Pero no todo fueron desgracias. Al mismo tiempo que el imperio se agotaba en los frentes militares, la cultura tocaba el cielo, disfrutando de su mayor y más deslumbrante período de esplendor: el Siglo de Oro de la literatura y la pintura, los años de Zurbarán, de Velázquez, de Murillo; el tiempo de los dramaturgos Lope de Vega y Calderón de la Barca; la hora del novelista Miguel de Cervantes, de los poetas Luis de Góngora y Francisco de Quevedo, de Baltasar Gracián o sor Juana Inés de la Cruz.
La dinastía del Sena
Después de los amargos acontecimientos de 1640 y de los atropellos de las potencias europeas a finales de la centuria, el siglo XVIII inició un cambio de rumbo con el acceso de los Borbones a la corona y una guerra continental entre los partidarios de los candidatos al trono de Carlos II. El ganador del testamento del último Austria fue Felipe V, nieto de Luis XIV. Pero ni Viena ni Londres estaban dispuestos a permitir un relevo dinástico tranquilo ante el previsible manejo de las posesiones españolas por París. Tampoco el Rey Sol hizo nada por rebajar la tensión, encrespando aún más los ánimos al ocupar las fortalezas españolas de Flandes y dirigir la corte madrileña entre bambalinas.
La guerra de Sucesión fue, por tanto, un conflicto internacional que terminó enconándose en las entrañas de la Península y dividiendo a España en dos bloques territoriales encabezados por Castilla y Cataluña. No hubo en ello afanes secesionistas, sino dos maneras diferentes de entender la monarquía, entrelazadas con otros enfrentamientos de origen socioeconómico. El bloque catalano-aragonés —atravesado, como su adversario, de importantes deserciones y no pocas diferencias— defendió el modelo heredado de los Austrias, en el que confiaba completar la recuperación económica detectada desde finales del siglo XVII. Frente a él, la victoria de Felipe V y las teorías centralizadoras francesas lo fueron también del antiguo proyecto castellano de uniformización y de las medidas modernizadoras planteadas por el conde-duque de Olivares, fracasadas en el siglo anterior por las maniobras de la oligarquía periférica. Lo que no pudo ser en tiempos de Felipe IV, cuya generosidad o falta de fortaleza para imponerse en Cataluña contrastan con el inexorable juicio de Felipe II en el caso aragonés, lo conseguía ahora por la fuerza el nieto de Luis XIV, quien ya en plena guerra se inclinó por reforzar su autoridad, poniendo fin a los fueros aragoneses, valencianos y catalanes mediante los Decretos de Nueva Planta.
Muchos catalanes tienden a ver hoy el Decreto de Nueva Planta de 1716 como el día más negro de su historia. Sin embargo, la reforma de la administración iniciada por Felipe V fue el preludio de su progreso económico. No hay que olvidar que el siglo XVIII fue una época de prosperidad para Cataluña y tampoco que la apertura del tráfico con América desde mediados de la centuria y la prohibición de importar algodones y linos extranjeros en todo el territorio español acallaron muy pronto las quejas. Los Borbones aprendieron el delicado juego de equilibrios, característico de los Austrias. Y hasta estuvieron a punto de ofrecer a la burguesía catalana el apetitoso bocado de un mercado peninsular completamente unificado, al añadir a la desaparición de las aduanas entre Castilla y Aragón el traslado de las vascas a la costa, frustrado por un violento motín en la ría de Bilbao.
Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, Segovia.
Solo las Provincias Vascongadas y Navarra vivieron al margen del proyecto uniformador del siglo XVIII. La fidelidad mostrada a Felipe V en la guerra les favoreció, como también el hecho de que el modelo foral vasco se integrara desde antiguo en el esquema político castellano sin suscitar problemas, demostrando su buen funcionamiento en los últimos siglos.
Después del Tratado de Utrecht (1713), la pérdida de los territorios europeos —Bélgica, Luxemburgo, el Milanesado, Nápoles— transformó el viejo Imperio español en un binomio perfectamente definido: España y sus Indias. América fue, a partir de entonces, la gran prioridad de la política exterior. Salvo el período en que la dominante reina consorte de Felipe V, Isabel de Farnesio, empeñó el esfuerzo de la corona en la consecución de tronos italianos para sus hijos, España dejó de lado la óptica continental para centrarse exclusivamente en el Nuevo Mundo.
Los Pactos de familia con Francia no fueron, pues, fruto de sentimentalismos dinásticos, sino consecuencia del más puro pragmatismo. Aun a riesgo de convertirse en satélites de Versalles, los Borbones españoles vieron en Francia un aliado natural frente a Gran Bretaña, el enemigo común. El apoyo a la rebelión de los colonos norteamericanos como parte de la estrategia antibritánica fue un paso peligroso al respaldar una lucha en la que los líderes criollos podían ver la aurora de su independencia. Pero la pugna con la marítima Gran Bretaña favoreció también la reconstrucción de la flota, fundamental para conservar América y recuperar el prestigio internacional perdido.
El sueño de la razón
Pese a que bajo Felipe V se inauguraron academias e instituciones diversas —Real Academia de la Lengua en 1713, Academia de la Historia en 1735, Biblioteca Nacional en 1712— o se fomentó la creación de Fábricas Reales, y con Fernando VI se continuó el rumbo renovador gracias al empuje de ministros como el marqués de la Ensenada, las fórmulas políticas y económicas de la Ilustración no cobraron un verdadero impulso hasta el reinado de Carlos III, con la alianza tácita de la burocracia, la corona y la intelectualidad, contagiada del espíritu de las Luces.
Fue aquel tiempo un período esperanzador. El bisturí de los ilustrados no dejó a salvo de su pesquisa ninguno de los obstáculos levantados a la modernidad: el atraso económico, la esclerosis de la agricultura, el agobiante protagonismo de la Iglesia, los privilegios de la aristocracia, la ignorancia de las clases populares, el gobierno de América, el saneamiento de Madrid, la mejora de las comunicaciones… Sus reflexiones hicieron ver a Carlos III los beneficios de una reforma no traumática de España y sus Indias, y guiaron la acción real a buen ritmo. Pero a la postre, las guerras en que se vio envuelta la monarquía, centrada en recuperar su papel de potencia de primer orden, arruinaron el camino emprendido. Sostener la actividad bélica en el exterior exigía la paz interna y esta solo era posible si se renunciaba a modificar el marco social, manteniendo los privilegios eclesiásticos y nobiliarios y abandonando, entre otras, la reforma fiscal y la agraria. El proceso inquisitorial contra Olavide, el adelantado de la reforma del campo, fue una demostración de fuerza de los reaccionarios y una señal de los límites del proyecto ilustrado, que, aun con todo, logró asentar en el país algunos de los principios sobre los que luego se apoyaría el Estado nacional.
Carlos III murió en 1789, el mismo año en que los ideales revolucionarios franceses reivindicaron su condición de alternativa al Antiguo Régimen. «El 10 de junio de 1789 Sieyès dijo entrando en la Asamblea Nacional: “Cortemos el cable; ya es hora”», escribió más tarde Michelet sobre aquel momento de la historia. Y hay que imaginar el nerviosismo de las monarquías europeas ante una revolución que a remolque del racionalismo del siglo XVIII, la guerra de emancipación de Estados Unidos y los principios proclamados en ella fue pasando, rápidamente, de las manos de los políticos más radicales —Robespierre, Danton…— a las de un ambicioso militar que representaba, a la vez, la derrota y la victoria de 1789: la derrota de sus sueños de igualdad, pues con Napoleón renacía la pesadilla del poder absoluto, pero también la victoria, porque tras siglos de príncipes que reinaban por derecho divino un teniente de artillería casi extranjero se alzaba con la corona de Francia y estaba a punto de convertirse en el amo de Europa.
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