangibles un planteamiento que siempre se ha visto como tangible: la botella, la etiqueta». Josep se niega a mostrar el vino como símbolo de lujo, exclusividad y ostentación, y pone sobre la mesa una nueva concepción de este mundo, a través de los sentidos.
Él mismo va recogiendo cajas de madera variadas para fabricar el envoltorio de lo que serán cinco capillas o receptáculos que dedicará a sus cinco imprescindibles: Borgoña, Riesling, Priorato, Jerez y Champán: «Cinco vinos, cinco capillas, cinco sentidos para explicarlo todo en una oferta que es fruto del crecimiento personal a través del vino». En cada capilla, una pantalla de plasma proyecta imágenes del lugar de origen de las viñas, y músicas diferentes, escogidas con detalle, acompañan cada ambiente. Josep es capaz de interpretar cada variedad de forma multisensorial, de ahí que también incorpore el tacto. Bolas de acero definen el Champán, representando la efervescencia de las burbujas y el clima frío. Seda verde, que sugiere sutilidad, define los Riesling alemanes. Pequeños sacos de terciopelo rojo muestran la elegancia del Borgoña. Pizarra sobre un recipiente de olivo explica la dureza de las viñas salvajes del Priorato. Catorce grados de temperatura, más de dos mil quinientas referencias, unas treinta mil botellas y veinticinco años de poso convierten este espacio en un paraíso del vino.
Antes del traslado al nuevo restaurante, entre los años 2003 y 2006, Josep trabaja para elaborar una carta digital que ofrezca al cliente la posibilidad de saber el origen de cada botella, ver fotografías de sus paisajes, tener información de cada cosecha… «Era un proyecto ambicioso, con más de 5.500 fotografías que ya tenía. Pero cuando llego aquí y muestro a los clientes la bodega de esta manera, entiendo que aquello ya no tiene sentido, y yo ya no tengo fuerzas para pedirles más atención». Pero todo este material no ha sido recopilado en vano: se ha elaborado, con algunos de estos contenidos, una aplicación para smartphone con los vinos preferidos de Josep (The Top 153 Wines of 2010).
Antes de cambiar de ubicación, Josep, que nunca abandona su visión poética de la vida, quiere que sus amigos le ayuden, una noche de luna llena, a transportar las botellas desde los antiguos almacenes y garajes hasta el nuevo emplazamiento, y terminar con un desayuno, de madrugada, para celebrar la realización del sueño. «¡Qué inocente era! Me di cuenta, en el momento de hacer el traslado, de que el transporte del vino nos llevaría meses y meses». El traslado de la bodega es, por tanto, forzosamente gradual.
La mudanza y el estreno de la ubicación, como todo en El Celler, se hace sin ceremonias y sin grandes fiestas ni inauguraciones: a mediodía sirven la comida en el antiguo restaurante y por la tarde se trasladan a la Torre y preparan la cena estrenando ollas sin ensayos previos. Jordi, que ha interiorizado el rigor del orden hasta lo más profundo de su metodología, no se siente cómodo. Se pierde en aquel espacio gigantesco, nuevo, y dedicado en exclusiva a su partida: «Cuando vinimos aquí, fue una auténtica locura. No hicimos ningún ensayo de cómo funcionaba la cocina, y mi partida —en proporción— era la más grande de todas. No recuerdo una cagalera tan grande como la que pillé ese día. Tardé un mes en adaptarme al nuevo espacio. Echaba de menos mi caos, ¡lo perdía todo!».
Jordi, que quizás es el que ha deseado el traslado con más insistencia, tarda en hacer suya la nueva cocina. Pero ya se sabe lo fácil que es acostumbrase a las mejoras. En pocas semanas los tres se han adaptado a la Torre de Can Sunyer y se dan cuenta de lo que supone este paso: sienten la satisfacción del sueño cumplido.
MEMORIA DEL PROYECTO DE INTERIORISMO PARA EL CELLER DE CAN ROCA
SANDRA TARRUELLA E ISABEL LÓPEZ
2007
El nuevo restaurante de El Celler de Can Roca está situado en la antigua Torre de Can Sunyer y las edificaciones adyacentes, donde hasta ahora se realizaban los banquetes y grandes celebraciones. Esta torre, que data del año 1911, fue objeto de dos ampliaciones: una gran sala de planta triangular abierta con vistas a la calle, realizada en 1994, y un porche de planta curva en el jardín posterior, de 1999. Ambos volúmenes, conectados con la torre original a través del antiguo porche, dotaban al conjunto de más superficie para las celebraciones, aunque funcionaban independientemente.
El encargo de crear un nuevo restaurante pensado para un número limitado de comensales, dado el carácter elaborado y exquisito